sábado, 18 de mayo de 2013


Ven, Espíritu divino, inflama nuestra vida con la llama de tu amor

Hechos, 28, 16-20.30-31; Sal. 10; Jn. 21, 20-25
Lo que escuchamos en este texto es el final del evangelio de san Juan. Hace una referencia a Juan que seguía de cerca la conversación de Pedro con Jesús - la que escuchábamos ayer - del que  nos dice que era ‘el discípulo a quien Jesús tanto quería’, que ‘en la cena se había apoyado en el pecho de Jesús y le había preguntado, quién era el que lo iba a entregar’.  Y para concluir nos dirá ‘éste es el discípulo que da testimonio de todo esto y lo ha escrito; y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero’.  Y nos habla finalmente de la riqueza de la vida de Jesús ‘muchas otras cosas hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que los libros no cabrían ni en todo el mundo’.
Así concluimos en este último sábado de Pascua el recorrido que hemos venido haciendo en el tiempo pascual tanto del libro de los Hechos de los Apóstoles, como del Evangelio de Juan que hemos leído con especial dedicación. En los Hechos de los Apóstoles hemos concluido con la llegada de Pablo a Roma a donde había sido conducido preso.
Mañana es Pentecostés, la gran celebración de la fiesta del Espíritu Santo. Creo que tendríamos que impregnarnos del espíritu de los Apóstoles que estaban reunidos en el cenáculo en la espera del cumplimiento de Jesús. Como hemos venido haciendo con especial intensidad durante toda esta semana seguimos pidiendo que venga el Espíritu Santo a nuestra vida; que riegue nuestra tierra en sequía, que nos haga arder el corazón con la llama de su amor divino, que despierte nuestro espíritu para que en verdad nos abramos a Dios y nos llenemos de su vida.
Creo que al igual que los apóstoles allá en el Cenáculo hemos de sentir la presencia de María, la Virgen Madre de Dios y Madre nuestra a nuestro lado. Así nos lo contaba el libro de los Hechos de los Apóstoles cuando nos describe quienes estaban allí en Jerusalén siguiendo el mandado de Jesús de esperar la venida del Espíritu Santo que enviaría desde el Padre.
María era la mujer abierta de verdad a Dios que se dejó inundar por el Espíritu de manera que de ella nació el Hijo de Dios. Pero es el Espíritu de Dios la que la va conduciendo siempre por esos caminos de la fe y del amor. Así pudo decir sí a Dios con toda su vida, como lo hizo en Nazaret en la visita del ángel.
Pero fue el Espíritu divino el que la impulsó a ponerse en camino para ir a casa de su prima Isabel. Es el impulso del amor, del servicio, de la generosidad, del darse sin reservarse nada para sí. Cuánto tenemos que aprender de María. Es el Espíritu divino que le hacia tener los ojos abiertos para ver donde estaba la necesidad y el corazón caldeado para poner el amor del servicio y de la entrega.
Igual que el Espíritu Santo había abierto los ojos del corazón a Isabel para reconocer que quien venía a ella era la Madre de su Señor, fue también el Espíritu el que las impulsó a las dos a prorrumpir en cánticos de alabanza al Señor. Que ese mismo Espíritu inunde nuestro corazón para que también desde lo más hondo de nuestra vida surja la más hermosa oración al Señor; es el Espíritu Santo el que inspira nuestras oraciones y nos permite que podamos llamar a Dios Padre, porque es el Espíritu también el que nos ha llenado de la vida de Dios para hacernos hijos de Dios. Es el Espíritu que está en nuestro corazón para que podamos confesar que Jesús es el Señor.
Ni nuestra oración, ni nuestra fe, ni nuestra vida tendría la hondura necesaria si le falta la presencia y la fuerza del Espíritu del Señor. Nos hace profesar nuestra fe pero nos hace comprender con la mayor plenitud todo el misterio de Dios. De la misma manera que por la fuerza del Espíritu es como podremos amar con un amor como el que nos enseña Jesús, como el amor que El no tiene.
De María aprendamos a hacer la mejor oración al Señor. Pidamos con insistencia que venga a nosotros ese Espíritu del amor, ese Espíritu de la Sabiduría divina para comprender todo el misterio de Dios, ese Espíritu que nos llena de la gracia de Dios, ese Espíritu de piedad que nos permite amar a Dios con un amor filial.
Ven, Espíritu divino, inflama nuestras vidas con tu amor.

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