sábado, 10 de noviembre de 2012


La ambición desmedida, la avaricia, la arrogancia nos crean un mundo dividido y lleno de violencia

Flp. 4, 10-19; Sal. 111; Lc. 19, 9-15
El avaricioso nunca se sentirá satisfecho plenamente. Siempre estará buscando la forma de conseguir más, de tener más, aunque al final ni siquiera termine disfrutándolo. Y además sabemos cómo se destruyen las relaciones entre la s personas cuando lo que nos guía es esa ambición desmedida. Podemos hablar de situaciones especiales por su magnitud que nos lleva la situación de injusticia en que vive nuestro mundo con tantas diferencias y abismos que nos vamos creando, pero esto también tenemos que entenderlo o aplicarlo en el día a día de nuestra convivencia, de las relaciones con los que están más cercanos a nosotros que, cuando la avaricia y la ambición andan por medio, ya sabemos cómo solemos terminar en rupturas y violencias.
Hemos de escuchar muy bien lo que nos dice hoy Jesús en el Evangelio. ‘Ningun siervo puede servir a dos amos: porque o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero’. El evangelista dice que ‘por allí andaban unos fariseos, amigos del dinero, y se burlaban de El’. Hay cosas que muchas veces no queremos escuchar, nos hacemos oídos sordos, y a quien nos pueda decir la verdad lo mejor es acallarlo, no hacerle caso o burlarnos de él.
Previamente Jesús nos había hablado de la fidelidad incluso en las cosas pequeños o incluso en el manejo del dinero. ‘El que es de fiar en lo menudo, también en lo importante es de fiar’, nos dice Jesús. Hemos de saber valorar todas las cosas y no podemos dejar de lado una responsabilidad porque nos pueda parecer pequeña o insignificante.
Todo hay que medirlo en su justo valor. Por eso nos dirá también que hemos de ser fiables también en el uso del dinero. Para nuestras relaciones, para la adquisición de lo que necesitamos, para no carecer de lo necesario para una vida digna necesitamos es cierto el dinero. Pero como nos dirá Jesús no lo convirtamos en un dios de nuestra vida al que adoremos. Dios solamente hay uno y es el Señor al único que tenemos que adorar.
Podríamos pensar - es una tentación -, que la abundancia de bienes es la que nos va a solucionar todas las cosas y la que nos va a llevar por un camino de verdadera felicidad. Si ponemos la felicidad solamente en la posesión de bienes o riquezas materiales en cosas bien caducas  y efímeras nos apoyamos. No son esos los mejores fundamentos para nuestra felicidad. Y cuando no le damos un verdadero cimiento al edificio de nuestra vida sabemos que puede terminar en ruina. A nuestro alrededor vemos tantos corazones rotos, tantas vidas destrozadas desde un actuar de esta manera y sentido. A la vida tenemos que darle hondura con valores más consistentes.
El apóstol, en la carta a los Filipenses que venimos escuchando, nos da un hermoso mensaje en este sentido. La vida del apóstol no era fácil yendo de un lugar para otro en una vida itinerante, y aunque lo vemos en muchas ocasiones trabajando con sus propias manos en lo que habia sido su profesión, tejedor de tiendas, sin embargo le veremos también en momentos por los que pasa mucha dificultad.
Ahora le es la ocasión de darle las gracias a la Iglesia de Filipos por la ayuda que le ha prestado. Y es ahí donde nos deja un hermoso mensaje en el sentido de lo que veníamos reflexionando desde el evangelio. ‘Yo he aprendido a arreglarme en toda circunstancia. Sé vivir en pobreza y en abundancia. Estoy entrenado para todo y en todo: la hartura y el hambre, la abundancia y la privación. Todo lo puedo en aquel que me conforta’.
Nos hace falta aplicarnos este hermoso mensaje del apóstol. Si lo hiciéramos de forma distinta nos sabríamos enfrentar a los malos momentos que nos van apareciendo en nuestra vida. Hay valores más importantes por los que tenemos que luchar y que nos darán mayor hondura espiritual y un mejor sentido a nuestra vida. El evangelio nos ayuda a encontrarlos. Un espíritu humilde y de saber compartir, una capacidad de sacrificio para con serenidad arrostrar esos malos momentos, un corazón lleno de amor que nos producirá una paz inmensa cuando desde ese amor seamos capaces de compartir incluso de nuestra pobreza, son perlas preciosas que hemos de cultivar en nuestro corazón y en nuestra vida; serán una dulce medicina que nos cure de nuestras ambiciones egoístas y avariciosas que tanto daño nos hacen.
Aprendamos la lección. Y recordemos las palabras con las que terminaba Jesús hoy: ‘La arrogancia con los hombres, Dios la detesta’.  

viernes, 9 de noviembre de 2012


Comunión entre los que creemos en Jesús para edificar el templo vivo de Dios

Apc. 21, 1-5; Sal. 45; Jn. 2, 13-22
‘Vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo’.  Con estas palabras tomadas del libro del Apocalipsis, que luego hemos escuchado también en la proclamación de la Palabra, la liturgia quiere iniciar esta fiesta de la Dedicación de la Iglesia de Letrán. Cuando uno se acerca a esta Basílica de El Salvador, o San Juan de Letrán que de una y otra manera es conocida en Roma, al contemplar la belleza de tan hermoso templo estas imágenes descritas en el Apocalipsis de alguna manera se nos hacen presente en nuestra mente en la, repito, grandiosidad y belleza del lugar.
Alguien quizá podría preguntarse y por esta celebración en el calendario litúrgico de la Iglesia universal si en fin de cuentas es una Iglesia situada en Roma. Hay una razón poderosa, es la catedral del Papa, es la catedral del Roma, sede del Obispo de Roma que al mismo tiempo es Pastor de la Iglesia universal. Se trata, pues, de una reafirmación de nuestra fe apostólica, del sentido eclesial de nuestra fe, y de nuestra comunión con el Papa pero también con toda la Iglesia.
No se trata, pues, de un templo cualquiera, sino que tiene un significado muy especial para toda la Iglesia por los motivos que hemos mencionado. Sin dejar de lado este sentido eclesial de nuestra fe y este sentido apostólico de nuestro Credo, al celebrar la Dedicación de un templo también podríamos hacernos hermosas consideraciones para nosotros que hemos sido también ungidos para ser ese templo del Espíritu y esa morada de Dios que quiere venir a habitar en nosotros, como nos enseña Jesús en el Evangelio.
Por ese camino va, además, el sentido de la liturgia de esta fiesta expresado no solo en la Palabra proclamada sino también en los textos propios de esta fiesta como son las diversas oraciones y también el prefacio. Nos sentimos congregados en el templo construido con piedras, podemos decir, para expresar cómo se ha de manifestar de forma admirable el misterio de la comunión de Dios entre nosotros. Congregados quienes hemos sido convocados en Iglesia nos sentimos unidos, nos sentimos en comunión los que confesamos una misma fe, pero no es una comunión entre nosotros solamente lo que queremos expresar sino también nuestra comunión con Dios.
Por eso cuando aquí nos congregamos vamos haciendo crecer nuestra propia fe y nuestra vida, vamos edificando este templo de Dios que somos nosotros en la medida en que acogemos la Palabra de Dios que aquí se nos proclama y alimentamos nuestra vida cristiana, nuestra fe y nuestro amor, en los sacramentos que aquí en comunión celebramos. ‘En este lugar tú vas edificando aquel templo que somos nosotros, y así la Iglesia, extendida por toda la tierra, crece unida, como Cuerpo de Cristo, hasta llegar a ser la nueva Jerusalén, verdadera visión de paz’, como proclamamos en el prefacio para expresar lo que aquí venimos a celebrar, el sentido de esta fiesta.
Un templo de Dios somos que hemos de cuidar y hacer resplandecer. Así como nuestros templos materiales donde nos reunimos, como hemos expresado más arriba, los queremos tener limpios y adornados, para que por una parte expresen lo que es el culto que queremos tributar a Dios con toda la mayor y profunda dignidad, así nosotros, verdaderos templos de Dios hemos de estar bien adornados por la virtudes y resplandecientes con la santidad de nuestra vida.
Como decía san Cesáreo de Arlés en una homilía en la dedicación de este templo, ‘debemos disponer nuestras almas del mismo modo como deseamos encontrar dispuesta la Iglesia cuando venimos a ella’. Y prosigue ‘¿deseas encontrar limpia la Basílica? Pues no ensucies tu alma con el pecado. Si deseas que la Basílica esté bien iluminada, Dios desea también que tu alma no esté en tinieblas, sino que sea en verdad lo que dice el Señor: que brille en nosotros la luz de las buenas obras y sea glorificado aquel que está en los cielos. Del mismo modo que tú entras en esta Iglesia, así quiere Dios entrar en tu alma, como tiene prometido: habitaré y caminaré con ellos’.
Hermosas consideraciones que nos tendrían que hacer reflexionar mucho. Que la celebración de la dedicación de este templo consagrado al Señor sea una llamada que sintamos en el corazón a la más viva comunión entre los que creemos en Jesús, sea una invitación a la vida de la santidad y de la gracia que no desoigamos, sea un punto de apoyo fuerte para nuestra conciencia de Iglesia, de nuestra pertenencia a la Iglesia universal en comunión con el Papa y con todos los Obispos. 

jueves, 8 de noviembre de 2012

Cuáles son nuestros títulos


Flp.3,3-8; Sal. 104; Lc.15, 1-10

En la vida parece en ocasiones que tenemos que ir mostrando nuestros títulos - de lo que somos, de lo que sabemos o de lo que hemos hecho, lo que llaman el curriculum vitae -, para que puedan valorarnos, tenernos en cuenta, o podamos conseguir aquello que deseamos. Y si para la consecución de trabajos tenemos que utilizar estos títulos de méritos, alguna vez nos puede parecer que para presentarnos ante de Dios, o para que los demás valoren nuestra vida cristiana necesitaríamos también de esos títulos de merecimientos. Se nos pueden meter también por cualquier resquicio de nuestro corazón esos orgullos y vanidades, con lo que, por otra parte, estaríamos echándolo todo a perder.

Hay una hermosa lección en este sentido en la carta de Pablo a los Filipenses. Se puede deducir por lo que dice que por allá se han metido algunos que se las dan de sabios y entendidos y pretenden imponerles algunos ritos externos o costumbres que como seguidores de Jesús tendrían que estar superados. No son las marcas rituales las que nos alcanzan la salvación, sino que la salvación nos viene de Cristo Jesús, Señor nuestro, que por nosotros se ha entregado para regalarnos su salvación. Nuestra respuesta ha de ser la de la fe y la del amor.

Por eso san Pablo aduce lo que podrían ser sus títulos de judío recto, fiel y cumplidor. Con fidelidad a la ley había vivido siempre y hasta con radicalidad e intransigencia había perseguido a la Iglesia de Dios porque le parecía que andaban errando lejos de la ley de Moisés que para todo buen fariseo - y él pertenecía al grupo de los fariseos más radicales - era algo que había que cumplir hasta en lo más mínimo.

Pero tras su encuentro con Jesús todo había cambiado. ‘Todo eso que para mi era una ganancia, nos dice, lo consideré pérdida comparado con Cristo… todo lo estimo pérdida, comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor… todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo’.

Este ahora es su título verdadero y más valioso. Todo lo demás lo estimo pérdida y basura, nos dice. La excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. La fe que nació en su corazón para descubrir y reconocer a Cristo. Ahí está su verdadera sabiduría. Como dirá en otras cartas lo que otros consideran locura o necedad para él es sabiduría. Y nos hablará de la Sabiduría de la cruz. Por eso predicará sin cesar a Cristo y éste crucificado.

¿Será así de importante para nosotros nuestra fe en Jesús? En este año de la fe al que nos ha convocado el Papa será este un tema en el que incidiremos una y otra vez. Es necesario que vayamos ahondando cada día mas en nuestra fe, en nuestro conocimiento de Jesús. Por eso es necesario que vayamos reflexionando mucho sobre nuestra fe para poder llegar a vivir desde esa fe, desde ese sentido que en Cristo encontramos para nuestra vida.

Hoy hemos escuchado cómo Pablo, que sí era un hombre creyente, sin embargo se sintió transformado desde su encuentro con Jesús de manera que desde entonces toda su vida fue distinta, y lo que antes considera quizá muy importante ahora, como dice él, lo consideraba basura. El punto de apoyo de su fe y de su vida desde entonces era Cristo y Cristo lo era todo para él.

Por eso tantas veces hemos dicho de la importancia de vivir ese encuentro con Jesús, un encuentro vivo, un encuentro de gracia, un encuentro transformador. Somos cristianos, porque la luz que ilumina nuestra fe y nuestra vida es Cristo. Dejémonos encontrar con El, como lo hizo Pablo.

miércoles, 7 de noviembre de 2012


Un nuevo anuncio del evangelio que tenemos que hacer en medio de nuestro mundo

Flp. 2, 12-18; Sal. 26; Lc. 14, 25-33
Seguir a Jesús, ser cristiano no es cuestión de entusiasmo de un momento. Seguir a Jesús supone ponerle en verdad como centro de nuestra vida. Nada puede ocupar el lugar de Jesús en mi vida. Lo que significa que tiene sus exigencias, que no es cuestión solo de buena voluntad, sino que significa un empeño grande para dejar atrás todo aquello que me impida seguir el paso de Jesús. Nada ni nadie puede ser obstáculo, tendría que ser obstáculo, aunque el obstáculo en la mayor parte de las veces está en nosotros mismos con nuestros apegos y superficialidades.
Jesús en el evangelio realmente está invitándonos a que nos pensemos bien las cosas, que no tomemos decisiones a la ligera que pronto pueden volverse en contra nuestra, cuando nos veamos sin fuerza o las tentaciones arrecien. Además hemos de saber bien el camino que emprendemos, a lo que nos compromete esa fe que hemos puesto en el Señor y lo que va a significar seguir su camino, que será siempre vivir su misma vida.
A pensar  bien en todo esto nos ayudan las imágenes y las alegorías que Jesús nos va proponiendo. El constructor que inicia la edificación de una torre o el rey que va a batalla ha de saber bien cuales son sus fuerzas y posibilidades, como nos viene a decir con las imágenes que nos propone. Y lo mismo los apegos del corazón de los que tenemos que desprendernos.
Un camino, un esfuerzo que realizamos siempre acompañados de la gracia del Señor. No lo hacemos por nosotros mismos ni por nuestras fuerzas, sino en el nombre del Señor, como decía Pedro cuando echaba la red al lago, con la fuerza y el poder del Señor, que nos ha prometido que estará siempre con nosotros hasta la consumación del mundo.
San Pablo que sigue hablando con el corazón en la mano a aquella comunidad tan querida de Filipos les anima ahora a seguir trabajando sin cansarse nunca en su propia santificación. Conoce Pablo cómo es la fe de aquella comunidad y la obediencia de la fe a todo lo que el Señor les pide. Por eso les habla de esa búsqueda con ahínco siempre de lo que es la voluntad del Señor y les invita además a vivir con alegría y entusiasmo su fe.
Habrá cosas que nos puedan costar que nos pida el Señor, pero nuestra respuesta ha de ser siempre positiva, entusiasta, no a regañadientes como si fuera a la fuerza sino con generosidad de espíritu. Eso será un ejemplo de una vida santa e irreprochable en medio de los que les rodean, porque entre ellos brilláis, les dice, como lumbreras del mundo mostrando una razón para vivir. Creo que aquí podemos ver un hermoso mensaje para nuestra vida cristiana y para el testimonio misionero que en todo momento tendríamos que dar. Y es que quienes nos rodean vean el convencimiento de nuestra fe, nuestro entusiasmo y nuestra alegría, a pesar de las dificultades por las que tengamos que pasar.
Es algo que nos está pidiendo el Papa repetidamente para que así, desde nuestra vida proclamemos ante el mundo nuestra fe. Es el nuevo anuncio del evangelio que tenemos que hacer en medio de nuestro mundo, y el anuncio que hoy se nos pide no son palabras nuestras por muy bonitas que las sepamos decir, sino el testimonio de nuestra fe; somos unos testigos de nuestra fe en medio del mundo que nos rodea.
El mundo necesita testigos. San Pablo llegará a decir que no tiene miedo a que pueda llegar la hora en que sea inmolado, porque siempre que es la ofrenda que ha de presentar al Señor, y eso está dispuesto a hacerlo con alegría.
¿Será así nuestra fe? ¿Nos mostraremos con esa alegría y convicción frente al mundo que nos rodea?


Creer en Jesús es vivir la vida de Jesús

Flp. 2, 5-11; Sal. 21; Lc. 14, 15-24
‘Tened entre vosotros los sentimientos propios de una vida en Cristo Jesús’, les dice el apóstol después de pedirles el ‘mantenerse unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir’, como le escuchábamos ayer.
Ese amor, esa comunión, esa unidad, ese estilo de vida nuevo alejado de toda envidia y ostentación, siempre en disponibilidad para el servicio no es otra cosa que vivir la misma vida de Cristo, el mismo estilo de Cristo, los mismos sentimientos de Cristo. Por eso creer en Jesús no es simplemente aceptar unas ideas o unos mandamientos, no es el cumplir unas normas; es algo mucho más profundo, porque es vivir una vida, vivir la vida de Jesús. Cuando se nos está pidiendo continuamente que conozcamos más y más a Cristo se nos está pidiendo un vivir. No es un mero conocimiento intelectual, sino que es una vida que hay que vivir.
A partir de ese primer versículo del texto escuchado de la carta a los Filipenses que nos ha de dar para mucho pensar, reflexionar y para sacar muchas consecuencias para la vida, lo que a continuación nos propone el apóstol en su carta es todo un himno cristológico. Un himno en el que podemos quedarnos extasiados contemplando toda la maravilla del amor de Dios que se manifiesta en Cristo y un himno que brota de lo más hondo de nuestro espíritu como un cántico de acción de gracias a Dios que así nos ha dado a Jesús.
Es un ir rumiando, pensando, repasando una y otra vez todo ese misterio de Dios que va apareciendo, pero precisamente en la cercanía cada vez mayor, cada vez más honda con que el Hijo de Dios se va acercando al hombre para hacerse hombre. Se despoja de su rango, no hace alarde de su categoría divina, se anonada, se hace pequeño, se hace el último, se hace esclavo, pasa por un hombre cualquiera. Era como lo veían sus contemporáneos. Lo veían tan igual, porque realmente era hombre, que les costaba descubrir la categoría de Hijo de Dios, aunque Jesús lo manifestara en sus obras, en su poder, en la sabiduría de sus palabras que no podía ser otra que la sabiduría de Dios. Es la cercanía de Dios, es el amor de Dios que llega hasta lo más profundo de hombre.
Nos quedamos en contemplación y seguimos quedándonos hasta confundidos en cómo se nos va revelando, porque como un hombre cualquiera se somete a la muerte, pero a la muerte más ignominiosa. No todos supieron contemplar el sentido de aquella muerte. Muchos se echaron para atrás, porque al comenzar la pasión se escondieron como le pasó a la mayoría de los discípulos, y será un ladrón arrepentido el que descubrirá un paraíso y un reino nuevo al que puede ir tras la muerte de Jesús en la cruz; será un pagano, un centurión romano el que reconocerá que es un hombre justo e inocente, que es el Hijo de Dios.
Seguimos contemplando y veremos la mano poderosa de Dios que lo resucita y lo levanta,   ‘le concedió el Nombre sobre todo nombre’ y ya para siempre decir Jesús es decir el Señor. ‘Al nombre de Jesús toda rodilla se doble, toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre’ ¿No nos mueve toda esta consideración, toda esta contemplación a dar gracias a Dios?
Tenemos que contemplarlo, meditarlo una y otra vez, saborearlo allá en lo más hondo del corazón para que nunca lo olvidemos, para que no nos vayamos tras otras luces, para que nos busquemos otras sabidurías. Nuestra sabiduría y nuestra locura la tenemos en la cruz de Jesús. En lo que aparentemente puede parecer la debilidad de una derrota nosotros encontramos la fuerza y la victoria.
Todos estamos llamados a ese Reino, a ese banquete del Reino de los cielos en que Cristo mismo se nos da como la más profunda sabiduría, la más brillante luz, el alimento más verdadero que nos da vida eterna, vida para siempre. Algunas veces nos puede suceder como a los invitados de la parábola que no escuchamos la invitación y nos vamos por otros caminos. Pero sabemos que Cristo siempre nos busca, nos llama, nos invita, se nos acerca y se  nos ofrece con todo su amor. Vivamos, pues su vida.

lunes, 5 de noviembre de 2012


Unánimes y concordes en un mismo amor y sentir

Flp. 2, 1-4; Sal. 130; Lc. 14, 12-14
Hemos comenzado en estos días a leer la carta de Pablo a los Filipenses. Una carta muy familiar y entrañable en la que pareciera que Pablo está escribiéndoles con el corazón en la mano, preocupándose por los problemas de la comunidad que aunque fueran pequeños El quiere ayudarles e iluminarles para que sepan superarlos; además hemos de tener en cuenta que esta carta está escrita mientras Pablo está en prisión, cosa de gran preocupación para la comunidad de Filipos, que les ha motivado para que incluso le envíen ayuda.
Un hermoso sentido eclesial y familiar donde mutuamente sienten preocupación los unos por los otros que ya quisiéramos vivirlo nosotros en el seno de nuestras comunidades cristianas. Sería un hermoso testimonio que pudiéramos ofrecer al mundo que nos rodea, nuestra unidad, nuestra comunión, nuestro cariño mutuo, que ayudaría en verdad para que el mundo crea.
No olvidemos que en la oración sacerdotal de Jesús en la Última Cena pide por la unidad de todos los que crean en El, para que el mundo crea. Cuando sentimos hoy la preocupación que manifestamos tantas veces por la tarea de la nueva evangelización que ha de emprender la Iglesia en medio de nuestro mundo que ha perdido el sentido de Cristo - por eso decimos nueva evangelización, porque tendría que ser un mundo que ya había sido evangelizado, pero que ha perdido el ardor del evangelio - pues bien, ese sería el hermoso testimonio que tendríamos que dar y que sería una forma también de anunciar la buena nueva del Evangelio de Jesús.
En el texto que comentamos proclamado hoy el apóstol apela al cariño que le tienen y les dice algo así como que no lo hagan sufrir, que le ofrezcan ‘el consuelo de Cristo aliviándolo con su amor’. Les dice más, ‘si nos une el mismo Espíritu y tenéis entrañas compasivas, dame esta alegría’. Lo que decíamos, si estamos unidos en un mismo Espíritu porque nos une una misma fe, y desde esa fe nuestro corazón se ha llenado de amor, ‘entrañas compasivas’, que resplandezcan entonces todos esos valores nacidos del evangelio de Jesús.
¿Qué les pide el apóstol? Vivir en autentica comunión amándose de verdad los unos a los otros, ‘unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir’. Cuando escuchamos estas palabras no pensamos solo en aquella comunidad de los Filipensess, pensamos en la Iglesia de hoy, y pensamos en la pequeña comunidad donde nosotros vivimos y convivimos; podemos pensar en nuestras parroquias o en nuestros grupos cristianos; podemos pensar allí donde los cristianos hacemos nuestra vida de cada día donde estamos rodeados de otros cristianos, entre vecinos, en el trabajo, en nuestras relaciones sociales.
Esto es lo que tendría que resplandecer de verdad en nuestra vida, en nuestro trato con los demás, en nuestra convivencia, en la vida de nuestras comunidades. ‘Unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir’. Qué hermoso sería que esto formara parte de nuestra vida con toda intensidad. Cuántas cosas se evitarían. Es lo que a continuación nos ha señalado el apóstol que hemos de evitar, la envidia, la ostentación, el ser interesados; como por otra parte aquellas cosas que tendríamos que resaltar, la humildad, la valoración de los otros, la búsqueda de lo bueno siempre para los demás. 
En ese sentido nos ha hablado Jesús en el evangelio. ¿A quienes hemos de invitar a nuestras comidas? Recordemos que Jesús está en aquella casa donde lo han invitado a él y a otros comensales. ¿A los que nos pueden corresponder invitándonos a nosotros luego de vuelta? ¿No sería de alguna manera un sentirnos como pagados por lo que hayamos hecho? ‘Cuando des un banquete, nos dice, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú que no pueden pagarte: te pagarán cuando resuciten los justos’. 

domingo, 4 de noviembre de 2012


Profesión de fe que nos conduce por los caminos del amor

Deut. 6, 2-6; Sal. 17; Hb. 7, 23-28; Mc. 12, 28-34
Una profunda profesión de fe que nos conduce necesariamente a un camino de amor. Es un primer resumen del mensaje que llega a mi corazón y a mi vida desde la Palabra de Dios hoy proclamada.
Confesamos nuestra fe en Dios, nuestro único Señor. Es lo que pedía Moisés a su pueblo. Lo hemos escuchado en la primera lectura. Es la respuesta de Jesús ante la pregunta del escriba. Jesús no quita ni una coma de lo que estaba escrito en la ley. ‘No he venido a abolir la ley y los profetas’, nos dice en el sermón de la montaña. Jesús viene a dar plenitud. Y es lo que ahora repite Jesús.
Un escriba se había acercado a Jesús para preguntarle ‘¿qué mandamiento es el primero de todos?’ Y comienza Jesús recordando la profesión de fe que les había enseñado Moisés y que todo buen judío repetía cada día muchas veces. ‘Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor’. Es único no es sólo decirnos que hay un solo Dios, sino que es el único porque no hay nadie mayor que El, nadie está por encima de Dios; es el más grande y el más poderoso, el Todopoderoso que creó cielo y tierra. Es por donde comenzamos también nosotros confesando en el Credo.
Pero esta profesión de fe en el único Dios, ¿a qué nos lleva?, ¿a llenarnos de temor ante su grandeza y poderío? Todo lo contrario, esa grandeza del Dios único nos lleva a amarle, nos llevar a una vida de amor.
Podría parecer que al afirmar la grandeza del Dios único y todopoderoso, la criatura ha de sentirse anonadada y llenarse de temor. Sin embargo no es así. Algunos no lo entienden, no terminan de entender lo que es realmente nuestra fe. Piensan quizá que la fe les puede anular, que la fe está en contra de todas las realidades humanas, que la fe nos empequeñece. En esa duda quieren negarlo todo y quieren negar la fe quizá por un orgullo nacido de no haber entendido realmente lo que es tener fe, no haber entendido bien lo que la fe engrandece al hombre.
¡Qué responsabilidad más grande tenemos los creyentes de dar una buena imagen de la fe! ¿Nos faltará descubrir algo aún? Porque como creyentes tendríamos que saber vivir la vida en plenitud; la fe nos responde a los interrogantes más hondos y llena los vacíos de nuestras dudas y como creyentes tendríamos que sentirnos seguros y alegres de nuestra fe. La fe tendría que llenar nuestra vida de optimismo y de alegría de manera que la contagiemos a los demás que quizá tengan que preguntarse por qué ese optimismo y esa alegría con que vivimos los creyentes a pesar de momentos oscuros, dificultades o contratiempos.
Fijémonos cómo siguen las palabras de Jesús, que son las mismas palabras de Moisés. ‘Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser’. Son las palabras que desde Moisés se habían quedado grabadas en la memoria de todo creyente y nunca podrán olvidarse. Pero Jesús añade con palabras también de la Escritura santa. ‘El segundo es éste: amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que estos’.
Eso es lo más que vale en la vida. No son necesarios los holocaustos y sacrificios. La verdadera ofrenda que ha de hacer el hombre es la del amor. Ya lo venía a confirmar el letrado que merecería que Jesús le dijera que no estaba lejos del Reino de Dios. Un amor que ha nacido de la fe que tenemos en Dios, una fe que ha nacido de Dios para que la respuesta que le demos a Dios es amarle y amarle sobre todas las cosas, porque es el único. Y que cuando le amemos a El necesariamente estemos amando también al prójimo. Entonces podremos entender lo que nos engrandece nuestra fe, porque en el amor nos lleva por caminos de plenitud.
Algunas veces escuchamos decir ‘yo soy cristiano porque amo a los demás’. Cuidado, no es sólo eso. Es necesario amar a los demás, pero a los demás los podemos amar por distintos motivos o con distintas medidas. Y el cristiano para ese amor a los demás tiene que partir del amor de Dios. Porque creo en Dios, le amo; porque creo en Dios y amo a Dios, le manifestaré ese amor en el amor que le tengo a mis hermanos. Ya para siempre han de ser inseparable ese amor a Dios y ese amor al prójimo. Y las medidas del amor ya comenzarán también a ser distintas como nos enseñará Jesús.
Nunca me vale decir, bueno, como yo amo a Dios y lo amo sobre todas las cosas, ya lo tengo todo porque tengo asegurada mi relación con Dios y ya me desentiendo de mis hermanos, ya me desentiendo del prójimo. Como será insuficiente decir que yo amo a los demás y no necesito amar a Dios. No sería de ninguna manera un amor cristiano. No podríamos llegar entonces a la altura y profundidad que ha de tener desde Cristo el amor del cristiano. Ya para siempre la medida de mi amor será Dios, el Dios en quien creo y que va a motivar todo mi amor y va a darme la medida de ese amor.
No es un simple humanismo, aunque tiene mucho de humanismo; no es simplemente altruismo en el que por una simpatía o empatía con el semejante yo trato de sentir como mío lo que le sucede al prójimo. Ese humanismo que vive el cristiano, ese amor al hombre va a tener un tinte y un color distinto, el que naciendo de nuestra fe se empapa del sentido de Cristo, del sentido cristiano.
El amor cristiano va mucho más allá, porque parte de Dios y luego va a trascender mi vida en Dios. Esto habrá muchos en nuestro entorno que no lo entiendan. Un problema para llegar a entender eso es la debilidad de la fe o la falta de fe. Como decíamos antes, motivados quizá por prejuicios hay quien no quiere creer en Dios, no acepta o rechaza a Dios, o también porque desconocen la verdadera imagen de Dios, porque se lo han hecho a su manera.
Y en esto los creyentes, los que creemos en Jesús y queremos seguirle viviendo en su mismo amor tenemos que dar un testimonio muy nítido desde la autenticidad de nuestra fe y desde la autenticidad de nuestro amor. Algunas veces no llegamos a acompañar con las obras de nuestra vida lo que nuestras palabras dicen creer. Otras veces nos mostramos inseguros en nuestra fe, no somos valientes para proclamarla y defenderla. Y en ocasiones espiritualizamos tanto nuestra fe, que le hacemos perder ese humanismo del amor y se nos puede quedar en ideas, en principios, en doctrinas o teorías y no llegamos a traducirla de verdad en las obras del amor.
¡Qué responsabilidad más grande tenemos cuando no damos ese testimonio claro, diáfano, brillante, entusiasta, alegre, comprometido de nuestra fe y en consecuencia de nuestro amor cristiano! Hacen falta testimonios así en medio de nuestro mundo. cuando ahora están preocupados en la Iglesia por la nueva evangelización de nuestro mundo que se ha enfriado en su fe y en el conocimiento de Jesús, ese testimonio valiente y alegre que demos de creyentes atraerá a los que están a nuestro lado de nuevo por los caminos de la fe.
Que como terminaba reconociendo el letrado nosotros también reconozcamos la grandeza de nuestra fe en Dios, nuestro único Señor ‘y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser y amar al prójimo como uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios’.
Ojalá también nos diga a nosotros Jesús: ‘No estás lejos del Reino de Dios’.