lunes, 24 de febrero de 2020

Humildad grande y apertura del corazón para gustar del don de la fe y hacer que cada día crezca más y más


Humildad grande y apertura del corazón para gustar del don de la fe  y hacer que cada día crezca más y más

Santiago 3, 13-18; Sal 18; Marcos 9, 14-29
Una cosa, una aptitud que nos suelen recomendar es que tengamos fe en nosotros mismos; la autoestima es algo que nos aconsejan los sicólogos como algo muy fundamental para el camino de nuestra vida, porque tenemos que creer en nosotros mismos, en nuestros valores, y que seremos capaces de conseguir aquello que anhelamos o con lo que soñamos. Eso nos hará sentirnos fuertes dentro de nosotros mismos y nos hará mantener nuestra lucha y nuestro esfuerzo para querer alcanzar una meta, para superar obstáculos, para encontrar solución a los problemas que se nos vayan presentando.
Claro que esto no significa autosuficiencia de creernos que solo en nosotros tenemos la fuerza y no ser capaces de pedir la ayuda que necesitamos en un momento determinado. El autosuficiente se siente engreído en si mismo y termina en su orgullo de querer ponerse en estadios que no le corresponden o de subirse a pedestales colgándose a si mismos muchas medallas. Esa fe en nosotros mismos nos hace ver también la realidad de lo que es nuestra debilidad, de aquello que por nosotros no podemos alcanzar pero porque tenemos esa fe en un día poder alcanzarlo también con la humildad suficiente pedir ayuda a quien nos pueda tender una mano o darnos una salida o solución.
Cuando nos sentimos desesperados y agobiados en nuestros problemas, en aquello que nos sucede pero de lo que queremos salir podemos perder la confianza y tener la tentación de tirarlo todo por la borda. Es un peligro que tenemos que evitar por eso tenemos que creer en nosotros mismos y con esa humildad también de saber pedir ayuda a quien puede ofrecérnosla.
Cuando Jesús baja del monte con los tres discípulos que habían sido testigos de hechos maravillosos allá en la altura, se encuentran un gran revuelo y a un padre desesperado. Tenía fe en Jesús pero no lo encontró cuando le traía a aquel hijo aquejado de tantos males, endemoniado como se solía considerar en aquella época, y al no estar Jesús sus discípulos no habían podido hacer nada. A la llegada de Jesús se postra ante El para pedir su ayuda con la queja de que los discípulos nada habían hecho. Jesús se queja de la falta de fe, porque incluso lo ve en los apóstoles que allí habían quedado; el  hombre insiste en su petición pero ahora con cierta duda y por eso le dice ‘si algo puedes, ten compasión de nosotros y ayúdanos’.
‘¿Si puedo? Todo es posible para el que tiene fe’, es la respuesta de Jesús. Y ahí se agarra aquel hombre; él quiere creer pero sabe que su fe es pobre, que se llena de dudas, que tiene miedo, pero grande es la angustia por la que está pasando por la situación de su hijo. Y entonces surge esa hermosa oracion que tanto tendría que valernos también para nosotros. ‘Entonces el padre del muchacho se puso a gritar: Creo, pero ayuda mi falta de fe’.
Creía, necesitaba creer, pero necesitaba que su fe creciera, que se acabaran sus dudas, que tuviera la certeza de que Jesús en verdad podía curar a su  hijo, como en realidad sucedió. Por eso suplica que le ayude a aumentar su fe. ‘Ayuda mi falta de fe’.
Comenzamos hablando de la fe solamente en un sentido humano como una aptitud que hemos de tener para nosotros mismos, creer en nosotros mismos. Pero ya decíamos que esa fe nos hace reconocer nuestra debilidad y nos hace pedir ayuda. Humanamente tenemos que hacerlo en esas buenas aptitudes que hemos de tener en la vida, pero también en el ámbito de la fe como un don espiritual, sobrenatural.
Reconocemos que es un don de Dios, que Dios nos regala. Pero no podemos se autosuficientes y que ya creemos solo por nosotros mismos. Hemos de tener la humildad de pedir la fe, de pedir que se nos ayude, que Dios nos ayude a que crezca nuestra fe. Es una humildad grande y una apertura muy importante que hemos de tener en nuestro corazón.

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