sábado, 15 de septiembre de 2018

Hoy nos quedamos en el entorno de la cruz para contemplar a la madre, a María, a quien queremos invocar como Madre de los Dolores y de todos sus hijos que sufren


Hoy nos quedamos en el entorno de la cruz para contemplar a la madre, a María, a quien queremos invocar como Madre de los Dolores y de todos sus hijos que sufren

Hebreos 5,7-9; Sal 30; Juan 19,25-27

¿Quién no se conmueve ante las lágrimas de una madre? Unas lágrimas de amor, lágrimas calladas y en silencio sorbidas muchas veces para tratar de disimularlas, lágrimas que se arrancan desde el alma, lagrimas por el dolor que se lleva en el corazón, pero lágrimas de compasión ante el sufrimiento de los hijos, lágrimas envueltas en la esperanza y en el deseo de algo mejor, lagrimas de impotencia en ocasiones por no poder hacer más cuando ya se han desgastado totalmente por los que aman, lagrimas que se abren a un futuro que desean mejor y que les lleva a luchar por hacer que las cosas cambien, lágrimas en mil situaciones y circunstancias pero que siempre conmueven a quien las contempla.
Hoy contemplamos las lágrimas de una madre, lagrimas de sufrimiento cuando hace suyo el sufrimiento del hijo, pero lágrimas de amor porque su vida quiere hacerse también ofrenda de amor cuando comprende la grandeza y el misterio de quien está sufriendo colgado de un madero. Hoy contemplamos las lágrimas al mismo tiempo serenas porque están llenas de esperanza de quien está al pie de una cruz haciendo suyo el tormento y el martirio de quien está haciendo la más hermosa entrega de amor.
Son las lágrimas de María al pie de la cruz de Jesús. Son las lágrimas de la mujer que permanece firme a pesar del dolor porque para ello estaba preparada porque un día ya le habían profetizado que una espada traspasaría su alma. Son las lágrimas de una virgen Madre a quien desde entonces llamaremos también dolorosa, madre y virgen de los dolores siendo ya para siempre para nosotros la mejor compañía en el camino de nuestra vida también tan lleno de dolores y de sufrimientos.
Si ayer con la liturgia mirábamos a lo alto de la cruz y a quien de ella pendía en la obediente ofrenda de amor, hoy contemplamos el entorno de la cruz para contemplar a la madre, para contemplar a María a quien hoy queremos invocar como Madre de los Dolores. Ella está ahí, firme junto a la cruz y al sufrimiento, pero para decirnos también como quiere estar para siempre junto a nosotros en nuestro dolor y en nuestro sufrimiento, en nuestras angustias y en nuestras penas, porque precisamente desde ahí, desde la cruz, Jesús para siempre la ha convertido en nuestra madre.
¿Cómo no va a estar una madre junto a los hijos que sufren? Esas lágrimas que hoy vemos brotar de sus ojos no son solo porque Jesús está pendiendo de la cruz sino porque está contemplando nuestro sufrimiento, el sufrimiento de sus hijos por los que siente la compasión de madre y con su presencia quiere ser nuestro apoyo en ese camino tan lleno de dolores que nosotros muchas veces tenemos que hacer por la vida. Ven con nosotros al caminar, le hemos cantado tantas veces, ven con nosotros en nuestros caminos de dolor para que seas nuestra luz y nuestro apoyo, para que nos enseñes a amar y a tener esperanza a pesar de los sufrimientos que nos da la vida, como a ella no le faltó el amor y la esperanza al pie de la cruz de su Hijo en el Calvario.
En sus lágrimas están también nuestras lágrimas, en su dolor están los dolores y sufrimientos de todos sus hijos; y aunque la llamamos también madre de las angustias, en ella no hay angustia porque hay amor y hay esperanza, pero si podemos llamarla madre de las angustias, porque es nuestra madre y con nosotros está en nuestras angustias y en nuestras desesperanzas para levantarnos el ánimo, para llevarnos a la vida, para enseñarnos lo que es amor, para poner por encima de todo esperanza en nuestro corazón.
Ven con nosotros, Madre y Virgen de los Dolores, en nuestro caminar, pon esperanza en nuestros pasos, pon en nuestra vida la alegría de la fe.

viernes, 14 de septiembre de 2018

Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, porque por tu santa Cruz redimiste el mundo


‘Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, porque por tu santa Cruz redimiste el mundo’

Números 21, 4b-9; Sal 77; Juan 3, 13-17

‘Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, porque por tu santa Cruz redimiste el mundo’ es una de las antífonas o responsorios que nos ofrece la liturgia en este día.  Hoy celebra la Iglesia la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, que normalmente en nuestros pueblos y comunidades es una fiesta de Cristo crucificado o Cristo abrazado triunfante a la Cruz como lo es en mi pueblo de Tacoronte.
Popularmente el día de la cruz lo celebramos en todas partes el 3 de Mayor, por cuanto había anteriormente en la liturgia la fiesta de la Invención de la Santa Cruz, como celebración del día en que fue encontrada por santa Elena la Cruz de Jesús en lo que es hoy la basílica del Santo Sepulcro en Jerusalén. Pero la solemnidad litúrgica de la Cruz la tenemos en este día del 14 de septiembre.
¿Es importante para nosotros la celebración de la santa Cruz? Para quienes nos miren de fuera desde posturas no creyentes y no cristianas, podría parecer un sin sentido el que celebremos un instrumento de suplicio y de muerte. Para nosotros es un camino de vida, porque os recuerda la entrega de Jesús que por amor se dio por nosotros hasta la muerte de Cruz. Para nosotros es signo de vida y de victoria, porque la muerte de Jesús no fue una derrota sino la victoria sobre la muerte y el pecado. Ahí se consumó la obra de nuestra salvación. Por amor Jesús se entregó hasta la muerte más ignominiosa para darnos vida.
En la cruz nosotros los cristianos vemos derrotada la muerte; en la cruz signo de sufrimiento, que recoge todos los sufrimientos de la humanidad encontramos el camino de la vida, porque en la cruz – no en una cruz cualquiera sino en la cruz de Jesús – vemos nosotros brillar el amor. En la hora de la muerte de Jesús parecía que las tinieblas rodeaban toda la tierra, pero podríamos decir que era para que brillara la nueva luz, la luz verdadera que en Jesús íbamos a encontrar.
Cuando nosotros miramos la cruz de Jesús estamos recogiendo en esa mirada todas las cruces de la tierra y veremos envueltas todas esas cruces en el amor. Cuando no hay una mirada de fe la cruz se nos convierte en un tormento porque ahí estemos reflejando todos los que son nuestros sufrimientos. Y enfrentarnos al dolor, sea cual sea, nos es costoso, nos es duro de asumir, se convierte incluso nuestra vida envuelta en el dolor en un sin sentido porque estamos creados para la vida y vivir en plenitud se convierte en el valor mas preciado que da verdadero sentido a nuestra existencia. Por eso es tan duro el vivir envueltos en el dolor.
También Jesús, antes de comenzar su pasión, sabiendo El a donde la iba a conducir, gritaba al Padre ‘que pase de mi este cáliz’. Pero la mirada de Jesús iba más allá, obediente al Padre encontraba el sentido del amor. Normalmente resumimos las tentaciones Jesús en aquellas que sufrió allá en el desierto antes de comenzar su vida pública. Pero una lectura atenta del evangelio nos hará otros distintos momentos de tentación, de miedo incluso ante lo que significaba su entrega, ante el sufrimiento. Uno de esos momentos es el de Getsemaní. Pero allí prevaleció el triunfo del amor. Todo aquel cáliz que era su cruz encontraría sentido en el amor. Por eso en el momento culminante se pondrá una vez más en las manos del Padre. ‘En tus manos pongo – entrego – mi espíritu’.
Es lo que en este día tenemos que aprender. Vamos a poner todas nuestras cruces, todas las cruces de toda la humanidad, junto a la cruz de Jesús, para encontrarle el sentido del amor, para hacer la ofrenda del amor.
Hoy miramos a la cruz y a Jesús crucificado en ella y podemos hacer la mejor confesión de fe. No es solo lo que aquel centurión llegó a intuir para proclamar que aquel que moría en la cruz era un hombre justo e inocente. Nosotros contemplándolo en la cruz podemos decir Jesús es el Señor. ‘Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, porque por tu santa Cruz redimiste el mundo’.

jueves, 13 de septiembre de 2018

Queremos amar con un amor auténtico para hacer entrar a nuestro mundo en la nueva dimensión del amor que nos enseña Jesús


Queremos amar con un amor auténtico para hacer entrar a nuestro mundo en la nueva dimensión del amor que nos enseña Jesús

1Corintios 8, lb -7. 11-13; Sal 138; Lucas 6, 27-38

Alguna vez lo he comentado. En los perfiles que ponemos en las redes sociales para darnos a conocer queriendo hablar bien de uno mismo hay una particularidad que aparece con mucha frecuencia para definirnos a nosotros mismos, ‘soy amigo de mis amigos’. Y yo me pregunto y ¿qué tiene eso de particular? Mal amigo serías que no fueras amigo de tus amigos. De alguna manera quizás lo que estas queriendo decir es que te encierras en el circulo de tus amigos y de ahí no quieres salir.
Hago referencia a esto que, repito, es hoy hay común en las redes sociales porque de alguna manera determina las actitudes que tenemos ante la vida aunque vayamos pregonando mucho de amistad y utilicemos como una cantinela la palabra amor. Se nos puede volver en un amor egoísta, que ya no sería amor; seria un amor interesado porque amo a alguien por es bueno conmigo o me reporta algún beneficio, pero a la larga vamos poniendo barreras, nos encerramos en exclusivismos, discriminamos a quien no nos puede caer bien, y apartamos de un plumazo a quien en algún momento consciente o inconscientemente nos haya podido molestar.
El amor del que nos habla Cristo tiene otra dimensión, tiene que ser un amor más universal, no puede ser un amor que discrimine, tiene que ir rompiendo murallas para lograr que todos podamos acercarnos los unos a los otros. Es difícil. Cuesta. Tenemos nuestro orgullo y nuestro amor propio. Nos cuesta mucho aceptar al otro. Pero es que lo otro lo hace cualquiera. Nuestro distintivo tiene sus exigencias.
Por eso nos habla hoy Jesús del amor a los enemigos, a los que nos hayan podido hacer daño o nos hayan ofendido porque siempre tiene que estar presente el perdón para que haya verdadero amor. Si amamos a los que nos aman, qué merito tenemos nos viene a preguntar Jesús. Eso lo hace cualquiera.
Pero este mandato de Jesús no olvida que es algo que nos pueda costar, porque nos está diciendo que solo lo podemos hacer con la fuerza y la gracia que El nos da. Por eso  no pide que recemos por los que nos hayan ofendido, porque cuando somos capaces de orar por alguien es porque de alguna manera nos estamos poniendo en la orbita del amor y en esa orbita estamos poniendo a aquel por quien rezamos.
Por eso nos dice tajantemente: ‘Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos’¿Qué razones tenemos para amar? Simplemente amar. Amamos porque nos damos, amamos porque hay generosidad en nuestro corazón, amamos porque queremos hacer el bien. No buscamos premios ni recompensas, no amamos por interés, no amamos simplemente buscando ser correspondidos, no amamos porque nos amen. Simplemente amamos.
Y amamos porque somos hijos de Dios; amamos porque nos sentimos amados de Dios. Amamos porque queremos imitar en el amor de Dios. Por eso nos dice: ‘Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante’.
El modelo lo tenemos en Dios y no juzgamos, y no condenamos, y siempre perdonamos, y somos generosos porque así es el amor. No es, pues, solo soy amigo de mis amigos, sino que mi corazón siempre está abierto con generosidad universal porque estamos dispuestos a aceptar y a perdonar, porque estamos dispuestos a perdonar para hacer entrar en nuestro mundo en esa nueva dimensión del amor.

miércoles, 12 de septiembre de 2018

No es la ambición o el deseo de poseer cosas lo que verdaderamente nos hará feliz sino que hemos de saber encontrar lo que desde el amor nos dará plenitud


No es la ambición o el deseo de poseer cosas lo que verdaderamente nos hará feliz sino que hemos de saber encontrar lo que desde el amor nos dará plenitud

1Corintios 7,25-31; Sal 44; Lucas 6,20-26

¿A quienes solemos tener como las personas más dichosas, más felices en la vida? Pensemos, por ejemplo, en cuáles son nuestros sueños, como nos gustaría vivir, qué nos gustaría tener. Con ojos envidiosos quizá miramos a los que nos parecen ricos y felices porque todo lo tienen, porque pueden disponer de lo que se les antoje, que pasan su vida, al menos nos parece, entre fiestas y diversiones, como se suele decir, pasándoselo bien; nos parece que porque pueden disponer de lo que quieran nunca van a sufrir ni llorar por carencias u otros problemas que les puedan sobrevenir, porque con lo que tienen creen que se lo pueden solucionar todo y ahí está la felicidad.
Pero, ¿está ahí la verdadera felicidad? ¿Es cierto que los que viven así son totalmente felices, o acaso es un espejismo que se nos presenta como una tentación ante nuestros ojos porque quizá no disponemos nosotros de tantas cosas? Eso ansiamos a veces pero ¿eso será lo que verdaderamente nos va a llenar por dentro? Porque quizá tendríamos que comenzar a pensar que la felicidad no es una cosa externa, sino que tendrá que ser algo que nos nazca de nuestro interior, algo que llevemos dentro, algo que dé verdadera profundidad a nuestra vida.
Cuando escuchamos el evangelio de hoy, sobre todo en esta forma tan cruda con que san Lucas nos habla de las bienaventuranzas que propone Jesús, nos puede parecer una paradoja. Tajantemente dice Lucas que los pobres, los que tienen hambre, los que lloran, o los que son perseguidos serán dichosos y felices; por el contra los ricos y los que lo tienen todo, los que siempre están riendo y de fiesta y se lo pasan a lo grande, o son bien considerados por todos, esos merecen la lástima de Jesús. Una paradoja viendo lo que son nuestros sueños e ilusiones. Pero ahí está el evangelio, la palabra de Jesús.
Nos es difícil y nos cuesta entender. Queremos suavizar la cosa o darnos explicaciones, pero ésas son las palabras de Jesús. Y es que no es la ambición o el deseo de poseer cosas lo que verdaderamente nos hará felices, porque si en la vida lo que hacemos es siempre dejarnos arrastrar por las ambiciones nunca acabaremos, nunca nos sentiremos totalmente satisfechos, nunca vamos a sentir paz dentro de nosotros.
Pero aquel que asume su vida en su condición, aunque por supuesto no puede dejar de luchar por algo mejor, es el que comienza a encontrar satisfacción en su propia vida, alegría en las cosas pequeñas, y las pequeñas cosas y los pequeños gestos que nos podamos tener los unos con los otros serán los que nos harán felices.
El pobre será siempre desprendido y sabe poner generosidad en su vida porque desde su propia necesidad comprende la necesidad o el sufrimiento de los demás y siempre estará dispuesto a compartir, a hacer lo posible por ayudar a los demás y eso será un gozo que nadie podrá quitar de su corazón.
Por eso al que llora en su sufrimiento encontrará el más feliz consuelo cuando es capaz de ponerse a consolar a los demás. Sabrá encontrar lo que verdaderamente saciará su vida, la llenará de sentido y le dará profundidad porque sabrá poner amor, sabrá ser generoso en su corazón, sabrá ser verdaderamente compasivo porque padecerá con el otro, hará suyo el sufrimiento del otro, y por el otro estará siempre dispuesto a hacer lo que sea.
El que se siente lleno y saciado simplemente en la posesión de las cosas no sabrá lo que es compadecerse o hacer suyo el sufrimiento de los demás porque siempre estará pensando solo en si mismo. ¡Ay del que se endiosa así en la vida desde su ego, desde su yo egoísta, porque un día se va a encontrar solo y no hay peor tristeza que esa soledad del que sabe que nadie se acuerda de él!
No se agota aquí el mensaje que hoy nos deja el evangelio, pero quedémonos al menos con esta reflexión no temiendo que algunos no nos entiendan cuando queremos vivir el mensaje de Jesús.

martes, 11 de septiembre de 2018

Sepamos hacer ese silencio interior, encontrar esa serenidad espiritual para llenarnos de su paz, para escuchar a Dios en nuestro corazón y crecer en nuestra espiritualidad


Sepamos hacer ese silencio interior, encontrar esa serenidad espiritual para llenarnos de su paz, para escuchar a Dios en nuestro corazón y crecer en nuestra espiritualidad

1Corintios 6, 1-11; Sal 149; Lucas 6, 12-19

Había pasado la noche orando a solas en la montaña. Soledad, silencio, encuentro con el Padre. Era consciente de la misión que había recibido del Padre y a El estaba unido. Más tarde nos dirá que El no hace sino las obras del Padre y el que le ve a El ve al Padre. Hoy le contemplamos en esos momentos intensos de unión con Dios.
Ahora el evangelio nos habla de la elección de los doce apóstoles, pero también del cumplimiento de su misión. En torno a El se congregan gentes venidas de todos los lugares porque quieren escucharle y se sienten transformados por la presencia y la palabra de Jesús. Nos dice que venían con sus dolencias, con sus enfermedades, con todo lo sufrían en su espíritu y en sus cuerpos doloridos y cansados. En Jesús por su palabra se sienten transformados. Son los signos del Reino de Dios que se va manifestando.
Pero es importante ese primer momento que nos ha hablado de su soledad en la montaña, de su silencio, de su momento intenso de oración. Creo que es algo en lo que hemos de detérgenos a considerar.
Humanamente cuando queremos emprender una tarea nos lo pensamos bien. No es aquello de simplemente obrar por impulsos de un momento, a lo que salga, sino que de una forma madura hemos de plantearnos las cosas de la vida. Y para eso necesitamos tiempo de reflexión, tiempo si queremos llamarlo así de silencio interior donde nos planteemos las cosas y las rumiemos bien antes de comenzar. Analizamos posibilidades, analizamos nuestra capacidad, analizamos los medios con los que contamos, tratamos de discernir la conveniencia o no de aquello que vamos a emprender. 
Eso que realizamos como de una forma natural en cualquiera de nuestras actividades humanas, luego quizá en el camino de nuestra vida cristiana parece que no le damos tanta importancia. Así nos encontramos tantas veces desmotivados en nuestros compromisos por la comunidad o con la comunidad, con tanta tibieza en nuestra vida espiritual, dejándonos arrastrar por una rutina donde no nos vemos crecer en nuestra espiritualidad, envueltos en nuestras debilidades y torpezas de las que no sabemos cómo salir.
¿Dónde están esos momentos o esos tiempos de silencio interior? ¿Dónde está la intensidad de nuestra oración, de nuestra reflexión, de nuestra escucha interior de la Palabra de Dios para rumiarla, para hacerla vida nuestra? Decimos que rezamos pero nuestra oración no es intensa; nos contentamos con unas prácticas religiosas muchas veces vividas rutinariamente sin darle una verdadera profundidad espiritual a nuestra vida; rezamos pero no terminamos de sintonizar verdaderamente con Dios en nuestro corazón.
No podemos vivir tan superficialmente en lo espiritual. Agobiados por las carreras de la vida de la misma manera queremos vivir esos momentos de oración que tenemos cada día, pero al encuentro con Dios no podemos ir con prisas. Hemos de saber reposar en Dios, detenernos lo suficiente para sentir, vivir y gustar de su presencia y de su amor. Hemos de saber hacer ese silencio para que podamos escuchar el susurro de su Palabra en nuestro corazón porque aturdidos por tantos ruidos de la vida no llegará entonces su Palabra hasta nosotros.
Sepamos hacer ese silencio, encontrar esa serenidad interior para llenarnos de su paz, para escucharle en nuestro corazón y crecer en nuestra espiritualidad. Así surgirá todo el compromiso de nuestra vida cristiana.

lunes, 10 de septiembre de 2018

Hagamos que cualquier función que desempeñemos esté siempre en función del bien de la persona para llenar de más humanidad la vida y el mundo


Hagamos que cualquier función que desempeñemos esté siempre en función del bien de la persona para llenar de más humanidad la vida y el mundo

1Corintios 5,1-8; Sal 5; Lucas 6,6-11

Ya no es hora, ya se pasó del horario, así que no puedo atenderte, ven mañana. Y por mucho que supliquemos aquel funcionario, aquella persona tras el mostrador de la oficina, o tras la mesa de su despacho no  hay quien la convenza, por mucho que le digamos no nos va a atender. Nos habrá sucedido, o habremos escuchado hechos semejantes. A esto, claro, podemos unir las miles de exigencias y burocracias con que llenamos nuestras relaciones en estos ámbitos en que llegamos a dejar de cuidar de verdad a la persona.
Respetamos, por supuesto, el trabajo de cada uno, sus horarios y su derecho también al descanso, pero reconozcamos que muchas veces somos inhumanos, prima más un horario, un reglamento, nuestras cosas persónale que la necesidad quizás de una persona para que le atiendan o le resuelvan un problema. ¿Qué es lo que priva más? ¿Qué es lo más importante? ¿El reglamento, unas normas, unas exigencias burocráticas o la persona? ¿Un horario o el sufrimiento de alguien? ¿El interés por servir a la persona o mis intereses personales? Queden ahí las preguntas, porque nos puede suceder en negativo, en que seamos quienes lo suframos, o pudiera suceder del otro lado en las actitudes o posturas de nuestra parte.
Este hecho o situación humana que nos puede suceder de una forma o de otra me lo trae a la memoria lo que hoy nos cuenta el evangelio. Es bueno que nos fijemos en nuestras situaciones humanas, en las posturas que nosotros vamos tomando en la vida porque algunas veces no estamos tan distantes de lo que criticamos de otros, o las situaciones que nos propone el evangelio de hechos acaecidos en el entorno de Jesús y el mundo judío en que se desarrolla el evangelio.
Era sábado, Jesús había ido a la Sinagoga donde solía enseñar aprovechando el encuentro de la gente y la lectura de la ley y los profetas que allí siempre se hacia para la oración y la adoración del sábado. En esta ocasión le están acechando los escribas y fariseos y entre la gente que había en la sinagoga para la oración había un hombre con su mano paralizada. Ya sabían cual era el estilo del corazón de Cristo, que donde había sufrimiento aparecía el amor y la compasión. Por eso le acechan a ver qué hace, siendo sábado que no se podía trabajar.
Y ahí viene la pregunta que Jesús les hace. Os voy a hacer una pregunta, les dice, ¿Qué está permitido en sábado, hacer el bien o el mal, salvar a uno o dejarlo morir?’ la ley sabática en su origen para motivar a que la gente dedicara ese día para Dios, al mismo tiempo que les sirviera de descanso evitando todo tipo de esclavitud en el trabajo, prohibía hacer trabajo alguno en el día del Señor.  Pero de ahí viene la pregunta de Jesús, ¿no se puede curar? Porque es sábado ¿tenemos que dejar a alguien en su sufrimiento sin que se le pueda hacer nada para remediar su dolor?
Había una cosa buena en imponer el descanso evitando así cualquier tipo de esclavitud o dominio de la persona, y además para dedicarlo al culto al Señor, pero ¿no se podía hacer también algo mejor como era el curar o atender a alguien en su sufrimiento? Pero los fariseos muy estrictos y minuciosos habían impuesto miles de normas y reglamentos para mantener ese estricto cumplimiento de la ley que hasta les volvía inhumanos.
Nos puede valer esta consideración para muchas cosas de nuestra vida, para esas nuevas actitudes que tendría que haber siempre en nuestros corazones que nos llenaran de humanidad e hicieran más humanas nuestras relaciones y nuestro mundo. Cuidado que cosas así nos sucedan también en el ámbito de nuestra Iglesia. Y en aquellas situaciones que mencionábamos al principio de esta reflexión hemos de saber poner más humanidad.

domingo, 9 de septiembre de 2018

Tenemos que aprender a despojarnos de miedos y desconfianzas para acercarnos con el Espíritu de Jesús a cuantos tenemos en las periferias de la vida y no queremos ver


Tenemos que aprender a despojarnos de miedos y desconfianzas para acercarnos con el Espíritu de Jesús a cuantos tenemos en las periferias de la vida y no queremos ver

Isaías 35, 4-7ª; Sal. 145; Santiago 2, 1-5; Marcos 7, 31-37
Confieso que hay ocasiones en que me siento un poco perplejo y me pregunto cuales son nuestros valores o por donde llevamos nuestro mundo y nuestra sociedad. Se proclaman fácilmente valores humanos, hablamos de derechos y de libertades, pareciera que entramos en una honda, por decirlo de alguna manera, de respeto y de valoración de las personas, nos encontramos grupos muy sensibilizados en estas cuestiones, pero al mismo tiempo parece que cuando nos tocan nuestros intereses – y aquí en lo de intereses pueden caber muchas cosas – reaccionamos olvidando mucho de lo dicho, nos aparecen resabios de insolidaridad y de orgullos y hasta comenzamos a querer cerrar fronteras poniendo todo tipo de dificultades.
En nuestro mundo occidental, en nuestro entorno del Mediterráneo se están viviendo, es cierto situaciones difíciles, alarmantes incluso donde está apareciendo tanta miseria en nuestra humanidad, aunque también en otras zonas de nuestro mundo – pensemos en América latina - se viven situaciones similares.
El fenómeno emigratorio está en momentos de mucha intensidad, es algo candente, bien nos duele escuchar noticias de cuantas vidas se pierden queriendo atravesar el Mediterráneo en búsqueda de una vida mejor en Europa, y aun así siguen llegando a nuestras costas miles y miles de personas que llamamos ilegales por aquello de los papeles, y en nuestras ciudades es normal encontrarnos con personas procedentes de otros lugares, y no ya por turismo.
Afloran sentimientos de humanidad, es cierto, aunque bien sabemos de tantas reticencias en muchos ambientes y hasta del miedo que nos quieren meter algunos por esta invasión de personas de otros lugares.
Y es ahí en donde en cierto modo me quedo perplejo, en una cultura como la nuestra, en unas raíces cristianas como tiene nuestra sociedad, en un recuerdo que tendríamos que hacer de cuando nuestros padres o nuestros vecinos y en tiempos no tan lejanos también tuvieron que emigrar – emigraciones interiores de un lugar a otro del mismo país o emigraciones hacia fuera -  buscando una mejor vida. ¿Por qué reaccionamos así con tantas reticencias y miedos en tantas ocasiones? ¿Por qué esas desconfianzas?
Con este fondo quiero hacer hoy la lectura del evangelio que se nos ofrece en este domingo. Se nos habla que Jesús venía de la Fenicia pagana, de Tiro y de Sidón en cuyas cercanías había andado, y ahora caminaba por la Decápolis medio adentrándose en lo que hoy seria Siria o norte de Jordania que era una región pagana. Ya sabemos cuales eran las actitudes que los judíos tenían hacia lo gentiles con los que no querían ni mezclarse.
Y es por ahí, por esas regiones periféricas por donde ahora camina Jesús y hasta le veremos hacer milagros. Allí cura a aquel sordomudo con todos aquellos gestos que realiza que son bien significativos. No se queda Jesús solo con las ovejas de Israel sino que le estamos viendo ir en búsqueda de otras ovejas, aunque sea en aquellos lugares que los judíos consideraban malditos.
Es todo un signo que nos quiere manifestar Jesús. un signo que hemos de saber leer en esas situaciones que antes mencionábamos y también escuchar desde lo que nos dice el Papa de que no nos podemos quedar encerrados solo en los que consideramos nuestros sino que hemos de saber salir a las periferias. Pienso en el momento en que se quiere estar viviendo en nuestra Diócesis, donde estamos hablando de una Iglesia en salida.
¿Somos en verdad esa Iglesia en salida? ¿A dónde estamos yendo? Podemos seguir pensando en mundos lejanos, podemos seguir pensando en misiones en lugares de los infieles en lenguaje que tanto hemos utilizado, pero, ¿dónde están esas periferias? Creo que tendríamos que darnos cuenta que no tenemos que ir muy lejos. Y podemos pensar en las bolsas de pobreza que nos rodean con tantos y tantos que vamos marginando de nuestra sociedad con tantas desconfianzas con las que llenamos nuestro corazón, pero ¿no podemos pensar también en esa situación difícil que decíamos antes que estamos viviendo, y entonces comenzar a mirar y ver a todos esos que nos llegan? Sí, comencemos a mirar y a ver. Porque ni miramos ni queremos ver.
Jesús no solo caminaba por aquella región sino que se acercó allí donde estaba el sufrimiento de aquella gente. Es significativo el encuentro con aquel sordomudo. Le piden que le imponga las manos, pero Jesús se lo lleva aparte; es como entrar en una comunicación distinta. Jesús le impone las manos, pero toca los sentidos discapacitados, porque así quiere llegar Jesús hasta la persona, es como una relación interpersonal; le mete los dedos en los oídos, le toca con la saliva la lengua. Y allí está la acción de Dios, mirando al cielo suspiró y le dijo ‘Effetá (ábrete)’ y se les abrieron los oídos y se le soltó la lengua.
Unos gestos de Jesús de cercanía, de contar con la persona, de hacer sentir con su mano el calor de la vida y del amor. Y vemos a los que se nos acercan y quizás terminamos desviando la mirada; y sentimos la presencia de alguien que nos parece distinto y tratamos de acomodarnos bien como si tuviéramos miedo de acercarnos; queremos quizás responder al saludo que nos hacen y no nos salen las palabras y nos quedamos solo en una inclinación de la cabeza; y quizá conmovido nuestro corazón queremos compartir algo con quien nos mira o nos tiende la mano y simplemente lo depositamos en la cesta que está a los pies como si temiéramos tocarle con nuestra mano. Cuántos gestos tenemos que revisar, cuantos miedos y desconfianzas tenemos que quitar, cuantas formar nuevas tenemos que realizar.
Y estoy reflexionando y compartiendo todo esto que me dice hoy el evangelio y aun sigo en mi perplejidad. Pero no es por los otros, es por mi mismo, porque aunque quiero escuchar todo esto en mi corazón, todavía sigo reticente porque no termino de dar los pasos que tendría que dar, todavía quizás siguen aflorando en mi interior mis cobardías y mi indecisión.
Pido al Señor que me ayude a transformar mi corazón, que toque mis oídos para que oiga bien, que toque mis labios y mi lengua para que comience a relacionarme de forma distinta, que toque mis manos y mis pies para que se suelten de mis miedos y vaya al encuentro del otro sea quien sea; que sienta yo el calor del amor de Dios en mi vida, pero que sepa llevar ese calor del amor a cuantos me rodean.