sábado, 29 de agosto de 2020

Un testimonio de fidelidad que hace resplandecer la verdad, el bien, la justicia, la solidaridad, el amor

 


Un testimonio de fidelidad que hace resplandecer la verdad, el bien, la justicia, la solidaridad, el amor

1Corintios 1, 26-31; Sal 32; Marcos 6, 17-29

No podemos confundir la fidelidad con la cabezonería nacida del orgullo o del amor propio pero que no sabe descubrir la rectitud de lo que hacemos. Hoy lo vemos claramente contrapuestos en los dos personajes del evangelio, Juan el Bautista, y el rey Herodes.

Brilla la fidelidad del Bautista en el anuncio profético que con su palabra y con su vida cuando anuncia la llegada del Mesías e invita a las gentes a preparar los caminos del Señor va señalando a cada uno cuales son los caminos que ha de enderezar señalando como siempre habrá que obrar en rectitud y justicia anteponiendo por encima de todo el amor. Su palabra es clara, sus gestos son proféticos, la denuncia del mal y de la injusticia están bien presentes en su palabra profética y el testimonio de fidelidad a esa Palabra de Dios que quiere trasmitir hasta el final. Todo quedará rubricado con su sangre al ser decapitado en su martirio, pues es testigo de la verdad y de la justicia hasta derramar su sangre por ello.

Enfrente, Herodes con su vida disoluta y llena de vicios. Aunque siente en su corazón la verdad de la palabra del Bautista y hasta se dice que le agradaba escucharle, el vicio y la pasión lo ciegan para hacerse sordo ante el profeta e instigado por quien es causa también de su ciega pasión tener encerrado en la mazmorra al Bautista porque no le agradaba la denuncia que había de su mal en sus palabras proféticas.

Cuando nos cegamos y caemos en las redes de la pasión todo es una pendiente peligrosa en la que parece que no podemos parar y como en una terrible espiral crece y crece el mal en el corazón. Es lo que le sucedió en aquella fiesta en el que la lujuria de todo tipo se había adueñado de sus corazones y ante la sensualidad del baile de la hija de Herodías promete y promete regalar hasta la mitad de su reino si así se lo piden. Aquella palabra y promesa insensata de la que no sabe volverse atrás aunque comprenda la maldad y crueldad de lo que le piden, por aquello de la fidelidad a una palabra dada y por miedo a perder el prestigio ante sus invitados, llevará a la muerte del bautista.

Ya decíamos que no podemos confundir la auténtica fidelidad con la cabezonería del orgullo y la pasión cuando incluso está en juego la vida de una persona. No se puede llamar fidelidad ese permanecer en una palabra dada cuando eso conduce a obrar el mal y la injusticia. La pasión nos ciega tantas veces, la cobardía nos encierra en nosotros mismos y nos hace temerosos, los prestigios del mundo nos llenan de vanidades que al final son vacíos para el alma y todo terminará volviéndose oscuro en nuestro interior y en nuestra vida toda.

Creo que este testimonio que hoy nos ofrece la Palabra de Dios en el martirio del Bautista nos tiene que llevar a hondas reflexiones para nuestra vida. Queremos quedar bien, mantener nuestros prestigios, dar una apariencia de persona buena y complaciente, tratar de agradar a todos y a todos complacer, pero cuidado nos veamos envueltos en esas vanidades que terminarán llevándonos a la ruina. Son pendientes resbaladizas y peligrosas.

Nuestro testimonio verdadero tiene que ser el de una vida recta y honrada, que busca el bien y la justicia, que hace resplandecer la generosidad y la solidaridad en un amor auténtico y que no se deja cautivar por respetos humanos ni por la adulación, y que si mantenemos nuestra fidelidad hasta el final es porque sabemos muy bien de quien nos hemos fiado.

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