miércoles, 10 de abril de 2013


Para que no perezca ninguno de los que creen en El sino que tengan la vida eterna

Hechos, 5, 17-26; Sal. 33; Jn. 3, 16-21
‘Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por El’. La voluntad de Dios es la salvación del hombre, porque el querer de Dios es el amor. Quien ama no condena; quien ama ofrece siempre caminos de salvación; quien ama nos estará mostrando siempre la ternura de su corazón. El deseo de Dios es la vida y la vida sin fin para nosotros que somos los amados de Dios. Muchas veces nos lo hemos repetido: ‘Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único…’
Casi sería suficiente quedarse rumiando no solo en la cabeza sino en el corazón este pensamiento y no tendría que ser necesario añadir más. Aunque cuando contemplamos toda esa ternura y todo ese amor de Dios nos preguntaríamos, ¿y qué tenemos que hacer? ¿cuál de ser nuestra respuesta?
Ante tanto amor lo que tenemos que hacer es darle nuestro sí, creer. ¿Cómo no vamos a creer en El? A veces queremos buscarnos razonamientos y pruebas para la fe que nos den seguridades para nuestro creer. La razón grande es la del amor porque la prueba grande que nos está ofreciendo es el amor que El nos tiene. Hemos de creer en El, poner toda nuestra fe, abandonándonos a ese querer de Dios porque es donde más seguros nos podemos sentir. Es el riesgo del amor que será el riesgo de la fe, porque es confiarnos, fiarnos, ponernos en sus manos.
‘El que cree en El, no será condenado’, nos sigue diciendo Jesús. Claro el que no cree no podrá alcanzar una salvación que ni cree, ni desea, ni espera. Y es que creyendo en El, ‘en el  nombre del Hijo único de Dios’ tenemos la certeza de la salvación, la garantía de la vida eterna. Para eso ha venido Jesús, para darnos la salvación, para alcanzarnos la vida eterna, porque se entregó ‘para que no perezca ninguno de los que creen en El sino que tengan la vida eterna’.
Pero seguimos preguntándonos, ¿y qué hemos de hacer? Aceptar su luz, realizar las obras de la luz; rechazar las tinieblas, no dejarnos envolver por las tinieblas de la muerte y del pecado. Y vivir en las obras de la luz significará hacer las obras de Jesús que son y serán siempre las obras del amor.
Pero ya sabemos las tinieblas nos acechan, nos quieren envolver, quieren ahogar la luz. ‘Esta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz’. Nuestra gran tentación y nuestro gran pecado, dejarnos embaucar por las tinieblas del pecado. ‘El que realiza la verdad, se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios’. Queremos acercarnos a la luz, queremos acercarnos a Jesús, queremos dejarnos iluminar por su luz, queremos renacer a esa vida nueva que El  nos ofrece.
La imagen de la luz tan repetida en el evangelio de Juan. Nos hablaba ya en su primera página pero nos lo irá repitiendo para que en verdad escuchemos en lo más hondo de nosotros esa invitación a vivir en la luz que es lo mismo que vivir a Jesús que es la verdadera luz del mundo. Son las palabras que le escuchamos a Jesús, como este texto del evangelio de hoy, pero serán los signos que va realizando como cuando devuelve la vista a los ciegos, o cura a aquel ciego que mandó lavarse a la piscina de Siloé.
Como diría entonces Jesús ‘Yo he venido a este mundo para un juicio: para dar vista a los ciegos y para privar de ella a los que creen ver’. Y cuando le replican los fariseos si cree que ellos acaso están ciegos, les dirá: ‘Si estuvieseis ciegos, no seríais culpables, pero, como decís que veis, vuestro pecado permanece’.
Ansiemos esa luz de Jesús. Al celebrar la resurrección del Señor ha sido un signo que ha brillado con fuerza, la luz del Cirio Pascual. Que en verdad nos dejemos iluminar por su luz. Que la fe que ponemos en Jesús ilumine plenamente nuestra vida para que, creyendo en El, nos llenemos de su salvación y alcancemos la vida eterna. Caminemos siempre a su luz. Pongamos totalmente nuestra fe en El.

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