domingo, 13 de diciembre de 2020

Nos cuesta bajarnos al desierto para escuchar en su silencio la voz que nos habla, no ahoguemos al Espíritu que ahí anda revoloteando y abrirá nuevas calzadas que llevan a la vida

 

Nos cuesta bajarnos al desierto para escuchar en su silencio la voz que nos habla, no ahoguemos al Espíritu que ahí anda revoloteando y abrirá nuevas calzadas que llevan a la vida

 Isaías 61, 1-2a. 10-11; Sal.: Lc 1, 46-54; 1Tesalonicenses 5, 16-24; Juan 1, 6-8. 19-28;

Cuando buscamos una respuesta acudimos a quien más sabe, cuando necesitamos una ayuda vamos a aquel que nos parece con más posibilidades, cuando queremos la solución de los problemas pensamos en aquellos que son más entendidos, cuando queremos salir de una situación complicada vamos a aquellos que nos parecen poderosos porque con sus influencias, con su poder y autoridad sea cual sea creemos que serán los que nos van a sacar del atolladero. Son nuestras miras humanas, son en el fondo también las apetencias de poder y de influencia que querríamos tener, es la manera quizá de no implicarnos ni complicarnos nosotros sino que nos refugiamos en aquellos que creemos que están mejor situados para dar una solución. Pero experiencia tenemos o deberíamos de tenerla para darnos cuenta que no son esos precisamente los caminos por donde encontremos respuestas y soluciones.

Hay paradojas que nos dejan desconcertados, pero paradojas que quizás podrían abrirnos los ojos para también ser capaces de descubrir la parte de solución que está en nuestras manos aunque no seamos tan poderosos ni influyentes. Es la paradoja que nos aparece hoy en el evangelio. Fijándonos literalmente en la situación del pueblo judío en la que se encontraban en aquellos momentos, era difícil y dura. Por acá o por allá surgían revolucionarios que con la fuerza de la violencia querían provocar un cambio pero que realmente se veían envueltos en una espiral que no era de la paz que deseaban sino de sangre muchas veces. El pueblo se encontraba desesperanzado aunque no perdía su fe en el Señor y al templo acudían, a los maestros de la ley escuchaban, a los sacerdotes de Jerusalén respetaban por su carácter de personas sagradas o consagradas a Dios, pero no es precisamente ahí donde va a sonar la voz que anuncia la llegada del tan deseado de las naciones, el Mesías salvador.

Será en el desierto donde se oye la voz que grita invitando a preparar los caminos del Señor que ya está cerca. Se acercan los momentos de gracia, aquello que habían anunciado los profetas de que iba a venir el que lleno del Espíritu de Dios proclamaría el año de gracia del Señor. Pero, repito, no es en el templo donde resuena esa voz sino en la orilla del Jordán allí donde comienzan las tierras resecas del desierto. Por eso desde Jerusalén incluso van a enviar embajadas para indagar, para tratar de discernir qué voz era aquella y si allí estaba ya el esperado Mesías. Son las preguntas que le hacen a Juan. Ya escuchamos el diálogo. El no es el profeta, él no es el Mesías, él solo es la voz que grita en el desierto, pero aquella voz apremia, exige un camino de conversión.

Camino de conversión a fondo necesitaban incluso para escuchar y aceptar esa voz y ese mensaje que les prepararía para luego escuchar la Palabra. Muchas transformaciones tenían que realizarse en el corazón, muchos caminos de la vida había que enderezar, muchas nuevas calzadas habría que abrir en lo que era un desierto que se convertiría en el camino del Señor. ¿Lo entendieron los judíos? Algunos escuchaban la voz de Juan el Bautista y como signo de ese deseo de conversión se hacían bautizar en el agua del Jordán pero había que prepararse para quien venía con el fuego del Espíritu y en el Espíritu había de bautizarnos. Aunque otros rechazaban la dureza de sus palabras.

Es lo que ahora nosotros hoy también vamos escuchando. Y tenemos que oír ahora la voz para luego escuchar de verdad la Palabra, esa Palabra que se hará carne y habitará en medio de nosotros. ¿Dónde vamos a escuchar esa voz que nos conduce a la Palabra verdadera? Pues, ahí está gritándonos en los desiertos de nuestra vida. Porque por la sequedad de nuestro corazón desierto parecemos en tantas ocasiones porque incluso no somos capaces de alimentar con una ilusión nueva, con una esperanza nueva a los que están a nuestro lado. Desierto parecemos y en desierto estamos en medio de los problemas que nos envuelven y no es necesario hacer larga referencia una vez paz a toda la situación actual que estamos viviendo, o que nos está haciendo mal vivir. En ese desierto tiene que surgir esa nueva esperanza.

Nos cuesta bajarnos a esos desiertos para escuchar en su silencio la voz que nos habla y que nos llama. Y es que todo lo que nos está sucediendo, en el plano individual de nuestra vida que cada uno tenemos nuestros problemas y nuestras soledades, nuestros silencios y nuestras lágrimas, nuestras preocupaciones y nuestras incertidumbres, o es también en el plano de lo que vivimos o malvivimos en nuestra sociedad actual. Ahí tenemos que discernir la voz. Como nos decía el Apóstol no apaguemos el Espíritu que ahí anda revoloteando en nuestro corazón aunque algunas veces no lo queremos ver ni le queremos hacer caso.

Hagamos silencio de desierto para poder escuchar su susurro. Tratemos de hacer un discernimiento de todo eso que nos sucede y no temamos que salgan a flote muchos interrogantes o muchas dudas que hasta nos pueden parecer tentaciones – en el desierto fue tentado Jesús allí en las cercanías de donde Juan estaba – porque ahí en lo que nos puede parecer nuestra pobreza o nuestra nada aparece la sabiduría de Dios que nos ilumina, la fuerza del Espíritu que nos impulsa a algo nuevo. Dejémonos conducir y aunque nos parezca que tenemos que cambiar muchas cosas algo nuevo va a salir a flote en esta navidad, que verdaderamente será nueva, será distinta para nosotros. No dejemos de ver la acción del Señor.

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