martes, 25 de agosto de 2020

Autenticidad, sinceridad y verdad es lo que tiene que resplandecer en nosotros para hacer brillar la profunda espiritualidad que anima nuestra vida

 

Autenticidad, sinceridad y verdad es lo que tiene que resplandecer en nosotros para hacer brillar la profunda espiritualidad que anima nuestra vida

2Tesalonicenses 2, 1-3a. 14-17; Sal 95; Mateo 23, 23-26

Hoy cuidamos mucho la apariencia. Para eso tenemos hasta asesores de imagen; quien nos va a decir cómo tenemos que ponernos, la sonrisa que llevemos en nuestros labios, el lado mejor de la cara que nos va a dar mejor imagen; cualquier figura pública que se precie tiene a su alrededor esos asesores que le van a decir hasta el más mínimo detalle con el que han de manifestarse si quieren conseguir las metas que se proponen, ya sea un lugar destacado en la sociedad, un cargo o lugar público de influencia en esa sociedad, o el camino del poder que poco menos que los haga amos del mundo.

Pero y detrás de todo eso ¿qué queda? ¿Dónde están las ideas y los pensamientos? ¿Dónde queda la personalidad del individuo? ¿Qué es lo que hay en el fondo que define de verdad a la persona? ¿Todo es fachada y apariencia? Como las tramoyas de cartón piedra que nos querían reflejar el mundo antiguo y los grandes monumentos en las ‘películas de romanos’ que veíamos en otros tiempos. Claro que todo sigue siendo tramoya y escenificación, todo siguen siendo efectos especiales que nos transportan a otro mundo y nos alejan de la realidad.

Pero ni venimos a hablar de películas, ni venimos a hablar de esos personajes públicos que necesitan esos asesores de imagen. Pero nos vale la imagen y la comparación que estamos proponiendo para esa tramoya de falsedad e hipocresía sobre la que construimos muchas veces nuestra vida. Jesús es duro hoy en el evangelio con los fariseos a los que llama hipócritas, pero acaso tenemos que pensar si no seguimos hoy en nuestra vida con esas mismas hipocresías. Nos presentamos con minucias y superficialidades cuando quizá nuestro corazón está vacío. Es en lo que tenemos que pensar seriamente.

No podemos ocultarnos tras unos ropajes con que cubramos nuestra vida de apariencia de cosas buenas cuando seguimos siendo ruines en nuestro corazón. Es cierto que queremos tener buena voluntad, pero muchas veces nos cuesta superar tanto lastre de egoísmo y orgullo que llevamos dentro de nosotros. Somos débiles tenemos que reconocerlo, porque es la manera de comenzar a salir y a vencer esa debilidad.

Pero al mismo tiempo tenemos que cultivar nuestro espíritu, que se construye es cierto desde esas cosas pequeñas de cada día, pero donde tenemos que saber darle profundidad para que eso que realizamos no nos encorsete, sino que nos dé esa libertad de espíritu que nos haga crecer, que nos haga madurar en la vida, que en verdad en lo que hacemos estemos reflejando esa profundidad de nuestro corazón, esa profunda espiritualidad sobre la que construimos nuestra vida.

Y eso nos exige una purificación interior para ir reconduciendo todas esas pasiones que llevamos dentro de nosotros, pero para arrancar esas malas hierbas de esas vanidades, esos orgullos y esas apariencias que tienen el peligro de enraizarse en nuestro corazón. Recordemos aquello que en otro momento nos dirá Jesús de que lo que nos hace impuros son las maldades que salen de dentro de nosotros, que salen del corazón, no las cosas que nos entren de fuera. Son esas malas raíces que tenemos que arrancar de nosotros y así manifestamos con claridad y brillante resplandor toda esa bondad y toda esa generosidad en la que tiene que abundar nuestro corazón.

Jesús es para nosotros mucho más que un asesor de imagen, porque lo que nos está pidiendo esa autenticidad de nuestra vida, esa sinceridad y esa verdad con la que haremos resplandecer nuestro amor.

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