jueves, 13 de marzo de 2014

Que el Espíritu divino nos de sabiduría para que sepamos hacer la más humilde, confiada y amorosa oración



Que el Espíritu divino nos de sabiduría para que sepamos hacer la más humilde, confiada y amorosa oración

Esther, 14, 1.3-5.12-14; Sal. 137; Mt. 7,7-12
‘Cuando te invoqué, me escuchaste, Señor…’ repetimos en forma responsorial en el salmo. ¿Hemos saboreado estas palabras? Encierran en sí mismas un deje de gratitud al Señor. Es como recordar que habíamos vivido momentos de aflicción, de pena, de dolor y habíamos acudido al Señor y el Señor nos había escuchado. Es como un gozo que sentimos en el alma, un gozo agradecido. Por eso el salmista iba diciendo ‘te doy gracias, Señor, de todo corazón… daré gracias a tu nombre, por  tu misericordia y tu lealtad… cuando te invoqué me escuchaste y acreciste - hiciste grande, me sentí de nuevo fuerte - el valor en mi alma’.
Es la oración del salmista del Antiguo Testamento que nos puede recordar la oración de la Reina Esther, que hemos escuchado en la primera lectura; pero es lo que nos enseña Jesús sobre la oración. Una vez más nos habla de la oración; ahora nos enseña lo constantes que hemos de ser en nuestra oración y la seguridad que podemos tener en que siempre el Señor nos escucha.
‘Pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le abre’. Qué confianza y seguridad nos da el Señor. No nos dice pedid y vamos a ver si recibís algo, llamad a ver si os abren, busquen a ver si encuentran algo. No hay nada de condicional; es una afirmación. Y ¿por qué esa seguridad y confianza? ¿por qué esa afirmación tan rotunda? ‘Si vosotros que sois malos,  sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre del cielo dará cosas buenas a los que le piden?’
Así tenemos que acudir al Señor desde nuestras angustias y tribulaciones, desde nuestros sufrimientos o nuestras necesidades, o simplemente desde sentirnos en esa condición de hijos amados de Dios, y ¿a quien vamos a acudir sino a quien sabemos que es nuestro Padre bueno que nos ama y nunca nos deja desamparados? Nuestro Padre del cielo siempre nos dará cosas buenas; nuestro Padre del cielo siempre está junto a nosotros con su gracia para hacernos fuertes en los momentos malos o de tentación por los que estemos pasando, para ser nuestra luz en los momentos oscuros de la duda o de los temores.
Pero como decíamos ahí tenemos una hermosa oración en lo que se nos ofrece en la primera lectura. La reina Esther estaba en medio de una gran tribulación porque su pueblo, el pueblo de Israel al que ella pertenecía estaba condenado a desaparecer.  Ella por su cercanía del rey puede ser intercesora a favor de su pueblo, pero es difícil y peligroso que se pueda acercar al rey sin ser llamada. Pero ella pone toda su confianza en el Señor. Y además de hacer que todo el pueblo haga ayuno y oraciones a Dios, ella misma se prepara con su oración al Señor poniéndose  en sus manos. Es la oración que nos ofrece la primera lectura.
Modelo de oración llena de humildad, pero al mismo tiempo de una alabanza y pura acción de gracias hacia Dios con la mejor de sus oraciones. No va a exigir, humildemente se va a poner ante el Señor para que le inspire palabras y le dé fortaleza en el momento de presentarse ante el rey. Comienza su oración reconociendo que su único rey es el Señor. Hermosa confesión de fe para comenzar su oración, como tantas veces hemos dicho que no tengamos prisa por comenzar a hacerle el listado de nuestras peticiones al Señor. Centrémonos en el Señor, confesemos nuestra fe y nuestro amor, manifestemos cómo hemos puesto en el Señor toda nuestra confianza y nuestra esperanza.
Hay algo más en esta humilde y grandiosa oración. Sabe que no es digna de estar delante del Señor, siente que ella y su pueblo han pecado, pero se acogen a la bondad y a la misericordia del Señor, recordando las maravillas que el Señor ha obrado a través de los tiempos con su pueblo. Por eso sigue confiando en la protección y en la ayuda del Señor. Siente sobre ella y sobre su pueblo el amor de Dios que nunca le faltará.
Muchas más cosas podríamos subrayar. Pero preguntémonos, ¿es así nuestra oración? ¿Acudimos a Dios con esa confianza pero también con esa humildad? Que el Espíritu divino inunde de su sabiduría nuestro corazón para que sepamos hacer la más humilde, confiada y amorosa oración.

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