jueves, 28 de febrero de 2013


Hundamos las raíces de nuestra vida en las corrientes de agua viva de la Palabra de Dios

Jer. 17, 5-10; Sal. 1; Lcv. 16, 19-31
El profeta nos contrapone en sus imágenes el cardo de la estepa que habita la aridez del desierto con el árbol de verdes hojas plantado junto al río y que no deja de dar hermosos frutos. Bella imagen que nos retrata según sean nuestros intereses o nuestra manera de vivir.
¿Qué es lo que significará esta comparación? ¿Qué nos querrá decir? En el salmo se nos habla de nuevo del ‘árbol plantado junto a la acequia, que da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas’. Y nos dice, ‘dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor’, mientras el profeta decía ‘maldito quien confía en el hombre y en la carne busca su fuerza apartando su corazón del Señor’.
El mensaje está claro, pero es necesario que profundicemos un poco más en él para sacarle todo su jugo. ¿Qué significa ese confiar en el hombre y poner su fuerza en su carne, en sí mismo? ¿Cómo expresamos en verdad en la vida que hemos puesto toda nuestra confianza en el Señor? ¿No podemos confiar en el hombre de ninguna manera? No es eso lo que nos quiere decir, porque la misma Biblia nos habla y nos enseña cómo aquellos dones y aquellas cualidades de las que hemos sido dotados tenemos que desarrollarlas y hacerles dar fruto. No podemos enterrar el talento, los valores que tenemos y de esos bienes materiales incluso que tenemos hemos de sacar algo bueno en el desarrollo de nosotros mismos y como bien para la humanidad y su progreso.
En la parábola del evangelio que nos propone Jesús podemos encontrar pistas de solución, por así decirlo. Vemos por una parte un hombre rico, avaro y sensual que solo piensa en si mismo, en sus riquezas y en lo que él pueda disfrutar de la vida sin pensar de ninguna manera en los demás. A su puerta mientras está un pobre que nada tiene cubierto de harapos y lleno de llagas al que ni siquiera ha sido capaz de ver, mucho menos que atender.
Cuando en la vida solo pensamos en nosotros mismos y la avaricia corroe nuestro corazón qué ciegos e insensibles nos volvemos; como cardos de la estepa, siguiendo la imagen que nos ofrecía el profeta. Y pensar en la avaricia no significa siempre el tener muchas riquezas o muchos bienes, sino la ambición que se nos mete en el corazón que nos ciega de manera que solo vemos lo que podamos poseer y con lo que nos podamos satisfacer. Por algo nos dirá Jesús en el evangelio que no podemos servir a dos señores, a Dios y al dinero. Las riquezas, la posesión de las cosas nos resecan el corazón y nos hacen insensibles para el trato con los demás.
Necesitamos ser ese árbol que hunde sus raíces en el agua viva del Señor. Cuando en verdad Dios es nuestra agua viva nuestro corazón no solo está abierto a Dios sino que automáticamente, podríamos decir, está abierto también a los demás. Con Dios en nuestro corazón no podemos ser ese cardo arisco que no sabe tener compasión con los otros, sino que en verdad estaremos llenándonos de la ternura de Dios. Son los frutos del amor que brotarán de nuestra vida y que se van a traducir en todo lo bueno que hagamos o deseemos para los demás.
Cuando en la parábola aquel hombre rico se encuentra con la verdad de su vida y a lo que le ha llevado su codicia y su insensibilidad querrá volverse atrás de cuanto hizo pero ya su hora se ha pasado; quiere que no les pase lo mismo a sus hermanos que quedan en la tierra y es por lo que pide que vaya Lázaro a avisarles que cambien de camino. ‘Tienen a Moisés y los profetas, que los escuchen’, le dice Abrahán.
Decir ‘tienen a Moisés y los profetas’ es decir que tienen la Palabra de Dios. Tenemos la Palabra de Dios que cada día podemos escuchar; hemos de dejar que penetre bien en nuestro corazón, dejarnos transformar por la fuerza del Espíritu. Aprovechemos ahora este tiempo que vamos recorriendo de la Cuaresma con toda la riqueza de la Palabra que cada día se nos ofrece, seamos capaces también de encontrar momentos de silencio y de soledad para rumiarla hondamente dentro de nuestro corazón. Es esa agua viva que penetra dentro de nosotros y nos llena de vida, nos fecunda con la gracia del Señor, y veremos brotar esos frutos de amor que tienen que resplandecer en nuestra vida. 

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