lunes, 2 de noviembre de 2020

Aunque sienta abatimiento por lo vacío que me veo con mis miserias, en Dios me lleno de esperanza porque comprendo lo grande que es la misericordia del Señor que nunca se termina

 


Aunque sienta abatimiento por lo vacío que me veo con mis miserias, en Dios me lleno de esperanza porque comprendo lo grande que es la misericordia del Señor que nunca se termina

Lamentaciones 3, 17-26; Salmo 129; Juan 14, 1-6

Si ayer celebramos la fiesta de todos los santos con lo que queríamos recordar a todos los que participan ya de la gloria del Señor en el cielo, en la visión de Dios porque fueron marcados con la señal del Cordero y en su sangre lavaron y blanquearon sus mantos para poder participar con todo resplandor en la liturgia del cielo, hoy queremos recordar y convertirlo en celebración de fe y esperanza a todos los que han muerto en la esperanza de la resurrección y de la vida eterna. Hoy es la conmemoración de los difuntos en la que cada uno recuerda a sus seres queridos difuntos y reza por ellos para que un día puedan ser partícipes de esa gloria del cielo.

Si la celebración de ayer tenía mucho de triunfo y de gozo al contemplar la gloria del cielo y aquella multitud innumerable que unida a los coros de los Ángeles y arcángeles cantaban la gloria del Señor, hoy nuestra celebración tiene el peligro y tentación de verse envuelta en los nubarrones de la tristeza y los lúgubres sombras de la tristeza por la separación de los seres queridos. Aunque sintamos esa pena, por otro lado muy humana del duelo de la separación, sin embargo como toda celebración cristiana tiene que estar envuelta en la esperanza porque todos siempre miramos a la meta, pero sobre todo nos confiamos en la misericordia y en la bondad del Señor.

Ya el texto de las lamentaciones escuchado en la primera lectura quizá comenzaba con esos sones de angustia o de tristeza pero terminaba dejándonos un mensaje de esperanza y donde hay verdadera esperanza no faltará la paz del corazón. ‘Aunque me invade el abatimiento, nos dice, apenas me acuerdo de ti me lleno de esperanza porque sé que la misericordia del Señor nunca termina y no se acaba su compasión’. 

Y Jesús nos invita en el evangelio a no perder la calma, a poner toda nuestra fe y nuestra confianza en Dios, a creer en El. Y nos dice que nos va a preparar sitio, que volverá por nosotros y nos llevará consigo porque donde está El quiere que estemos también nosotros. Aquí se ven colmadas todas nuestras esperanzas, aquí se ve más que colmada la inquietud y ansias de vida y de vida para siempre que todos llevamos en el corazón. Sí, todos queremos vivir, queremos vivir para siempre, que no se acaba nunca la vida.

¿No significará eso de algún modo el por qué del miedo que le tenemos a la muerte? No queremos morir, queremos vivir y aunque nuestra vida terrena no siempre nos da todas las satisfacciones que anhelamos y en la medida en que lo deseamos, no queremos desprendernos de nuestra vida. Claro que toda esa angustia que se nos mete en el alma ante el hecho de la muerte es porque no hemos sabido encontrar todavía todo el sentido de trascendencia que hemos de darle a nuestra vida. Y vivimos el momento presente como si fuera único y no hubiera nada más; nos falta esa fe verdadera en las palabras de Jesús, nos falta esa esperanza que siempre tiene que animar al cristiano, al que ha puesto su fe en Jesús. Y no pensamos entonces en ese salto a la vida verdadera, a la vida para siempre que solo en Dios podemos encontrar. Porque por mucho que nosotros queramos por nosotros mismos no nos podemos construir una vida que no tenga fin, eso es solo un don de Dios, un regalo de Dios que nos hace partícipes de su vida.

Si nos pensamos bien todo eso, no tenemos porque sentir esa angustia y ese miedo a la muerte, a que un día esta vida terrena se nos acabe, ni podemos quedarnos angustiados y llenos de dolor cuando llega la hora de la muerte de un ser querido. Pensamos en una vida sin fin, en una vida en plenitud, en una vida para siempre en Dios, luego el que muere se abre a la vida verdadera a la que le va a dar mayor plenitud, ¿Por qué ponernos tristes?

Es cierto que cuando nos llega esa hora de la verdad quizá nos damos cuenta cómo hemos perdido la vida porque mientras caminamos en este mundo no supimos darle un verdadero sentido y un sentido de plenitud y trascendencia en todo aquello que realizábamos. Nos sentimos apenados quizá en ver la pobreza de nuestra vida, quizá llena de las miserias del pecado. Pero aunque sienta abatimiento, como nos decía el profeta, cuando pienso en Dios mi vida se llena de esperanza porque comprendo lo grande que es la misericordia del Señor que nunca se termina, lo hermosa que es su compasión que siempre nos estará regalando con su amor.

Qué sentido más bonito ha de tener esta conmemoración que hoy hacemos; con qué profundidad hemos de vivirla; qué interrogantes nos plantea para nuestra vida de hoy; qué propósitos han de surgir para que aprendamos a llenar de trascendencia nuestra vida; qué paz tenemos que sentir en el corazón desde esa esperanza que anima nuestra vida y motiva nuestra oración.

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