jueves, 27 de agosto de 2020

Hay muchos signos de la presencia del Señor en cuanto nos sucede que nos invitan a la vigilancia y avivan la esperanza

 


Hay muchos signos de la presencia del Señor en cuanto nos sucede que nos invitan a la vigilancia y avivan la esperanza

1Corintios 1, 1-9; Sal 144; Mateo 24, 42-51

Vigilantes… porque esperan algo y se preparan para su llegada; es el familiar que se espera después de larga ausencia y estamos ansiosos de su encuentro; es el amigo que nos ha prometido una visita y nos preparamos para cómo mejor agasajarle. Vigilante el que por seguridad tiene que cuidar de un edificio, de una institución; vigilante el que cuida del orden público para evitar desórdenes y atropellos; pero vigilante está el padre o la madre en el cuidado de sus hijos a los que ve crecer y que no quiere que les pase nada malo, como vigilante está el médico o la enfermera ante el paciente que está hospitalizado esperando su curación pero poniendo todo de su parte para buscar los mejores remedios.

Podíamos seguir describiendo situaciones y tendríamos que decir que todos nos sentimos vigilantes de alguna manera, de nuestra propia vida, de nuestras posesiones o en la espera de un futuro mejor. Y nuestra vigilancia que se fundamenta en la esperanza sin embargo nunca puede ser algo pasivo, sino que nos exigirá atención como nos pedirá el esfuerzo de no caer en un sopor pasivo porque nos puede sorprender aquello que esperamos.

Y esa vigilancia no la reducimos a la atención a lo que nos viene de fuera sino que parte del interior de nosotros mismos y atentos estamos a lo que nos sucede de manera personal, pero a lo que nos va sorprendiendo también en nuestro interior para aprovechar lo buenos y las posibilidades que nos surgen, pero también para no perder el equilibrio y el dominio de nosotros mismos en las diversas situaciones con que nos vamos encontrando que algunas veces pueden ser incluso desagradables. Esa vigilancia es también ese deseo de superación interior que nos haga madurar de verdad para que nunca ni nuestras actitudes ni nuestras posturas o nuestros actos puedan dañarnos a nosotros mismos ni dañar a los demás.

De todo esto nos está hablando Jesús hoy en el evangelio. Y nos habla del dueño de casa que vigila cuidadosamente para que el ladrón no se introduzca en la casa y produzca estragos; y nos habla del criado fiel y vigilante que espera la llegada de su amo a la hora que sea para abrir la puerta pero para estar dispuesto para el servicio; y nos habla del que tiene especiales responsabilidades que no puede hacer dejación de su funciones ni aprovecharse de su autoridad para tratar mal a los demás. Habla Jesús de cosas muy concretas en el estilo de vida de entonces y era lo que sucedía en su entorno, pero que tiene rabiosa actualidad en lo que son nuestras responsabilidades hoy en la vida.

Pero Jesús quiere darle aun mayor trascendencia a sus palabras, porque habla de la venida del Señor, y en el fondo nos está hablando también de ese final de nuestra vida donde vamos a ir al encuentro con el Señor de manera ya definitiva, pero que nunca sabemos cuando será el momento. Son tantos los momentos en los que el Señor nos va saliendo al encuentro en la vida en las circunstancias, en los acontecimientos y en las mismas personas con las que nos vamos encontrando. Y es donde tienen que estar abiertos los ojos de la vigilancia, los ojos de la fe para descubrir al Señor que llega a nosotros, a nuestra vida y muchas veces somos tan cegatos que no somos capaces de descubrirlo.

Es también en esos momentos dolorosos, de dificultades y problemas, de contratiempos que podemos tener con los demás donde hemos de escuchar esa voz del Señor que nos habla y que nos llama. Todas aquellas esperas de las que hablábamos al principio como situaciones humanas en las que nos encontramos o podemos encontrar  pueden convertirse para nosotros en signos de esa presencia del Señor.

Es ahí donde tenemos también que hacer crecer nuestra fe para derrumbarnos en las dificultades, aunque muchas veces nos sintamos rotos por dentro. Pero si sabemos descubrir esa presencia del Señor no perderemos la paz, todo nos servirá para crecer, y de todo podemos aprender para dar gloria siempre al Señor.

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