sábado, 18 de mayo de 2013


Ven, Espíritu divino, inflama nuestra vida con la llama de tu amor

Hechos, 28, 16-20.30-31; Sal. 10; Jn. 21, 20-25
Lo que escuchamos en este texto es el final del evangelio de san Juan. Hace una referencia a Juan que seguía de cerca la conversación de Pedro con Jesús - la que escuchábamos ayer - del que  nos dice que era ‘el discípulo a quien Jesús tanto quería’, que ‘en la cena se había apoyado en el pecho de Jesús y le había preguntado, quién era el que lo iba a entregar’.  Y para concluir nos dirá ‘éste es el discípulo que da testimonio de todo esto y lo ha escrito; y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero’.  Y nos habla finalmente de la riqueza de la vida de Jesús ‘muchas otras cosas hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que los libros no cabrían ni en todo el mundo’.
Así concluimos en este último sábado de Pascua el recorrido que hemos venido haciendo en el tiempo pascual tanto del libro de los Hechos de los Apóstoles, como del Evangelio de Juan que hemos leído con especial dedicación. En los Hechos de los Apóstoles hemos concluido con la llegada de Pablo a Roma a donde había sido conducido preso.
Mañana es Pentecostés, la gran celebración de la fiesta del Espíritu Santo. Creo que tendríamos que impregnarnos del espíritu de los Apóstoles que estaban reunidos en el cenáculo en la espera del cumplimiento de Jesús. Como hemos venido haciendo con especial intensidad durante toda esta semana seguimos pidiendo que venga el Espíritu Santo a nuestra vida; que riegue nuestra tierra en sequía, que nos haga arder el corazón con la llama de su amor divino, que despierte nuestro espíritu para que en verdad nos abramos a Dios y nos llenemos de su vida.
Creo que al igual que los apóstoles allá en el Cenáculo hemos de sentir la presencia de María, la Virgen Madre de Dios y Madre nuestra a nuestro lado. Así nos lo contaba el libro de los Hechos de los Apóstoles cuando nos describe quienes estaban allí en Jerusalén siguiendo el mandado de Jesús de esperar la venida del Espíritu Santo que enviaría desde el Padre.
María era la mujer abierta de verdad a Dios que se dejó inundar por el Espíritu de manera que de ella nació el Hijo de Dios. Pero es el Espíritu de Dios la que la va conduciendo siempre por esos caminos de la fe y del amor. Así pudo decir sí a Dios con toda su vida, como lo hizo en Nazaret en la visita del ángel.
Pero fue el Espíritu divino el que la impulsó a ponerse en camino para ir a casa de su prima Isabel. Es el impulso del amor, del servicio, de la generosidad, del darse sin reservarse nada para sí. Cuánto tenemos que aprender de María. Es el Espíritu divino que le hacia tener los ojos abiertos para ver donde estaba la necesidad y el corazón caldeado para poner el amor del servicio y de la entrega.
Igual que el Espíritu Santo había abierto los ojos del corazón a Isabel para reconocer que quien venía a ella era la Madre de su Señor, fue también el Espíritu el que las impulsó a las dos a prorrumpir en cánticos de alabanza al Señor. Que ese mismo Espíritu inunde nuestro corazón para que también desde lo más hondo de nuestra vida surja la más hermosa oración al Señor; es el Espíritu Santo el que inspira nuestras oraciones y nos permite que podamos llamar a Dios Padre, porque es el Espíritu también el que nos ha llenado de la vida de Dios para hacernos hijos de Dios. Es el Espíritu que está en nuestro corazón para que podamos confesar que Jesús es el Señor.
Ni nuestra oración, ni nuestra fe, ni nuestra vida tendría la hondura necesaria si le falta la presencia y la fuerza del Espíritu del Señor. Nos hace profesar nuestra fe pero nos hace comprender con la mayor plenitud todo el misterio de Dios. De la misma manera que por la fuerza del Espíritu es como podremos amar con un amor como el que nos enseña Jesús, como el amor que El no tiene.
De María aprendamos a hacer la mejor oración al Señor. Pidamos con insistencia que venga a nosotros ese Espíritu del amor, ese Espíritu de la Sabiduría divina para comprender todo el misterio de Dios, ese Espíritu que nos llena de la gracia de Dios, ese Espíritu de piedad que nos permite amar a Dios con un amor filial.
Ven, Espíritu divino, inflama nuestras vidas con tu amor.

viernes, 17 de mayo de 2013


Un examen de amor con una carga fuerte de humildad

Hechos, 25, 13-21; Sal. 102; Jn. 21, 15-19
 Un examen de amor con una carga fuerte de humildad. Es lo que hoy contemplamos en el evangelio en este diálogo entre Jesús y Pedro. En otros momentos había pasado una doble prueba de su fe; en una el resultado fue pleno porque hizo una hermosa confesión de fe, pero cuando tuvo que dar la cara y dar testimonio el resultado había sido negativo. Por eso ahora este examen de amor tenía que llevar una fuerte carga de humildad.
Pedro era siempre el primero en responder y en ofrecerse para todo. Ya estaba dispuesto a preparar tres tiendas en lo alto del Tabor porque la experiencia que allí estaba pasando era algo muy hermoso y quería estar allí para siempre, el primero en disfrutar de esa gloria del Señor. Fue el que se adelantó en nombre de los demás cuando Jesús preguntaba que es lo que ellos pensaban de El para hacer aquella hermosa confesión de fe.
En los anuncios que Jesús hacía en el Cenáculo no quería quedarse atrás, quería ir con Jesús a donde fuera o estaba dispuesto a todo por estar con Jesús. ‘Te seguiré adonde quieras… por ti estoy dispuesto a dar la vida’, pero cuando había llegado la prueba del testimonio se había echado para detrás y él no conocía al Maestro ni era de los suyos. Ya se lo había anunciado Jesús y le había dicho que no fuera presuntuoso, que había que templar el espíritu en la oración, pero se había quedado dormido.
Pero Jesús sigue confiando en Pedro, como sigue confiando en nosotros a pesar de tantas debilidades que tenemos y de que también tantas veces lo hemos negado. Resucitado Jesús va al encuentro de los discípulos en el lago y comienza probando la confianza que seguían teniendo en su palabra. Y efectivamente fiados de la palabra del que les hablaba desde la orilla, aunque no sabían bien que era Jesús, habían echado las redes como les pedía el desconocido.
Cuando Pedro se entera de que quien está en la orilla es Jesús de nuevo quiere ser el primero en llegar hasta Jesús y aunque apenas faltaban unos cien metros, se lanza al agua llegar pronto a los pies de Jesús. Ahora ya no se atreve a hablar, ni a hacer preguntas ni a hacer propósitos.
Y Jesús le pregunta por su amor, le pregunta si su amor es grande ‘¿me amas mas que estos?’ En otra ocasión le habría gritado su protesta de amor, pero ahora simplemente le dice ‘Sí, Señor, tú lo sabes, tu sabes que te quiero’. Y la pregunta se repite, para dolor en el corazón de Pedro, una segunda y una tercera vez. ‘Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo’. Tres veces le había negado, tres veces ahora le habla de amor. ¿Se lo estará recordando Jesús? ¿se sentirá Pedro humillado porque reconoce que no había sido en la otra ocasión tan claro ni rotundo con su testimonio? Pero Jesús sigue confiando en él. ‘Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas’, le dice, aunque le anuncia que tendrá que pasar por momentos donde ha de dejarse guiar, dejarse hacer por los demás. ‘Cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras’.
Allí está la fe y está el amor de Pedro; allí está la manifestación de la humildad como para reconocer lo que había sido su debilidad. No podrá ahora Pedro ir presumiendo de valentías y preferencias. Pero allí está la grandeza de seguir dejándose guiar por Jesús. Allí está la maravilla y ya no es que Pedro ame a Jesús, sino que Pedro se sentirá amado de Jesús que sigue confiando en él. Si un día le había prometido que sería la piedra sobre la que se edificara su Iglesia, ahora Jesús sigue confiando en él para que siga siendo esa piedra fundamental, pero para que sea también el pastor que guíe y que alimente a sus ovejas, guíe y alimente al pueblo de Dios a él confiado.
Y nosotros ¿seremos capaces de hacer una profesión de fe así, de hacer una promesa de amor semejante y de dar el testimonio valiente cuando nos pregunten por nuestra fe? Es en lo que nos hace pensar este texto del Evangelio que escuchamos y ahora meditamos. Que crezca nuestra fe. Que nos sintamos envueltos por el amor de Dios para que amemos con su mismo amor. Que resplandezca nuestra vida, que resplandezcan nuestras obras de amor, para que con nuestro testimonio todos puedan dar gloria también al Padre del cielo. Seamos humildes ante el Señor reconociendo también que somos débiles.

jueves, 16 de mayo de 2013


Descienda sobre nosotros el Espíritu de fortaleza y comunión para que el mundo crea

Hechos, 22, 30; 23, 6-11; Sal. 15; Jn. 17, 20-26
‘Para que todos sean uno… para que el mundo crea que Tú me has enviado’. Es la oración que con toda intensidad Jesús hace al Padre en el momento previo a su prendimiento en Getsemaní. La unidad de los que creemos en Jesús que viene a ser motivo fuerte, razón grande para que el mundo crea.
Es una oración que forma parte de alguna manera de su agonía momentos antes de su entrega. Qué importante y necesaria esa unidad. La división de los discípulos provoca incredulidad en quienes nos ven o nos escuchan. Proclamamos un mensaje que perdería credibilidad por el antitestimonio que nosotros daríamos con nuestra desunión. Sigue siendo así hoy. Los que nos ven podrían decir que muy importante no es lo que nosotros les enseñamos o trasmitimos si luego entre nosotros no hay esa verdadera comunión de amor. Porque el evangelio que nosotros les vamos a anunciar, la buena nueva que queremos trasmitirles es el amor de Dios y si nosotros no vivimos en ese amor, será que nosotros le estaríamos dando poca importancia, ¿cómo nos van a creer?
Creo que esto es algo que tendría que preocuparnos seriamente a los que creemos en Jesús. Si de verdad lo seguimos necesariamente tenemos que crear lazos de comunión entre todos; tenemos que amarnos de verdad superando todos los obstáculos que nos puedan aparecer a causa de nuestros egoísmos o nuestros orgullos. Cómo se nos endurece el corazón tantas veces y vamos creando divisiones, enfrentamientos la mayor parte de las veces por cualquier cosilla que si la analizamos sensatamente nos damos cuenta que realmente son minucias; pero son como esas piedrecillas que se nos meten en el calzado y nos molestan y no nos dejan caminar bien. Y claro, los no creyentes que nos ven se preguntarán si de verdad creemos en lo que anunciamos, cuando tan poca importancia le damos luego en la vida a un amor autentico.
Cuando pensamos en esa falta de unidad nos es fácil pensar en las grandes divisiones entre los cristianos en las diferentes Iglesias desde tan diferentes momentos de la historia de la Iglesia pero que se han perpetuado a través de los siglos. Es el gran escándalo de los cristianos y por la unidad de todas las Iglesias tenemos que trabajar y sobre todo tenemos que orar mucho. Pero eso  no puede ser una excusa para no mirar esas otras divisiones, que nos pueden parecen pequeñas, cuando en el seno de nuestras propias comunidades no hay la suficiente unidad y comunión. Es triste que en nuestras pequeñas comunidades cristianas ahí donde hacemos nuestra vida de creyentes de cada día haya esa falta de comunión.
Pero tenemos que aterrizar aún mucho más para darnos cuenta de esa falta de comunión y amor de hermanos que tenemos muchas veces con los que están a nuestro lado, porque no los amamos lo suficiente, porque guardamos nuestras rencillas y rencores en el corazón, o nos movemos muchas veces desde la envidia, la ambición, el orgullo y la insolidaridad.
Estamos en estos días pidiendo con insistencia que venga sobre  nosotros el Espíritu Santo prometido por Jesús que nos enviaría desde el seno del Padre. Es lo que queremos celebrar el próximo domingo con Pentecostés. Pidamos, sí, que descienda sobre nosotros ese espíritu de fortaleza y comunión; y digo fortaleza para que sintamos la fuerza de la gracia del Señor que nos ayuda a superar todas esas cosas que crean división o distanciamiento entre nosotros; con la fuerza del Señor podremos lograr avanzar por esos caminos de comunión, de amor verdadero, de paz, y así seremos un buen testimonio ante el mundo que nos rodea, como nos pide hoy Jesús en el evangelio. Será el Espíritu del Señor quien nos conduzca por caminos de unidad y de comunión. Es uno de los frutos del Espíritu en nuestro corazón que hemos de cultivar.

miércoles, 15 de mayo de 2013


Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad…

Hechos, 20, 28-38; Sal. 67; Jn. 17, 11-19
En estos últimos días de pascua estamos escuchando en el evangelio, en los días en medio de la semana, la llamada oración sacerdotal de Jesús en la última cena. Habríamos comenzado ayer pero por la celebración de fiesta del Apóstol San Matías no lo hicimos.
Repetidamente Jesús en el evangelio nos manifiesta su deseo de estar siempre con nosotros, y nos va enseñando al mismo tiempo cómo nosotros hemos y podemos vivir en El. Al final del Evangelio en la Ascensión nos prometerá, como nos dice el evangelio de san Mateo, que estará siempre con nosotros ‘todos los días hasta el fin del mundo’.
Pero estas palabras que escuchamos estos días en la oración sacerdotal de Jesús en el Cenáculo realmente son palabras consoladoras para los que creemos en El y queremos permanecer unidos a El. Sin ocultarnos que no nos será fácil vivir en medio del mundo testimoniando nuestra fe y queriendo vivir unidos a El porque el mundo no nos aceptará, porque no nos verá como los suyos, nos consuela diciéndonos que ora por nosotros al Padre. ‘Padre Santo: guárdalos en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros’. Esta petición por la unidad de los que creemos en Jesús se repetirá a lo largo de la oración.
Ha pedido para que alcancemos y permanezcamos en la vida eterna que consiste en que conozcamos al Padre como único Dios verdadero y reconozcamos a Jesús, como su enviado. Y ruega Jesús por nosotros para que mantengamos esa fe y podamos alcanzar la vida eterna. Nos habla de cómo cuidaba a los suyos mientras estaba en el mundo, pero ahora que vuelve al Padre no quiere que nadie perezca. Por eso le habíamos escuchado anunciarnos y prometernos la presencia de su Espíritu, que será nuestro guía y nuestra fortaleza, la luz de nuestra vida y nuestra sabiduría, el que estará allá en lo más hondo de nuestro corazón y el que inspirará también nuestra oración al Padre.
Por eso nos dirá que nos habla de todo esto para que no nos falte la alegría más honda de nuestro corazón. Y cómo no la vamos a sentir cuando de tal manera nos sentimos amados por Dios, de qué manera estamos en el corazón de Cristo que inundará nuestro corazón de su gracia y de su vida. ‘Ahora voy a ti, dice en su oración, y digo esto en el mundo, para que ellos mismos tengan mi alegría cumplida’.
No nos podemos sentir solos. Cuando hemos hablado y reflexionado de cómo se sentían los apóstoles y discípulos cuando Jesús les hablaba de su vuelta al Padre, o de cuáles podían ser los sentimientos en el momento de la Ascensión al cielo, hemos ido escuchando las palabras de Jesús asegurándonos su presencia para siempre, como ya hoy también hemos dicho. Para ellos nos enviará su Espíritu; para ello hoy le escuchamos en esta hermosa oración de Cristo sacerdote por sus discípulos.
No nos podemos sentir solos, decíamos, porque viene a nosotros el Espíritu divino que nos consagra y nos santifica. Signo de ello, como tantas veces hemos dicho, la unción que hemos recibido en los sacramentos sobre todo del Bautismo y de la Confirmación. Estamos ungidos, estamos consagrados, estamos llamados a vivir santamente nuestra vida porque teniendo al Espíritu Santo en nosotros nos sentimos santificados con su gracia para vivir con toda fidelidad nuestra fe y nuestro amor.
Lo que ha sido consagrado ya no podrá dedicarse a otra cosa que no sea santa; si hemos sido consagrados desde la unción de nuestro bautismo así ha de ser nuestra vida en consecuencia. Por eso el cristiano lucha por estar siempre alejado del pecado, por no sucumbir en la tentación. No nos faltará la gracia y la fuerza del Espíritu del Señor. Eso viene a significar también esa unción que recibimos, como un escudo protector que nos previene y nos defiende de todo ataque del mal.
‘Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad… por ellos me consagro yo, para que también ellos se consagren en la verdad’. Que sintamos ese escudo de la gracia que nos protege y nos defiende. Que nunca nos alejemos de esa vida de Dios para que todo sea siempre para la gloria del Señor. 

martes, 14 de mayo de 2013


Elegidos con especial predilección de Dios que nos concede su Espíritu

Hechos, 1, 15-17.20-26; Sal. 112; Jn. 15, 9-17
‘No sois vosotros los que me habéis elegido, dice el Señor, soy yo quien os ha elegido y os he destinado para que vayais y deis fruto, y vuestro fruto dure’. La elección es de Dios, es una predileccion de amor.
Celebramos hoy a San Matías, apóstol. No formaba parte del grupo originario de los Doce que el Señor había llamado un día por sus nombres. Pero era de los que seguían a Jesús desde el principio y que había sido testigo también de la resurrección del Señor. recordemos que cuando se habla de las apariciones de Cristo resucitado no solo se habla de los doce, sino también de apariciones a más discípulos que estaban reunidos. Ahora con el fallo de Judas había de ser elegido quien lo sustituyera. Ya hemos escuchado las palabras de Pedro en la lectura de los Hechos de los Apóstoles y de cómo procedieron a su elección y cuales eran, por así decirlo, las condiciones.
Todo esto sucedía mientras estaba el grupo de los apóstoles reunidos en el Cenáculo en la espera del cumplimiento de la promesa de Jesús de enviarles su Espíritu. Jesús les había dicho, como escuchamos el pasado domingo cuando la celebración de la Ascensión, que no se marcharan de la ciudad, que permanecieran en Jerusalén, donde en pocos días serían bautizados con el Espíritu Santo. Allí están reunidos los Once, más discípulos y también María, la madre de Jesús.
Las circunstancias de este año ha hecho que coincida la fiesta de san Matías en la semana qie media entre la celebración de la Ascensión, el pasado domingo, y Pentecostés que celebraremos el próximo domingo. Cuando hoy celebramos la fiesta de este Apóstol asi elegido para formar parte del grupo de los Doce nosotros queremos sentirnos en ese mismo espíritu y deseo, prepararnos también para la celebración de Pentecostés.
Queremos sentir cómo se renueva en nosotros la fuerza del Espíritu Santo, con cuyo sello hemos sido ya marcados desde nuestro bautismo que nos convirtió en templos del Espíritu Santo, y en el Sacramento de la Confirmación en que de manera especial recibimos del don del Espíritu que nos fortalece en nuestro camino de fe y nos convierte en testigos de Jesús ante el mundo.
Esa gracia del Señor que recibimos en el Sacramento de la Confirmación es algo que hemos de renovar y revitalizar en nuestra vida. Es un regalo que nos ha hecho el Señor, por eso decimos gracia, en esa especial elección que El nos hace y nos llama para que estemos junto a El. Nos puede suceder que como fue un Sacramento que recibimos quizá en nuestra niñez o a lo sumo como ahora se hace habitualmente en los inicios de la juventud, puede ser que hasta se nos quede olvidado en el recuerdo y así olvidemos esa gracia que el Señor nos ha regalado.
que comenzar por recordar más ese sacramento que, como es su sentido en el camino de neustra vida de creyentes y seguidores de Jesús, viene a completar esa iniciación cristiana que nos introducía en el camino de la fe y en la pertenencia plena a la Iglesia. Algunas personas, que no valoran lo suficiente este sacramento, lo miran algunas veces como un puro trámite y hasta se preguntan para qué realmente nos sirve. Denota un pensamiento así la pobreza de nuestro espíritu y la pobreza de nuestra vida cristiana y pertenencia eclesial.
Recibir este Sacramento de la Confirmación con el Bautismo y la Eucaristía - son los tres sacramentos de la llamada iniciación cristiana - es lo que nos lleva a la plenitud de nuestro ser cristiano y nuestra pertenencia a la Iglesia. Solo quienes hayan completado debidamente esta iniciación serían los que tendrían, por así decirlo, derecho a la recepción de los otros sacramentos y a ejercer diversos ministerios dentro de la Iglesia. 
Algunos se preguntan por qué me exigen que para poder ser padrino de un sacramento se esté confirmado. Aquí tenemos la razón, solo quien ha completado debidamente su iniciacion en la vida cristiana y pertenencia a la Iglesia podrá con todo sentido y valor acompañar a otros en ese mismo camino, que eso es lo que realmente significa ser padrino, por ejemplo. Quien tiene plenamente el don del Espíritu que se recibe en la Confirmación tendrá la fuerza de la gracia necesaria para ser ese testigo de Jesús luego en el ministerio que ejerza con los demás miembros de la Iglesia. Claro que completar esa iniciaciòn cristiana y recibir en consecuencia el sacramento de la Confirmación no lo podemos ver como un mero trámite sino como un camino hecho de manera consciente y responsable para seguir plenamente a Jesús. Cosa que muchas veces nos falta.
Celebrar Pentecostés como lo vamos a hacer el proximo domingo, es recordar y renovar esa gracia que ya hemos recibido en el Sacramento de la Confirmación; es celebrar y dar gracias a Dios por el don que nos ha hecho cuando hemos recibido su Espíritu. Y todo eso, como decíamos, por ese especial amor que el Señor nos tiene que así nos ha elegido.

lunes, 13 de mayo de 2013


Una auténtica confesión de fe en el Espíritu Santo

Hechos, 19, 1-8; Sal. 67; Jn. 16, 29-33
Estamos en el tercer viaje de san Pablo, y tras atravesar toda la meseta de Asia Menor llega a Éfeso, una ciudad muy importante en el mundo antiguo grecorromano por su cultura y por sus riquezas. Allí había estado Apolo, del que escuchamos hablar en días anteriores que ahora había marchado a Corinto.
Ahora cuando Pablo pregunta al grupo de discípulos que se encuentra en Éfeso si han recibido el Espíritu Santo, ni siquiera han oído hablar del Espíritu Santo. Ellos solo habían recibido el bautismo de Juan, que solo era un primer signo de conversión como preparación para el que había de venir, como preparación para la llegada de Jesús. Aquellos discípulos de Éfeso no habían llegado a ese momento de la conversión. Y sucede algo semejante a lo que le sucedió a Apolo que aunque hablaba de Jesús sin conocer plenamente a Jesús como para convertirse a El. Es la tarea que Pablo ahora realizará con aquellos discípulos de Éfeso hasta llegar al Bautismo. Cuando son bautizados ‘bajó sobre ellos el Espíritu Santo y se pusieron a hablar en lenguas y a profetizar’.
Seguimos haciendo el recorrido de los viajes de Pablo y contemplando su intensa tarea evangelizadora. Poco a poco se irá propagando el Evangelio por la fuerza del Espíritu que es el que conduce a la Iglesia, el que está en el corazón de aquellos apóstoles y misioneros para sentir su fuerza para la obra que han de realizar.
Esta acción del Espíritu en la vida de la Iglesia nos viene muy bien el considerarla, el reflexionar sobre ello; por una parte en esta última semana de Pascua, en las vísperas ya de la celebración de Pentecostés, que nos ayude a prepararnos debidamente para esa gran fiesta del Espíritu que vamos a celebrar. Y por otra parte para que seamos en verdad conscientes de quien es el que guía la vida de la Iglesia.
Hay varias tentaciones que nosotros podemos sufrir también. La primera, por empezar por alguna parte, el que no demos importancia a la acción del Espíritu en nuestra propia vida, porque quizá tengamos un gran desconocimiento sobre el Espíritu Santo. Damos por sentado que lo conocemos, cuando recitamos el credo para profesar nuestra fe, por supuesto hacemos mención del Espíritu Santo, pero para nosotros, como lo fue para aquellos discípulos de Éfeso, sea también el gran desconocido.
A lo más, como le sucede a algunos se les puede quedar en una devoción más para personas piadosas que igual que le tienen devoción a una determinada imagen de la Virgen o a cualquier santo, ahora, podríamos decir, está de moda también tener devoción al Espíritu Santo. Iremos reflexionando estos días preparatorios a Pentecostés sobre ello.
Y por otra parte en referencia a la acción del Espíritu en la vida de la Iglesia, nos sucede algo parecido. Muchas veces nos hacemos nuestros juicios sobre lo que sucede en la Iglesia o lo que es la vida de la Iglesia, y parece que anduviésemos con parámetros no solo demasiado humanos sino cargados hasta de unos tintes de interés político. Así incluso cuando se hablaba de la elección del nuevo Papa ahora recientemente, para muchos carentes de fe, y de una verdadera fe con sentido eclesial, les podría parece que la elección del Papa era como una carrera electoral a la manera de lo que es la vida política.
Es cierto que la Iglesia está constituida por hombres, pero siempre con ojos de fe tenemos que ver todo lo que sucede a la Iglesia y es ahí donde tenemos que saber descubrir la acción de Dios, la guía del Espíritu Santo que es el que verdaderamente conduce la vida de la Iglesia, aunque se valga de nosotros los hombres.
Volvemos a repetir lo que decíamos; que no nos suceda como a aquellos discípulos de Éfeso que decían a la pregunta de Pablo: ‘Ni siquiera hemos oído hablar de un Espíritu Santo’. No olvidemos el credo de nuestra fe: ‘creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo y que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas…’ Que sea auténtica nuestra confesión de fe y en este año de la fe en que estamos nos sirva para una renovación de esa confesión de fe y en una profundización en todo el misterio del Espíritu Santo.

domingo, 12 de mayo de 2013


La Ascensión, fiesta grande de esperanza que nos hace testigos de una presencia nueva de Cristo entre nosotros

Hechos, 1, 1-11; Sal. 46; Hebreos, 9, 24-28; 10, 19-23; Lc. 24, 46-53
Hemos escuchado el relato que nos hace san Lucas tanto en los Hechos de los Apóstoles como en el evangelio de la Ascensión del Señor. Con gozo grande estamos hoy celebrando la gloria del Señor. También quizá nosotros como los apóstoles en el Monte de los Olivos nos hemos quedado extasiados contemplando su vuelta al Padre, como lo había anunciado repetidamente en la última cena.
‘Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?’, fue el grito que les hacía volver en sí de su ensimismamiento de aquellos dos hombres vestidos de blanco que de repente se presentaron ante ellos. Pero quizá era una reacción totalmente natural. Era una despedida y ya sabemos que las despedidas son dolorosas. Nos quedamos viendo marcharse y alejarse a quien hemos despedido como si deseáramos que una vez más se vuelva hacia nosotros para tener algún nuevo gesto de su adiós o como si deseáramos que volviese de nuevo junto a nosotros. Siempre recuerdo en mi infancia lo doloroso y traumático de la despedida primero de mis hermanos, luego de mi padre cuando marcharon a Venezuela; nos quedábamos allá junto al malecón del muelle viendo alejarse el barco como si en la lejanía todavía nos siguieran haciendo el gesto de despedida con la mano.
Así estaban los apóstoles ensimismados. ‘¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse’. ¿Palabras de consuelo que tratan de animar a quien está triste por la despedida? ¿o palabras que despiertan de verdad esperanza? Ya nos lo había enseñado Jesús. Nos había dicho que estaría siempre con nosotros. Pero ahora era de una manera nueva, tendríamos que tener otros ojos, otra mirada para descubrirle, para verle, para sentirle. Ahora necesitaríamos mucho más de la fe.
‘No os alejéis de Jerusalén’, les había dicho. ‘Quedaos en la ciudad hasta que recibáis fuerza de lo alto… aguardad a que se cumpla la promesa de mi Padre de la que os he hablado… dentro de pocos días seréis bautizados con Espíritu Santo’.
Jesús sube al cielo, como decíamos en el salmo ‘Dios asciende entre aclamaciones, el Señor al son de trompetas’; es la vuelta de Jesús al Padre como nos lo había anunciado. ‘Es el Señor, el rey de la gloria, vencedor del pecado y de la muerte que asciende a lo más alto del cielo, como mediador entre Dios y los hombres, como juez de vivos y muertos’.  Pero no se desentiende de nosotros porque su presencia por la fuerza del Espíritu prometido va a estar para siempre con nosotros. Es la presencia nueva y viva que podemos sentir y experimentar, que viviremos en cada uno de los sacramentos; es la presencia viva que por la fuerza del Espíritu podremos experimentar cuando amamos de verdad a los hermanos. ‘El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse’, que le decían los ángeles a los apóstoles.
Pero Jesús nos está además confiando una misión al mismo tiempo que su ascensión los está levantando a nosotros hacia lo alto. Su victoria es nuestra victoria y en su victoria en su gloriosa ascensión nos está diciendo cómo nosotros hemos de ir realizando esa ascensión en nuestra vida para que sea victoria como la de él.
Por la fuerza del Espíritu sentiremos cómo nosotros somos llevados a lo alto, cómo nosotros hemos de emprender también una ascensión en nuestra vida. Es ese crecer de nuestra vida cada día con más fe y con más amor; es ese crecer de nuestra vida superando vicios, apegos y ataduras; es ese crecer cuando somos capaces de llenar nuestro corazón de amor y de misericordia para ser compasivos con los demás, para saber perdonar, para saber confiar en el otro; es ese crecer en nuestra vida cuando ahondamos más y más abriéndonos a un espíritu de oración y de escucha atenta a la palabra del Señor; es ese crecer cuando somos capaces de darnos y de sacrificarnos por los demás, por causas nobles y bellas, por la búsqueda de la verdad; es ese crecimiento interior cuando somos portadores de paz y constructores de reconciliación allí en medio de nuestros hermanos; es ese crecimiento en la búsqueda de lo bueno, de lo justo con un corazón generoso y lleno de amor.
Es una tarea que día a día hemos de ir realizando aunque nos suponga esfuerzo y superación porque no nos queremos quedar en una vida ramplona y sin ideales para luchar por un mundo mejor. Es la tarea de la construcción del Reino de Dios que hemos de ir realizando y para lo que Jesús en su marcha al cielo nos ha dejado el testigo en nuestras manos que no podemos de ninguna manera rehuir ni dejar a un lado. Es la misión que Jesús nos ha confiado y para lo que nos ha dejado la fuerza de su Espíritu.
‘En su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos comenzando por Jerusalén’, escuchamos que Jesús les confía a sus apóstoles, nos confía a nosotros antes de la Ascensión. Por eso, aunque sentimos deseos de quedarnos extasiados mirando al cielo, sin embargo hemos de seguir mirando al mismo tiempo a ras del suelo para ver ese mundo donde tenemos que hacer ese anuncio, para ver a esos hermanos a los que tenemos que anunciarles el nombre de Jesús, pero para ver también los sufrimientos de nuestros hermanos los hombres, en tantos que están caídos a la vera del camino y que como aquel buen samaritano de la parábola hemos de saber bajarnos de nuestra cabalgadura para con el vino y el aceite de nuestro amor, de nuestra generosidad, de nuestro compartir sanar sus heridas, sanar las heridas de nuestro mundo.
Hemos de ser testigos de Cristo muerto y resucitado llevando más amor a nuestro mundo porque es lo que verdaderamente lo podrá transformar; hemos de ser testigos de misericordia y de fraternidad, de comunión y de paz entre nuestros hermanos siendo de verdad instrumentos de reconciliación.
Cristo nos envía a anunciar la Buena Noticia, con la misma misión que El recibió del Padre, para evangelizar a los pobres, para sanar corazones desgarrados, para ayudar a la más profunda liberación de tantas esclavitudes en que vive inmerso nuestro mundo. A un mundo que padece de tristeza y angustia nosotros hemos de predicar la alegría y la esperanza; a un mundo desorientado que no encuentra caminos de redención nosotros tenemos que anunciar que Cristo es el Camino y la Verdad y la Vida; a un mundo dividido y roto por las guerras, los enfrentamientos y los egoísmos ambiciosos nosotros tenemos que trabajar por la paz y la reconciliación y señalar que el amor es la mejor senda para hacer un mundo nuevo; a un mundo lleno de injusticias y maldades que sigue esclavizando a los más débiles nosotros tenemos que anunciarles la verdadera liberación que en Cristo podemos encontrar. A un mundo que vive sin Dios, al margen de Dios, nosotros hemos de hacerle ver que en verdad Dios está en medio de nosotros.
Y todo eso lo realizamos con esperanza, con la fe cierta de que la victoria de Cristo que hoy celebramos en su Ascensión es también nuestra victoria, porque no estamos solos, porque el Espíritu de Cristo está con nosotros y El es nuestra fuerza y nuestra luz; en El encontramos la gracia y tenemos la fortaleza y el valor para realizar esa lucha por ese mundo mejor. ‘El ha querido precedernos como cabeza nuestra, para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos en la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino’, como decimos en el prefacio.
‘Mientras Jesús bendiciéndolos se separó de ellos subiendo al cielo, ellos se postraron ante El y se volvieron a Jerusalén con gran alegría’. Es la alegría, la fiesta grande que también nosotros hoy celebramos en su Ascensión. No nos caben las tristezas porque la ascensión no es una despedida llena de amarguras, sino que es aprender a descubrir y a sentir esa presencia nueva de Cristo entre nosotros para hacerlo también cada día más presente en nuestro mundo.