jueves, 28 de marzo de 2013


El amor no tiene más razones para amar que el mismo amor. Es un amor como el de Jesús

Ex. 12, 1-8.11-14; Sal. 115; 1Cor. 11, 23-26; Jn. 13, 1-15
‘Este día será para vosotros memorable, en él celebraréis la fiesta del Señor, ley perpetua para todas las generaciones’. Así lo establecía la ley mosaica. Era la Pascua, la fiesta de la pascua, la fiesta del Señor. Un día Dios pasó en medio de su pueblo y lo liberó de la esclavitud de Egipto. Había que recordarlo, había que celebrarlo; ‘ley perpetua para todas las generaciones’. Lo recordarían y lo celebrarían para siempre. Recordaban y celebraban el paso del Señor y la Alianza que con ellos hizo el Señor.
Por eso estaban reunidos aquella tarde para la cena pascual. Todo estaba bien prescrito y ritualizado, el cordero, la copa con el vino, el pan ácimo, el agua para las abluciones. Celebraban la pascua, la fiesta del Señor. Los discípulos enviados por Jesús lo habían preparado todo siguiendo fielmente las instrucciones de Jesús. Y fue en ese marco y por encima de aquellos ritos preestablecidos dándoles un sentido nuevo y distinto donde se iba a celebrar una alianza nueva, una alianza que tendría valor y duración eterna.
Era también el paso de Dios en medio de su pueblo que nos va a liberar no de una esclavitud terrena sino que nos daría una libertad nueva y una vida nueva, porque ya no se fundamentarían en un pan ácimo que los hombres pudieran hacerse ni en un cordero que pudieran comprar en el mercado para luego sacrificarlo. Allí estaba el verdadero Cordero, como un día el Bautista señalara, que con su sangre derramada iba a quitar los pecados el mundo. El pan que iban a partir y a compartir ya desde ahora sería el mismo Cuerpo de Cristo entregado por nosotros y la copa de la Alianza que iban a beber era la Sangre de Cristo derramada para el perdón de los pecados.
San Pablo nos lo recuerda. Si antes estaba establecido como ley para todas las generaciones la celebración de la antigua pascua, ahora habíamos recibido una tradición que procede del Señor, como nos dice el Apóstol y es lo que Jesús en la noche en que lo iba a entregar nos mandó hacer en memoria suya ahora sí por los siglos de los siglos. ‘Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros… este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre… haced esto en memoria mía’. Cada vez que comiéramos de ese pan y bebiéramos de ese cáliz estaríamos proclamando ya para siempre la muerte del Señor hasta su vuelta. Es la Eucaristía que celebraríamos para siempre como memorial de su pasión, muerte y resurrección.
Y eso será proclamar también que el Señor estará para siempre con nosotros y en nosotros. Como más tarde le pedirían los discípulos de Emaús ‘quédate con nosotros’, El ahora ya nos está adelantando que quiere ser presencia permanente entre nosotros y en nosotros, porque quien le coma vivirá por El y si queremos tener vida en nosotros habremos de comer su Cuerpo y beber su Sangre, como un día anunciara en la sinagoga de Cafarnaún. Es la Eucaristía alimento de vida y comunión.
Este signo de Jesús que nos dejó como sacramento eterno de su vida y su presencia entre nosotros y en nosotros vino precedido de otros signos que nos conducirían todos ellos a la sublimidad que se estaba viviendo en aquella cena del Señor y que nosotros hemos de vivir y alcanzar cada vez que celebramos la Eucaristía. Porque no habrá verdadera Eucaristía si no llegamos a amar con un amor tan sublime como con el que El nos amó.
Como describiría el evangelista al trasmitirnos el relato de aquella cena pascual había llegado ya la hora. ‘Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaba en el mundo, los amó hasta el extremo’. Llegó la hora, la hora de la manifestación del amor más extremo, más sublime. Nos lo enseña Jesús con los signos y los gestos que realiza como  nos lo explicará luego con sus palabras.
Lo hemos escuchado y contemplado en el evangelio. Jesús a los pies de los discípulos como el servidor. Es el amor del que se entrega, del que entiende lo que es el verdadero amor, del que no convierte el amor en un canto de bonitas palabras llenas de poesía, sino del que ama hasta el final, hasta el extremo. Nos había ido diciendo y explicando cómo nuestro amor era algo más que simplemente hacer el bien porque me hacen el bien; nos había enseñado que había que hacerse el último y el servidor de todos, pero ahora lo contemplamos en El que es el Maestro y el Señor.
Algunas veces comenzamos a darle vueltas y vueltas en nuestra cabeza para encontrar razones para amar y cómo amar. El amor no tiene más razones para amar que el mismo amor. Amo porque amo. Así sencillamente sin más razones, sino con la razón más honda que es el mismo amor. No amo porque me amen o para que me amen; no amo porque otros me hicieron bien y yo, claro, tengo que corresponder. Amo porque amo, porque hay amor en mi vida y en mi corazón y es así como alcanzo la mayor plenitud y felicidad.
Y ¿cómo amo? Sirviendo; y aquí encontramos el ejemplo en el mismo Jesús. No solo porque quiero hacer el bien, lo cual es bueno y loable; amo, no simplemente porque soy bueno y no quiero hacer daño, lo cual está también bien, pero eso lo puede hacer cualquiera; amo, no solo cuando pueda hacerlo si no tengo otra cosa que hacer o en qué pensar, como si fuera un entretenimiento. Amo haciéndome servidor, y el servidor amará siempre; el servidor amará olvidándose de sí mismo solo para servir al otro; amo dándome y desgastándome sirviendo a todos aunque no obtenga recompensa ni beneficio porque entonces no sería amor.
Y aquí si pensamos ahora en quien es el modelo sublime de nuestro amor; pensamos en quien vemos ahora a los pies de sus discípulos a pesar de sus resistencias como la de Pedro que no quería dejarse lavar los pies; o a pesar de que sabía que allí entre ellos estaba el que lo iba a entregar; o a pesar de que le abandonarían y huirían a la hora del prendimiento o incluso le negarían; a pesar de que conocía sus debilidades y dudas o a pesar de que conocía todas esas debilidades y dudas El estaba amando, El estaba como el servidor, porque así nos estaría dando la señal por la que habríamos de distinguirnos para siempre. ‘Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve’, les dirá. Nos está enseñando el verdadero sentido y la auténtica medida del amor.
Es un amor sublime el que nos está enseñando Jesús; un amor gratuito y generoso hasta el final; un amor que se manifestará en palabras entrañables porque les llamará amigos porque les ha revelado los secretos del Reino, pero sobre todo se manifestará en gestos elocuentes y signos bien brillantes que nos están adelantando lo que va a ser su entrega hasta el final, hasta la cruz, hasta la muerte salvadora y redentora. Por eso nos dirá que nos amemos, pero no de cualquiera manera, sino como El nos ha amado. ‘Es mi mandamiento, que os améis los unos a los otros como yo os he amado’. ¿Hay amor más sublime? Y nos enseñará también entonces que amemos a los demás como si le amáramos a El, y esta es otra vertiente importante del amor cristiano, porque ‘lo que hacéis a uno de estos pequeños, conmigo lo hacéis, a mí me lo hicisteis’.
‘Haced esto en memoria mía…’ hemos escuchado que nos decía Jesús. ‘Este día será para vosotros memorable, en él celebraréis la fiesta del Señor, ley perpetua para todas las generaciones’,  escuchábamos al principio en referencia a la ley mosaica de la Pascua que congregaba a los discípulos con Jesús para aquella cena pascual. Pero ahora lo podemos volver a escuchar pero de manera diferente. Es fiesta, sí, es la pascua, es el día del amor, del amor de Cristo que estamos contemplando, pero del amor de Cristo que tiene que impregnar nuestra vida para vivir en su mismo amor, y con su mismo amor.
Estamos celebrando la Eucaristía en este día tan importante como memorial de la pasión, muerte y resurrección del Señor, pero démonos cuenta a cuánto nos compromete porque celebrar el misterio de Cristo no lo podemos hacer si no vivimos en su mismo amor y con su mismo amor.
Contemplamos y celebramos el lavatorio de los pies y el mandamiento del amor al mismo tiempo que le institución de la Eucaristía y el Sacerdocio en este día. No podemos separarlos de ninguna manera. Lavatorio, Eucaristía y amor fraterno se necesitan. Caridad sin Eucaristía quedaría muy pobre y podría secarse pronto; Eucaristía sin caridad, sería fría y meramente ritual. De la Eucaristía nace el lavatorio y el lavatorio hace la Eucaristía. Así tan íntima y esencialmente unidas están.
Solo quiero dejar una pregunta en el aire al son de las palabras de Jesús que hemos escuchado. Cuando salgamos de esta Eucaristía que ahora estamos queriendo vivir celebrar con tanto fervor, ¿iremos a lavar los pies de los hermanos?  Porque el Señor nos dijo: ‘Si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies los unos a los otros; os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis’. Y ya sabemos lo significa esto y cuál es la sublimidad del amor cristiano.

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