sábado, 23 de junio de 2012


El amor providente de Dios hace que podamos vivir cada día en paz
2Crón. 24, 17-25; Sal. Sal. 88; Mt. 6, 24-34

En la vida en muchas ocasiones pretendemos, como suele decirse, nadar entre dos aguas; no tomamos partido claramente por algo y no es necesariamente porque no sepamos siempre lo que tenemos que hacer, sino por indecisión, por cobardía y podríamos decir que hasta en ocasiones por maldad, porque pretendemos aprovecharnos de un lado y de otro, arrimando el ascua a nuestra sardina según nos convenga. 
Claro que un corazón así anda dividido y hasta en el plano psicológico y de madurez humana una persona así deja mucho que desear. Pero esa inmadurez, indecisión, cobardía y maldad, se manifiesta muchas veces en nuestro ser de cristianos no siendo consecuentes con nuestra fe y los principios que de ella se derivan para nuestro vivir. Lo malo sería que hasta nos creyéramos que hacemos bien y que somos más listos o sagaces que los demás. Ya nos dice Jesús en una ocasión que los hijos de este mundo son más sagaces que los hijos de la luz. 

De entrada hoy en las palabras de Jesús está la radicalidad de lo que significa ser cristiano y seguir su camino. Esa postura de nadar entre dos aguas está bien lejana de lo que sería el espíritu del evangelio y el sentido cristiano. ‘Nadie puede estar al servicio de dos amos’, nos dice Jesús. Y apunta claramente a un tema concreto siguiendo con la postura de desprendimiento y de confianza en Dios de la que nos venía hablando. ‘No podéis servir a Dios y al dinero’. Recordemos que nos había dicho que donde estuviera nuestro tesoro estaría nuestro corazón. 

Y es que si Dios es el único Señor de nuestra vida en El hemos de poner toda nuestra confianza y nuestra vida ha de estar en sus manos. No podemos pretender buscar otros apoyos y otras seguridades, porque nuestro apoyo total hemos de ponerlo en Dios. Nos está invitando Jesús a poner nuestra confianza en la providencia de Dios que es un Padre amoroso que nos ama y cuida de nosotros. 

La confianza que ponemos en Dios y en su providencia no nos exime del cumplimiento de nuestras responsabilidades, del trabajo de cada día y de la búsqueda del bien, de lo bueno, de la justicia. Poner la confianza en Dios no significa estar esperando el milagro fácil que me resuelva los problemas sin que yo haga nada. Es confiar en el Señor y confiar en la fuerza que El nos da; es confiar en el Señor para dejarme iluminar por su luz y sentir el impulso y la inspiración del Espíritu en cada momento de mi vida para saber cómo he de actuar, confiando que es el Padre bueno que no me abandona y no me dejará sin su gracia que me auxilia en todo momento. 

Decimos que confiar en Dios no es estar esperando ese milagro fácil que todo me lo resuelva, pero sí descubrir el milagro de la vida de cada día que Dios me da, que hace salir el sol para todos y nos va regalando con tantas cosas hermosas que de la naturaleza podemos recibir y aprovechar. Cuantos milagros de amor Dios va realizando continuamente en los pasos de mi vida; lo que necesito es tener esos ojos de fe para descubrir en todo eso que acontece en mi vida o alrededor la mano amorosa de Dios que ahí se nos manifiesta. 

Por eso la vida no la podemos vivir como un agobio, aunque tengamos que vivirla con seria responsabilidad. Sepamos vivir la vida de cada día con intensidad y aprovechemos cuanto de bueno en ella encontramos. Por tres veces hoy nos dice Jesús que no nos agobiemos. ‘A cada día le bastan sus disgustos’, nos termina diciendo Jesús. 

La fe que ponemos en el Señor, la confianza que tenemos en su providencia tiene que hacernos vivir en paz y serenidad cada momento de la vida, aunque algunas veces haya momentos que no sean fáciles. Pero Dios, Padre bueno, está ahí a nuestro lado. Cuida de los pájaros del cielo, de las flores del campo, ¿cómo no va a cuidar de nosotros a quienes ha querido hacernos sus hijos y a los que tanto ama?

El amor providente de Dios hará que cada día lo podamos vivir en paz.

viernes, 22 de junio de 2012


Los tesoros que no se corroen y que tienen trascendencia de vida eterna
2Reyes, 11, 1-4.9-18.20; Sal. 131; Mt. 6, 19-23

Escucharemos, más adelante, en una de las parábolas que Jesús compara al reino de los cielos con el letrado que es como un padre de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo según conviene. 

Contemplar a Jesús, como lo vemos en el evangelio, sentado en medio de sus discípulos y aquella multitud que había venido de todas partes allá en el monte, enseñando y con su palabra ir repasando cada una de las situaciones de la vida donde El quiere darnos luz, es como ese letrado, como ese padre de familia que va enseñando pacientemente fijándose ahora en un aspecto, después en otro pero dejándonos como sentencias, principios de vida y de luz para las diversas situaciones de nuestra vida.

Nos ha hablado de las actitudes nuevas con que hemos de relacionarnos con los demás, hablándonos del amor del perdón; nos ha hablado de la autenticidad de la que hemos de rodear nuestra vida alejándonos de toda apariencia y vanidad; nos ha hablado de cuál ha de ser la manera de relacionarnos con el Señor, enseñándonos la mejor oración; ahora nos habla de los tesoros de nuestro corazón, pero de las ataduras y esclavitudes que hemos de evitar cuando convertirnos lo material en dios de nuestra vida.

¿Cuál es el verdadero tesoro de nuestra vida? Hablar de tesoros es hablar de cosas valiosas, pero fácilmente nos quedamos pensando en riquezas materiales porque la plata y el oro relumbran demasiado fuerte delante de nuestros ojos. Y que esto no era sólo en los tiempos de Jesús, sino que ahora seguimos teniendo las mismas tentaciones y peligros. Y esos brillos dorados hacen que fácilmente apeguemos nuestro corazón a ellos. Decimos que no, que a nosotros no nos pasa eso, pero seamos sinceros con nosotros mismos y analicemos de cuántas cosas materiales nos rodeamos de las que no queremos desprendernos, que nos parecería que si no las tuviéramos no seríamos felices de verdad.

‘Donde está tu tesoro, allí está tu corazón’, terminará diciéndonos Jesús. Por eso nos invita Jesús a mirar a lo alto, a no quedarnos en las cosas de ras de tierra; nos invita a levantar nuestros ojos para poner verdaderos ideales en nuestra vida, para que busquemos no las cosas caducas sino las que permanecerán para siempre; nos invita Jesús a guardar nuestro tesoro en el cielo donde no se pierden, ni se estropean, ni tienen el peligro de ser robadas. 

‘Amontonad tesoros en el cielo…’ nos dice. Llenemos nuestra vida de las cosas que nos hacen verdaderamente grandes; pongamos verdaderos valores por los que nos guiemos y con los que sepamos actuar en nuestra relación con los demás, en nuestra convivencia diaria, en todo lo que bueno que podamos hacer a los otros. 

Piensa por ejemplo que una cosa buena que hagas al otro, un detalle de acogida al otro, un servicio que le hayas prestado no va a ser olvidado. Y aunque humanamente seamos desagradecidos y podamos olvidar lo bueno que nos hayan hecho los otros, eso quedará ahí como un tesoro bien guardado que tendrá una trascendencia grande para tu vida, y para tu vida eterna. 

No nos va a preguntar el Señor al final de nuestra vida cuantos coches o cuantas casas teníamos, o con cuanta joyas nos adornamos, pero si nos va a preguntar, o mejor, El lo va a recordar - cuantas veces compartiste tu pan con el hambriento, cuantas veces acogiste al hermano que sufría a tu lado, o cuantas cosas buenas hiciste por el otro, cuando supiste ser compresivo y con generosidad perdonaste, - porque Jesús nos dirá que todo eso se lo hicimos a El. 

Esas obras de amor, esas cosas buenas que vamos haciendo en la vida, ese amor que vamos repartiendo, esa alegría y esa paz que vamos suscitando en los que sufren a nuestro lado serán ese tesoro bien guardado que nadie nos podrá arrebatar y nos abrirá las puertas del Reino de Dios por toda la eternidad.
Amontonemos tesoros en el cielo que enriquecerán de verdad nuestro corazón.

jueves, 21 de junio de 2012


Cuán grandes son los misterios que encierra la oración del Señor
Eclesiástico, 48, 1-15; Sal. 96; Mt. 6, 7-15
‘Cuando recéis no uséis muchas palabras como los paganos que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes que se lo pidáis’. 
Así ha comenzado Jesús a hablarnos de cómo ha de ser la oración de su discípulo. Realmente en versículos anteriores ya nos habla de la interioridad de nuestra oración, alejando de nosotros actitudes de apariencia y vanagloria. Hoy va a dejarnos un modelo de oración. Un modelo de oración en el que tenemos mucho que reflexionar y meditar, porque aún a los cristianos nos sigue pasando lo que ya anteriormente nos señala Jesús que hemos de evitar, las muchas palabras, las muchas repeticiones.
San Cipriano en su tratado sobre el padrenuestro – estos días los que hacemos la liturgia de las horas tenemos sus textos en el oficio de lectura – ya nos señala en su comienzo en lo primero que hemos de tener en cuenta cuando nos disponemos a la oración. ‘Las palabras del que ora han de ser mesuradas y llenas de sosiego, nos dice. Pensemos que estamos en la presencia de Dios’. Es la primera predisposición para que cuando vamos a invocar al Señor y llamarlo Padre, seamos en verdad conscientes de su presencia que nos llena y que nos invade totalmente, que nos hace rebosar de su Espíritu en nuestro espíritu.
‘¡Cuán importantes y cuán grandes son los misterios que encierra la oración del Señor, tan breve en palabras y tan rica en la eficacia espiritual! Ella, a manera de compendio, nos ofrece una enseñanza completa de todo lo que hemos de pedir en nuestras oraciones…’ Nos dice más adelante san Cipriano. Hermosura y belleza de la oración. Sabiduría que nos ayuda a conocer a Dios porque nos acerca a Dios, nos llena de Dios.
Por eso nos dice a continuación ‘cuán grande es la benignidad del Señor, cuán abundante la riqueza de su condescendencia y de su bondad para con nosotros, pues ha querido que, cuando nos ponemos en su presencia para orar, lo llamemos con el nombre de Padre y seamos nosotros llamados hijos de Dios, a imitación de Cristo, su Hijo; ninguno de nosotros se hubiera atrevido a pronunciar este nombre en la oración, si El no nos lo hubiese permitido. Por tanto, hermanos muy amados, debemos recordar y saber que, pues llamamos Padre a Dios, tenemos que obrar como hijos suyos, a fin de que El se complazca en nosotros, como nosotros nos complacemos de tenerlo por Padre’.
Qué hermoso si consideráramos bien todo esto cuando nos disponemos a rezar con la oración que Jesús nos enseñó. Seguro que la interiorizaríamos mucho más y no la rezaríamos nunca de una forma superficial. Es una oración para saborear. Y cuando saboreamos una cosa no nos la comemos así a la carrera sino que nos detenemos tomándole bien su sabor, deleitándonos en la riqueza de sus sabores. Así tenemos que deleitarnos en el espíritu cuando rezamos el padrenuestro.
Mucho tendríamos que meditar y reflexionar todo esto. Rezar la oración que Jesús nos enseñó, orar a la manera como Jesús nos enseñó nos compromete muy fuertemente. Porque no es decir palabras; hay que comenzar por sentir siempre la presencia del Señor y caer bien en la cuenta de que estamos hablando con Dios, y que además a través de esas mismas palabras allá en nuestro interior nos está hablando también a nosotros. 
Por eso hemos de estar atentos a su voz, para que haya en verdad ese diálogo de amor que tiene que ser siempre nuestra oración con el Señor. No vamos simplemente a despachar con El, como quien va ante alguien poderoso al que le vamos a presentar una lista de peticiones; vamos a encontrarnos con el Dios que nos ama porque es nuestro Padre y vamos a disfrutar de su presencia, aunque muchas veces hasta nos quedemos en silencio ante El.
Muchas más cosas podríamos entresacar de las enseñanzas de san Cipriano sobre la oración del padrenuestro; ya tendremos ocasión de recoger más cosas de sus enseñanzas para que en verdad vayamos creciendo en nuestra oración, en nuestro conocimiento de Dios y en nuestra espiritualidad, que bien que lo necesitamos.

miércoles, 20 de junio de 2012


Tu Padre que ve en lo escondido te recompensará
2Reyes, 2, 1.6-14; Sal. 30; Mt. 6, 1-6.16-18
‘Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres… tu Padre, que ve en lo secreto, te lo pagará… tu Padre, que está en lo escondido… que ve en lo escondido, te recompensará’. 
¿Qué buscamos? ¿nuestra gloria o la gloria de Dios? Mira cómo somos los hombres que nos dejamos consentir por la vanidad; halagos, reconocimientos, alabanzas humanas, orlas y títulos… cuánto nos halagan, cómo hacen resurgir la vanidad en el corazón, cómo se nos cae la baba, por decirlo de una forma vulgar. 
Es cierto que necesitamos estímulos humanos y una palabra dicha a tiempo quizá nos estimule en nuestro esfuerzo por el crecimiento personal y para el desarrollo de todas nuestras cualidades y valores. Pero no puede ser lo única, la única razón por la que hagamos el bien o desarrollemos todas nuestras capacidades en bien de los demás, en bien de esa sociedad en la que vivimos y a la que todos hemos de contribuir para mejorar cada día más, en bien de esa comunidad de la que participamos y que entre todos hemos de hacer crecer. Pero no son las glorias humanas las que hemos de buscar. 
Jesús nos habla en el evangelio hoy haciendo referencia a un conjunto de acciones en el orden de la religión y de nuestra relación con Dios como puede ser la oración, el ayuno y la limosna. Quiere salir Jesús al paso de unas actitudes que se ven habitualmente en algunos sectores de la sociedad judía, como podía ser el grupo de los fariseos que eran cumplidores estrictos de lo que mandaba la ley de Moisés, pero que hacían alarde delante de los demás de sus cumplimientos, desvalorizando todo lo bueno que podrían realizar.
La tentación entonces como la tentación hoy de la ostentación, de la vanagloria y de la vanidad. Oraban delante de todos para que todos los vieran, hacían ruidos con sus monedas cuando las echaban al cepillo de tal manera que sonaban como campanillas que llamaba a la gente, para que vieran que eran generosos; ponían cara de circunstancias cuando ayunaban para que dijeran de ellos lo bueno que eran y la gente se deshiciera en alabanzas hacia ellos. Pero no son las actitudes buenas. 
De ahí las recomendaciones del Señor. De nada nos vale la ostentación externa, si en el interior no llevamos nada, porque hacemos las cosas solo por aparentar. Hazlo en lo escondido, en lo secreto sin que nadie se entere, porque lo importante es el culto y la gloria que des al Señor, lo que seas capaz de compartir generosamente con los demás o el sacrificio que puedas ofrecer a Dios siempre para su gloria.
En otro momento del evangelio Jesús nos dirá que las gentes vean vuestras buenas obras para que den gloria al Padre del cielo; pero lo importante es que el ejemplo que nosotros podamos dar no es buscando nuestra gloria sino que todos lleguen a dar de verdad gloria a nuestro Padre celestial. Porque tenemos que iluminar no para nuestra gloria sino para la gloria de Dios; mostramos las cosas buenas que hagamos para que los demás se sientan estimulados a realizar esas buenas obras dando gloria al Señor. 
Y damos gracias a Dios porque el Señor nos haya dado un corazón grande capaz de hacer muchas obras buenas. Reconocemos así la acción de Dios en nosotros, como hijo María cuando el ángel vino a ella y cuando entonó el cántico del Magnificat. ‘El Señor ha hecho en mí obras grandes…’ el Señor a través de mi vida, pobre, pequeña, sencilla, humilde quiere seguir haciendo obras grandes para su gloria, y para que todos reconozcan las maravillas que hace el Señor y que se vale de nuestra pequeñez. Pero sepamos también nosotros reconocer las maravillas que el Señor hace en los demás y a través de los demás, reconociendo sus obras buenas y estimulando con nuestras palabras y nuestras buenas actitudes que todos sean capaces de poner en servicio todos sus valores y cualidades.
¡Bendito sea el nombre del Señor! Sabemos que el premio lo tenemos en el Señor. Pero nosotros lo hacemos por el amor del Señor, para la gloria del Señor. 

martes, 19 de junio de 2012


Una motivación grande para nuestro amor a todos, somos hijos del Padre del cielo
1Reyes, 21, 17-29; Sal. 50; Mt. 5, 43-48
‘Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo… por tanto sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto…’
Es necesario tener motivaciones profundas para poder vivir con intensidad. No se trata simplemente de cumplir porque haya que cumplir o porque esté mandado, sino encontrar esa razón profunda que vamos a descubrir en el amor que el Señor nos tiene. Sentirnos hijos amados de Dios puede ser, tiene que ser esa motivación profunda para vivir nosotros en el amor; amor no solo con el que respondemos a Dios amándole sobre todas las cosas, sino amor que hemos de tener a todos tal como nos pide Jesús.
Hoy nos habla Jesús del amor que hemos de tener incluso a aquellos que podríamos considerar nuestros enemigos; amor que nos llevaría a hacerles el bien y hasta a rezar por ellos. ¿Cómo no lo vamos a hacer si nosotros nos sentimos amados profundamente por Dios del que nos consideramos sus hijos? Y es que nos dice Jesús que cuando lleguemos a amar a los que nos hayan hecho mal, haciéndoles el bien y rezando por ellos, estaremos comportándonos como verdaderos hijos de Dios., ‘Así seréis hijos de vuestro Padre del cielo’. 
Nosotros nos hacemos nuestras distinciones y decimos unos son buenos, otros son malos; nos parece que con los buenos sería justo que nosotros fuéramos buenos. Pero nos dice Jesús, es que ‘Dios Padre hace salir el sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos’. Es que Dios nos ama a todos a pesar de que seamos malos e injustos; y nos protege, y nos ayuda, y nos da continuamente su gracia. ¿Vamos nosotros a enmendarle la plana a Dios?
Y además nos dice que si amamos sólo a los que nos aman, ¿qué mérito tenemos? Eso lo hace cualquiera. Y, como hemos repetido mucho estos días, en algo tenemos que diferenciarnos nosotros. Y el amor es nuestro distintivo; un amor a todos, que es capaz de perdonar, de hacer el bien a quien te haya hecho mal y hasta de rezar por aquellos que nos hayan hecho mal.
Muchas veces lo hemos reflexionado. Es algo que cuesta mucho esto que nos está pidiendo Jesús, perdonar, hacer el bien a quien te haya hecho mal. Y además nos dice: ‘rezad por los que os persiguen y calumnian’. Cuando seamos capaces de rezar por esas personas estarás dando un paso muy importante para amar a esas personas. Eso mostrará la generosidad de tu corazón, la verdadera grandeza que hay dentro de ti. Rezo por el otro simplemente poniéndolo en las manos del Señor, sintiendo esa generosidad del amor en mi corazón y yo me sentiré más en paz conmigo mismo.
Y es como recordábamos al principio, la meta que Jesús nos propone es bien alta, bien grande, porque se trata de querer parecernos a Dios. Es con el amor de Dios con el que queremos amar. Es mirando hacia arriba porque queremos levantarnos de nuestros raquitismos y miserias como queremos superarnos, crecer espiritualmente. Por eso nos dice Jesús: ‘por tanto, sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto’. ¿Una meta imposible de alcanzar? Es el camino de santidad que un cristiano quiere recorrer. 
Lo podremos realizar porque contamos con la gracia del Señor, con su ayuda, con su presencia. A sentir su presencia y a llenarnos de su gracia venimos cada día a la Eucaristía; a dejarnos iluminar por su Palabra que es la que nos va trazando metas, nos va descubriendo todo el misterio de Dios, nos va haciendo conocer sus caminos. Por eso oramos con insistencia, con humildad y con confianza, comemos a Cristo en la Eucaristía para así llenarnos de su vida y de su gracia. Quien come a Cristo en la Eucaristía no puede menos que aspirar a esa santidad que Jesús nos propone como meta; quien come a Cristo en la Eucaristía está llenándose de su amor para amar con ese amor a los demás.  

lunes, 18 de junio de 2012


Qué hermosa vestidura para nuestra vida es la mansedumbre, la paciencia, la humildad
1Reyes, 21, 1-6; Sal. 5; Mt. 5, 38-42
Si hacemos como hacen todos ¿qué mérito tenemos? ¿en que nos diferenciamos entonces por ser cristianos? Creo que este pensamiento es bueno que nos lo repitamos, porque tenemos la tendencia a decir que hacemos como todos. Nos lo hemos repetido en estos últimos días en la escucha del Evangelio. Y ser cristiano no es ser como todos,  no es hacer como todos. Ser cristiano implica una aceptación de Jesús, de su mensaje, de su evangelio, de la vida nueva que Cristo quiere ofrecernos. Es bueno que  nos lo repitamos.
Lo que nos está planteando hoy el evangelio tiene sus exigencias. Y es que no podemos responder con las mismas actitudes y posturas que actúan los demás cuando nos decimos seguidores de Jesús y nos decimos que hemos optado por el camino del amor, por el estilo del amor cuando nos decimos seguidores de Jesús. 
Quien ama de verdad y se ha puesto como meta e ideal de su vida un amor como el de Jesús – así tiene que ser siempre el amor del cristiano – habrá desterrado de su vida toda violencia y todo sentimiento de venganza; la respuesta que el cristiano tiene que dar siempre es la respuesta del amor. Quien ama, comprende, acepta, perdona, ayuda generosamente, comparte sin medida, hace siempre el bien como verdadera meta e ideal de su vida.
De eso nos habla Jesús en el evangelio. Estamos estos días escuchando el llamado sermón del monte, que viene a ser en el evangelio de mateo todo un compendio de lo que es la ley del amor, el estilo y manera de vivir de quien se dice seguidor de Jesús. 
Cita Jesús la llamada ley del talión – ‘ojo por ojo y diente por diente’ – que ya en cierto modo era un avance y un poner límites a la venganza que pueda surgir en el corazón del hombre cuando le hacen mal; según la ley del talión no podrá excederse en su respuesta a lo que le hayan hecho, por eso dice ‘ojo por ojo y diente por diente’. 
Pero el planteamiento de Jesús va más allá de lo que pudiera considerarse una ley de justicia humana, porque el planteamiento de Jesús va por los caminos del amor; y en ese camino no cabe nunca la venganza. Por eso al mal que me puedan hacer siempre he de responder con el bien. Muy plásticamente nos lo dice Jesús con aquello de ‘si uno te obefetea en la mejilla, preséntale la otra’. 
Nos quedamos muchas veces en las palabras y parece que tendríamos que dejarnos pegar cuando nos hacen daño; lo que realmente nos está diciendo Jesús es que nuestra respuesta ha de ser la del amor, nunca la de la violencia. No nos podemos poner en el mismo nivel de odio y de violencia de quien nos pueda herir o hacer daño. Esa es la paradoja del cristiano que nos obliga a hacer el bien a quien nos haya podido hacer el mal.
Eso tiene una práctica muy concreta y real en el día a día de nuestra convivencia, donde nunca nos queremos quedar por debajo y pareciera que nuestro grito tiene que estar por encima del grito de los demás. ¡Qué hermosa es la mansedumbre, la paciencia, la humildad en nuestras respuestas, en nuestras actitudes, en nuestras palabras! Si supiéramos actuar así, cuánta paz sentiríamos en nuestro corazón y cuanta más reflejaríamos en la convivencia del día a día.
 Vayamos a Jesús que es manso y humilde de corazón, en El encontraremos nuestro descanso, nuestra fuerza, nuestra vida. Pidámosle al Señor que nos dé ese espíritu de humildad, que es un hermoso camino de amor. Actuando así seremos generosos en nuestro corazón, aprenderemos a compartir, seremos capaces de ayudar aunque no nos lo pidan; actuando así estaríamos sembrando hermosas semillas del Reino de los cielos. Son semillas que siempre darán hermosos frutos. Serán pequeños gestos, humildes acciones las que realizamos, pero estaremos alcanzando la grandeza del Reino de los cielos.

domingo, 17 de junio de 2012


Una pequeña semilla sembrada que germina, crece y da frutos

Retomamos los domingos del tiempo Ordinario, porque después de Pentecostés hemos celebrado el domingo de la Santísima Trinidad y el Corpus Christi, aunque el próximo tendremos la solemnidad de san Juan Bautista.
Vivimos en un mundo de eficacia al momento, en el que queremos de forma inmediata la solución de los problemas o el cumplimiento de nuestros deseos, y un poco nos vamos habituando a la espectacularidad de los avances de la ciencia, la rapidez de los acontecimientos o la instantaneidad de las comunicaciones con los medios modernos y los avances de la ciencia. Hemos hecho un mundo de prisas y en el fondo de carreras. 
Pudiera parecernos como un contrasentido, o nos puede resultar extraño, el mensaje que en este domingo recibimos. Nos habla de cosas pequeñas, de cosas que pudieran parecernos insignificantes y de una cierta como lentitud y humildad en lo que sucede. Nos habla de una pequeña semilla, tan pequeña como el grano de mostaza, o de cualquier otra semilla que se oculta en la tierra y a la que hay que dar tiempo para que pueda dar fruto; nos habla de una pequeña ramita cogida de un alto cedro pero que aparentemente parece que se seca y muere. Aunque todas esas pequeñas cosas darán pie luego a algo importante.
Y Jesús en el evangelio nos dice que así es el Reino de Dios, pequeño e insignificante a los ojos del mundo, pero de una fuerza de vida capaz de transformar los corazones y cambiar nuestra vida y también, ¿por qué no?, transformar nuestro mundo.
La transformación que la gracia de Dios realiza en nosotros y en nuestro mundo no es fruto de una revolución violenta e instantánea. Es cierto que el Señor nos pide una transformación radical de nuestra vida pero la gracia actúa en nosotros moviendo nuestro corazón y ayudándonos a dar esos pasos de transformación de nuestra vida, siguiendo el ritmo de Dios que respeta también nuestro ritmo personal. Será así, en ese camino de Dios, camino muchas veces humilde, callado y sencillo, donde vayamos realizando también esa transformación de nuestro mundo desde los valores del evangelio.
Habla de la semilla sembrada y que germina y va creciendo poco a poco, a su paso, para llegar finalmente a dar sus frutos. Así la gracia de Dios va llegando a nuestra vida por distintos caminos, desde pequeñas cosas quizá, en la Palabra que escuchamos, en la oración que hacemos al Señor, en algo que nos hace reflexionar desde una palabra buena que nos dicen, en los acontecimientos que nos van hablando y van siendo en nuestra vida señales de Dios que nos llama y nos va manifestando su amor. Y a ello vamos dando respuesta en el día a día de nuestro caminar con nuestra fe, con nuestras obras de amor, con nuestro compromiso apostólico y social, con ese crecimiento espiritual que hemos de ir realizando. 
La acción de Dios en nuestra vida y en nuestro mundo muchas veces es una acción callada, que se realiza en el silencio, pero ahí está ese actuar de Dios. Pero también está la responsabilidad de nuestra respuesta a esa gracia que el Señor nos da. Pero está también en que nosotros hemos de ser signos, señales para el mundo que nos rodea, tenemos que ser semillas que se vayan sembrando en nuestro mundo para ir haciendo esa transformación desde el sentido del Evangelio. 
Ya nos gustaría lograr de una vez esa transformación de nuestra sociedad, porque realmente tenemos en nosotros una luz, una fuerza, una vida que puede hacer que nuestro mundo sea mejor. Nos duele la lentitud en muchas ocasiones de la respuesta. De ahí la responsabilidad que tenemos. Pero hemos de tener la constancia necesaria para seguir haciendo ese anuncio, sembrar esa semilla con nuestra palabra y con nuestra vida; hemos de saber tener la paciencia y la esperanza de que esa transformación se pueda ir realizando. No es tarea que hacemos solos, sino que es acción de la gracia de Dios.
Podríamos recordar lo que se nos dice en otro lugar del evangelio con otras parábolas cuando se nos habla de la levadura en la masa. El evangelio es levadura para nuestro mundo, es levadura que tiene que transformar nuestro mundo. Y la levadura se diluye en medio de la masa de manera que incluso no se ve. Nosotros también tenemos una palabra que decir para bien de nuestra sociedad, aunque algunos no nos quieran escuchar. Pero eso no nos ha de hacer callar, ni mucho menos. 
Ahí tenemos que estar como ese pequeño grano, esa pequeña semilla que se siembra y que ha de ir dando fruto. Tengamos esperanza, tengamos confianza en la fuerza de la gracia de Dios. El Señor es el primer empeñado en que la luz del evangelio ilumine nuestro mundo y El nos dará su gracia, estará con nosotros. Somos sus manos y sus pies que hemos de ir repartiendo ese amor que transformará nuestro mundo. 
Bueno es que sepamos reconocer también la obra que calladamente hacen tantos cristianos, que está realizando la Iglesia. Y aunque nos parezca que no, o algunos no lo quieren reconocer, aunque sea una obra que no haga ruido sino en silencio, ahí está la obra de la Iglesia, como esa planta que ha crecido hasta hacerse grande como para que las aves del cielo vengan a ella a cobijarse y a poner sus nidos, como nos dice la parábola. 
Pensemos en estos momentos difíciles cuánta esperanza se siembra en nuestro a través de esa obra humanitaria y de justicia de dar de comer al hambriento como se realiza de tantas maneras a través de nuestras Cáritas parroquiales y de tantas personas que con generosidad se dan, comparten sus bienes, dedican su tiempo, se sacrifican por ayudar a los demás. 
Por mi mente está pasando el listado de tantas personas que conozco con sus nombres y que en muchos sitios, en muchas parroquias, en muchas Cáritas, en muchas instituciones están trabajando con ilusión, con ganas, con gran esfuerzo, con esperanza para hacer el bien. Es esa labor callada y silenciosa desde los pequeños detalles, como nos dice hoy el evangelio, que están haciendo presente el evangelio en nuestro mundo y que son semilla de su transformación. No serán cosas espectaculares como quizá nos gustaría, pero es la pequeña y fructuosa semilla que a su tiempo dará su fruto. El que haya personas así ya es fruto de esa semilla plantada. Son semillas de evangelio vivo.
Que seamos capaces de comprender y valorar esas cosas pequeñas que con la gracia de Dios no solo transforman nuestros corazones sino que van también transformando nuestro mundo. No perdamos la esperanza. Vivamos nuestro compromiso por el Reino de Dios.