domingo, 1 de noviembre de 2020

Celebramos y nos unimos a la celebración celestial de todos los santos que viven y ahora alaban eternamente a Dios sintiéndonos partícipes porque somos amados de Dios

 


Celebramos y nos unimos a la celebración celestial de todos los santos que viven y ahora alaban eternamente a Dios sintiéndonos partícipes porque somos amados de Dios

Apocalipsis 7, 2-4. 9-14; Sal 23; 1Juan 3, 1-3; Mateo 5, 1-12a

Celebramos la fiesta de todos los santos. No sé si siempre los cristianos alcanzamos a saborear el sentido de esta fiesta o si la palabra santidad sigue diciéndonos algo hoy. Para muchos, para el conjunto de nuestra sociedad se ha quedado obsoleta, no porque su significado sea algo viejo y sin sentido ni valor, sino porque no hemos llegado a comprenderlo de verdad. Por eso nuestra fiesta de Todos los Santos queda desdibujada con el día de Difuntos y un poco en eso se nos queda, y terminamos porque toda la celebración que hagamos sea la visita a las tumbas de nuestros difuntos en el cementerio.

De entrada decir que la santidad es una característica divina porque solo Dios es santo en si mismo. Pero es algo de lo que nos hace partícipes Dios. Por decirlo con pocas palabras es decir que somos inundados por el amor de Dios que nos hace sus hijos. Y esa es la santidad en su sentido más profundo. Estamos marcados por el amor de Dios que no solo nos creó y nos dio la vida, sino que nos hace partícipes de su vida divina. Es por eso por lo que nos sentimos sus hijos, somos sus hijos, podemos llamarle Padre, como nos dice hoy san Juan en el texto de su carta.

La lectura del Apocalipsis que hoy se nos ofrece nos habla de los que han sido marcados con la Sangre del Cordero, y nos habla de cantidades innumerables, nadie las puede contar, aunque primeramente nos habla de los ciento cuarenta y cuatro mil, en una clara referencia al Antiguo Testamento, al número de doce tan significativo por aquello de las doce tribus de Israel; pero a continuación nos hablará de esa multitud innumerable que viene todas partes y que han sido marcados.

La marca es una señal de pertenencia; han sido marcados con la sangre del Cordero, han sido marcados y separados para formar un nuevo pueblo con una clara referencia a la consagración de algo que es marcado, señalado, separado para ser algo distinto, y la palabra santo precisamente de ahí tiene tu derivación.

Hemos sido marcados para ser esa pertenencia de Dios, para ser los consagrados del Señor, para ser los santos, tendríamos que decir en una palabra. Recordemos nuestro bautismo con su significado más hondo y más profundo, no solo hemos sido marcados y señalados con la señal de la cruz, sino que luego hemos sido ungidos para ser consagrados. ¿Qué significa esa señal de la cruz y qué significa esa unción? Hemos sido consagrados por el amor de Dios, nos sentimos inundados por el amor de Dios que nos hace sus hijos, por eso tenemos que sentirnos ya los santos.

Ahora nos toca vivirlo. Vivir como quien se siente en verdad amado de Dios. ¿Cómo no nos vamos a sentir amados si nos ha llenado de su vida divina para hacernos sus hijos? Y no tenemos que hacer otra cosa que mirar a Jesús para comprender toda la maravilla de lo que es el amor que Dios derrama sobre nosotros y escuchar a Jesús paras vivir con ese sentido nuevo de los que están llenos del amor de Dios y por eso ya somos santos.

Por eso hoy Jesús nos dice en el evangelio que somos dichosos, que somos felices. ¿Cómo no lo vamos a ser con ese amor de Dios que se derrocha sobre nosotros? y cuando sentimos así su amor en nosotros no necesitamos ni riquezas ni grandezas humanas, estaremos por encima de los sufrimientos que nos pueda tocar sufrir en las luchas de la vida, pero es que necesariamente tendremos que comenzar a amar con un amor igual.

Somos dichosos y felices porque somos hijos; somos dichosos y felices con ese desprendimiento que hacemos de nosotros mismos para darnos en humildad y para darnos en amor por los demás; no nos importan las posesiones que tengamos sino el amor con que nos repartimos por los demás.

Somos dichosos y felices y nuestro corazón está lleno de mansedumbre, de humildad, de ternura y de misericordia para los demás; somos dichosos y felices aunque tengamos que llorar con las lágrimas de los demás porque así compartimos su vida, pero porque así compartimos todo lo que hay en nuestro corazón con los que sufren a nuestro lado.

Somos dichosos y felices porque ansiamos y buscamos siempre lo bueno, la verdad y la justicia porque trabajamos con ahínco por la paz, porque hemos arrancado de nuestro corazón todo tipo de malicia porque quien está lleno de Dios no puede sino actuar de esa manera; no caben en nosotros las sospechas ni las reticencias que nos dividen y nos enfrentan, no caben en nosotros orgullos mal curados sino que todo será buscar lo bueno y al ofrecer lo mejor de nosotros mismos estará siempre presente el perdón que nos lleva a la paz con nosotros mismos y a la paz con los demás.

Somos dichosos y felices porque sintiéndonos llenos de Dios por su amor en verdad sentimos que Dios es el único Señor de nuestra vida con lo que alcanzamos la más hermosa libertad; bien sabemos que cuando dejamos que otras cosas se enseñoreen de nuestras vidas terminaremos siendo siempre esclavos que nos quitan lo más preciado de nuestra dignidad.

Y eso es lo que en verdad hoy celebramos. Y celebramos y nos unimos a la celebración celestial de todos los santos que antes que nosotros han recorrido el camino y ahora alaban eternamente a Dios en el cielo y celebramos que nosotros estamos queriendo hacer ese camino de santidad con lo que siempre nos sentiremos dichosos y felices como nos proclama Jesús en las bienaventuranzas. No es, pues, recordar y celebrar a los difuntos, porque estamos celebrando a los que viven, a los que estamos queriendo vivir esa santidad en el amor que Dios nos tiene.

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