sábado, 9 de junio de 2012


El que se vacía de sí mismo podrá llenarse de verdad de Dios
2Tim. 4, 1-8; Sal. 70; Mc. 12, 38-44
‘Dichosos los pobres en el espíritu porque de ellos es el Reino de los cielos’. Ha sido la aclamación del Aleluya antes del Evangelio recogiendo la primera de las bienaventuranzas de Jesús en el Sermón del Monte que pronto tendremos ocasión de escuchar y meditar. 
Dicho así, como lo hemos proclamado en el aleluya y tantas veces escuchado en el evangelio, nos parece algo hermoso; pero está el peligro de que se nos quede en una frase lapidaria hermosa pero que luego en los intereses nuestros de cada día estén bien lejos de nuestra vida, de nuestro actuar, de los principios que rijan nuestra vida.
En el evangelio para el que nos ha preparado para su escucha esta antífona se nos presentan de manera antitética dos posturas. Por una parte aquellos que no quieren bajarse de sus pedestales, sino que más bien siempre estarán buscando motivos para la apariencia y el lucimiento personal incluso hasta en aquello bueno que pudieran hacer. Pero enfrente tenemos a la viuda que calladamente pone sus dos cuartos –moneda bien ínfima – pero con lo que es capaz de desprenderse de todo lo que tiene incluso en su pobreza más extrema. ‘Ha echado todo lo que tenía para vivir’, y sin embargo vive y con la vida de mayor dignidad en la alabanza incluso de Jesús. 
‘¡Cuidado con los letrados!, dice Jesús. Les encantan los ropajes amplios, las reverencias en la plaza…, los lugares de honor…, los primeros puestos… hasta se aprovechan en sus largos rezos de las pobres viudas’. ¿Seguirá esto siendo una postura de muchos, incluso en el seno de la Iglesia? El orgullo y la vanidad es una tentación que no se ha acabado, tiene plena vigencia y muchos que se dejan cautivar por ello. 
¡Cuánto les costó a los discípulos de Jesús dejar de soñar en primeros puestos y lugares de honor! Era lo que estaban contemplando en el día a día en aquellos que se consideraban importantes en su sociedad y dirigentes de la misma. Por eso Jesús continuamente nos estará enseñando la lección. Lección que tenemos en su propia vida, porque ‘el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos’. 
Jesús aprovecha la oportunidad de la lección de aquella pobre viuda, tan sencilla y tan  humilde que hubiera pasado desapercibida para todos. Jesús sí sabía lo que había en el corazón de aquella mujer, y conocía, además de su humildad, su generosidad y su desprendimiento y quiere darnos la lección. Nos hace fijarnos en los pequeños, los sencillos, los que pueden parecer los últimos que serán verdaderamente grandes en el Reino de los cielos. ‘Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el arca del templo más que ninguno. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir’.
Es que serán los pequeños y los humildes los que entenderán del reino de los cielos. Serán a los que el Padre les revele allá en su corazón los secretos del Reino de Dios. Por eso, nunca los que se consideran a sí mismos grandes e importantes, sabios y entendidos, llegarán a entender el Reino de Dios, podrán conocer los misterios del Reino de los cielos. 
Es por el camino por donde nosotros tenemos que caminar y cuando seamos humildes de verdad aprenderemos entonces a ser generosos y a compartir, a desprendernos de lo que tenemos y hasta de lo que somos porque serán otras cosas las que serán verdaderamente importantes para nosotros. Y es que el que se vacía de si mismo podrá llenarse de verdad de Dios. Es la lección de la Palabra de Dios hoy para nosotros, esa palabra, como escuchábamos ayer, que siempre es útil para enseñar, para corregir, para animar, para descubrir y llegar a conocer y vivir todo lo que es el Reino de Dios, el Reino de los Cielos.

viernes, 8 de junio de 2012


Desde niño conoces la Sagrada Escritura, permanece en lo que has aprendido
2Tim. 3, 10-17; Sal. 118; Mc. 12, 35-37
‘Pero tú permanece en lo que has aprendido y se te ha confiado, sabiendo de quién lo aprendiste y que desde niño conoces la Sagrada Escritura’. Alaba Pablo la fe de Timoteo en la que ha fundamentado su vida. Una fe nacida y alimentada en el conocimiento de la Sagrada Escritura, en la Palabra de Dios con la que fue educado desde niño.
Pero Timoteo fue también testigo de la predicación de Pablo y de los sufrimientos que tuvo que padecer el apóstol a causa del evangelio. En los viajes de Pablo el joven Timoteo quiere seguir al apóstol y lo acompañará de forma muy cercana, encomendándole delicadas misiones hasta que quedó como Obispo de Éfeso. Y precisamente recuerda Pablo como en aquellos lugares cercanos al nacimiento y la vida de Timoteo tuvo que sufrir fuertes y violentas persecuciones.
‘Tú seguiste paso a paso mi doctrina y mi conducta, mis planes, fe y paciencia, mi amor fraterno y mi aguante en las persecuciones y sufrimientos, como aquellos que me ocurrieron en Antioquía, Iconio y Listra’. Por una parte es hermoso lo que le recuerda el apóstol, como fue testigo de su vida, de su fe, de su predicación y ahí bebió el joven discípulo para vivir luego él también su apostolado. Siente todo apóstol también ese deseo en su corazón de que su vida pueda ser un testimonio positivo que atraiga a muchos al evangelio y al seguimiento de Jesús, e incluso despierte en otros la vocación apostólica. Es un gozo que en ocasiones nos concede el Señor.
Por otra parte, cuando leímos los Hechos de los Apóstoles en el tiempo pascual escuchamos todos esos relatos de las persecuciones sufridas; cómo fue apedreado, encarcelado entre cadenas y cepos, expulsado de aquellas ciudades, maltratado en muchas ocasiones, huyendo muchas veces de ciudad en ciudad. Pero el apóstol sabe que quiere ser fiel al evangelio va a encontrar esa oposición, como ya la tuvo Jesús que fue conducido al patíbulo.
Pero hay un aspecto importante en este texto de la carta de Pablo a Timoteo, lo que le habla de cómo había fundamentado desde niño su vida en la Sagrada Escritura. Es la Sabiduría que conduce a la salvación. Y de esa sabiduría del Evangelio, de la Palabra de Dios hemos de empaparnos. Es palabra de vida que nos conduce a la vida; es palabra que nos llena de luz y dará sentido profundo a nuestra vida, es palabra que responde a las inquietudes más hondas del corazón humano, porque nos conduce hasta Dios.
‘Toda Escritura, inspirada por Dios, es también útil para enseñar, para reprender, para corregir, para educar en la virtud; así el hombre de Dios estará perfectamente equipado para toda obra buena’, termina diciendo el apóstol.
Cuánto podemos aprender en la Sagrada Escritura; cuánto nos puede servir de inspiración para ayudarnos a encontrar lo bueno y vivir en la virtud; cuánto nos sirve también para precavernos de las cosas malas y aprendamos así a no dejarnos arrastrar por la tentación. Allí encontramos ejemplo, fuerza de vida, gracia de Dios.
La Palabra de Dios siempre nos ayudará a fortalecer nuestra vida en lo bueno, en lo justo, en lo noble, en la virtud. Con cuánto amor hemos de acudir a la Palabra del Señor para empaparnos de la vida y de la gracia de Dios. Cómo tenemos también que trasmitir esa enseñanza a los demás, despertar el amor por la Escritura Santa, anhelar con fuerza cada día ese encuentro con la Palabra de Dios de manera que no dejemos pasar un día sin haber escuchado en nuestro corazón ese mensaje de Dios.

jueves, 7 de junio de 2012


No estás lejos del Reino de Dios
2Tim. 2, 8-15; Sal. 24; Mc. 12, 28-34
‘No estás lejos del Reino de Dios’, le dijo Jesús al letrado tras el diálogo de preguntas y respuestas sobre lo que era el principal mandamiento. Jesús le repite lo que está escrito en la Escritura y el letrado quiere corroborar o confirmar las palabras de Jesús. Pero la última palabra de Jesús es una palabra de ánimo y esperanza. ‘Viendo que había respondido sensatamente le dice: no estás lejos del Reino de Dios’.
Se me ocurre pensar ¿nos dirá lo mismo Jesús a nosotros, ‘no estás lejos del Reino de Dios’? Y ya sabemos no es cuestión sólo de sabernos la lección de memoria, como cuando éramos pequeños y nos aprendíamos el catecismo, preguntas y respuestas, de memoria o las lecciones que estudiábamos.
En ese mismo sentido de la afirmación de Jesús y relacionándolo con lo que hemos escuchado en la carta de san Pablo a Timoteo, ¿seríamos capaces nosotros como el apóstol de llevar cadenas a causa del evangelio? ‘Este es mi evangelio, le dice, por el que sufro hasta llevar cadenas como un malhechor’. Lo que nos está indicando es que está en la cárcel – vísperas quizá de su martirio – cuando le escribe esta carta a su discípulo.
‘Haz memoria de Jesucristo, el Señor, le dice, resucitado de entre los muertos, nacido del linaje de David. Este ha sido mi evangelio… lo aguanto todo por los elegidos para que ellos también alcancen la salvación, lograda por Cristo Jesús, con la gloria eterna’. Una proclamación de fe con un testimonio claro y valiente de vida. Una generosidad de su corazón que le hace buscar, sea como sea, aunque él tenga que sufrir incluso cadenas, con tal de lograr la salvación de alguno.
Cuántas veces queremos escurrir el bulto si el testimonio de nuestra fe nos puede acarrear dificultades, persecuciones, sufrimientos. ¿Hasta donde somos capaces de llegar en el testimonio de nuestra fe? La historia de la Iglesia de todos los tiempos está jalonada por el testimonio de tantos mártires que dieron su vida, derramaron su sangre por el nombre de Jesús. Y fue en esos tiempos duros de la vida de la Iglesia cuando más resplandecía la fe de los cristianos, cuando más crecía la Iglesia. No en vano se suele decir que la sangre de los mártires es semilla de cristianos.
‘Es doctrina segura: si morimos con El, viviremos con El. Si perseveramos, reinaremos con El. Si lo negamos, El también nos negará. Si somos infieles, El permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo’. Ya Jesús nos había anunciado en el evangelio que quien diere testimonio de él ante los hombres, tendrá en el cielo ante el Padre quien dé la cara por él. ‘Me pondré de su parte’, nos dice. Viviremos con El, reinaremos con El, porque El nos llevará consigo y donde esté El estaremos nosotros también, como nos repite tantas veces en el evangelio. ‘Dichosos si sois perseguidos por mi causa, porque de vosotros será el Reino de los cielos’.
No olvidemos que no nos faltará nunca la fuerza del Espíritu, que pondrá fuerza en nuestro corazón y palabras en nuestros labios cuando tengamos que dar el testimonio de nuestra fe. Ojalá escuchemos esa palabra de Jesús con lo que iniciábamos nuestra reflexión. Que por nuestro amor, un amor verdadero y auténtico a Dios y un amor profundo y vivo a nuestros hermanos en el estilo de Jesús nos haga merecer esa alabanza de Jesús porque vivamos dentro de los parámetros del Reino de Dios. Para nosotros tiene el Reino preparado si sabemos ser fieles, si sabemos amar con un amor como el suyo y no tenemos miedo de gastarnos y darnos hasta el final a causa de su nombre.

miércoles, 6 de junio de 2012


Por designio divino llamado a anunciar la promesa de vida que hay en Cristo Jesús

2Tim. 1, 1-3.6-12; Sal. 122; Mc. 12, 13-17
‘Apóstol de Jesucristo por designio de Dios, llamado a anunciar la promesa de vida que hay en Cristo Jesús…’ Hermosa definición que hace Pablo de sí mismo, de su vocación y de su misión cuando saluda al hijo querido, Timoteo, en la segunda carta que hoy nos propone la liturgia.
No es voluntad propia, sino ‘designio de Dios’. ¿Qué es lo que nos anuncia? ¿Cuál es su mensaje? ‘La promesa de vida que hay en Cristo Jesús’. Podemos recordar que no fue Saulo el que buscó a Jesús sino que fue Jesús el que le salió al encuentro en el camino de Damasco cuando iba con sones de persecución para los que seguían el camino de Jesús.  ‘Lo he elegido para ser instrumento que lleve mi nombre a todos los pueblos’, le dijo el Señor a Ananías. Y se convirtió en mensajero de vida, de la vida de Jesús que a todos llena de vida y de salvación.
¿No será ese el mensaje que los que creemos en Jesús tenemos que llevar siempre a los demás? Esta carta de Pablo que estamos comentando forma parte de las llamadas cartas pastorales; en ellas el apóstol da instrucciones a aquellos discípulos a los que había encomendado unas comunidades - Éfeso a Timoteo, Creta a Tito, como bien  sabemos – y en este caso estamos viendo cómo el apóstol se preocupa de que Timoteo avive la gracia de Dios que recibió con la imposición de las manos.
Pero nos vale a todos, pastores y fieles, dichas recomendaciones porque todos tenemos la misión del apostolado, en virtud de nuestra fe en Jesús y nuestra pertenencia a la comunidad cristiana hemos de ser apóstoles, testigos de nuestra fe en medio del mundo. ‘Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, de amor y de buen juicio’. Por eso le dice, nos dice, ‘toma parte en los duros trabajos del evangelio, según las fuerzas que Dios te dé’.
No terminamos de considerar lo suficiente la riqueza del mensaje del evangelio que nos manifiesta el amor que Dios nos tiene desde toda la eternidad. Nos regala su amor y nos regala su vida que se manifiesta en plenitud en Jesucristo, el Señor. Sintiéndonos así amados de Dios, si lo consideráramos lo suficiente, nos sentiríamos urgidos a la santidad, a una vida santa. ¿Cómo no responder con una vida de amor a todo el amor que Dios nos tiene?
‘El nos salvó y nos llamó a una vida santa, no por nuestros méritos, sino porque antes de la creación del mundo, desde tiempo inmemorial, Dios dispuso darnos su gracia, por medio de Jesucristo, y ahora, esa gracia se ha manifestado por medio del evangelio, al aparecer nuestro Salvador Jesucristo que destruyó la muerte y sacó a la luz la vida inmortal’. Maravilloso mensaje que tenemos que meditar pausadamente allá en lo hondo de nuestro corazón. Rumiarlo en nuestro interior, repetir una y otra vez la reflexión dejando que el Espíritu del Señor nos ilumine por dentro.
Esto para nuestra vida, pero esto también como mensaje que hemos de saber trasmitir a los demás. No conocemos a veces suficientemente todo lo que es el misterio de nuestra salvación y por eso nuestra vida en ocasiones es mediocre espiritualmente. Y si nos encontramos mucha gente a nuestro alrededor a los que no les dice nada o les dice poco la fe y el ser cristiano, hemos de reconocer porque muchas veces no se les ha hecho el debido anuncio.
¿Cómo van a creer si no se les anuncia el Evangelio? Esto nos urge con mayor intensidad el que tenemos que ser apóstoles, testigos de nuestra fe en Jesús, de la salvación que en Jesús Dios nos da para todos los  hombres. Que la gracia del Señor nos acompañe. Como dice el apóstol ‘estoy firmemente persuadido de que tiene poder para asegurar hasta el último día el encargo que me dio’. No nos faltará la gracia del Señor en ese testimonio que hemos de dar de Jesús y del evangelio.

martes, 5 de junio de 2012

Confiados en la promesa del Señor esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva…
2Pd. 3m 12-15.17-18; Sal. 89; Mc. 12, 13-17
El cristiano es el que ha puesto toda su fe y esperanza en el Señor y desde esa fe y esa esperanza siente la trascendencia de su vida y espera el cielo nuevo y la tierra nueva en la que habite la justicia, como nos dice hoy la carta de san Pedro. ‘Nosotros confiados en la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva en que habite la justicia’.
Esa esperanza se hace oración en el cristiano para pedir la venida del Señor. ‘Maranatha’ gritamos nosotros con el Apocalisis; ‘Ven, Señor Jesús’ pedimos repetidamente en la liturgia mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Señor Jesucristo. Así lo confesamos en el Credo también: ‘subió a los cielos, donde está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso, y desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos’, expresando así la esperanza de la segunda venida del Señor en gloria al final de los tiempos. 
Pero esta esperanza no nos exime del tiempo presente. Todo lo contrario, nos sentimos más obligados con el momento presente de nuestra vida y nuestra historia. Ese mundo, esa vida que Dios ha puesto en nuestras manos hemos de trabajarla y desarrollarla buscando siempre el bien del hombre y la gloria del Señor. 
Los talentos, nos enseña el evangelio, no se pueden enterrar. La viña de nuestra vida ha de dar fruto, el fruto que espera el Señor de nosotros como amo de la viña, como Dueño de nuestra vida y Señor de la historia.
Hoy nos dice el apóstol Pedro en su segunda carta que estamos leyendo y comentando: ‘Por tanto, queridos hermanos, mientras esperáis estos acontecimientos, procurad que Dios os encuentre en paz con El, inmaculados e irreprochables’. En paz con Dios que significa estar también en paz con uno mismo y con los que nos rodean. En paz con Dios y consigo mismo porque sabemos obrar con rectitud y justicia. 
Por eso nos dice ‘inmaculados e irreprochables’, sin ninguna mancha de error, de injusticia, de maldad; irreprochables, o sea, que nada se nos pueda reprochar porque lo hagamos con maldad, porque sepamos actuar con responsabilidad porque obremos con rectitud, como decíamos, buscando lo bueno y lo justo, buscando siempre el bien. 
Una tarea que  no hacemos sólo por nosotros mismos y con nuestras fuerzas sino que contamos con la ayuda y la gracia del Señor. Qué necesaria es la oración en la vida del cristiano, porque queremos siempre contar con el Señor. Es el Señor el que nos da la gracia que nos libra del mal; que nos da la gracia que nos fortalece frente a la tentación; que nos da la gracia que ilumina nuestra vida para ver lo que tenemos que hacer; que nos da la gracia que nos da fuerza para esa lucha por el bien y la justicia.  
Por eso en la liturgia le pedimos cuando expresamos esa esperanza que anima nuestra vida, la espera de la venida del Señor, que nos ‘libre de todos los males y nos conceda la paz’; que ‘ayudados por su misericordia vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación’. Me gusta recordar las oraciones que decimos en la liturgia para que profundicemos en ellas y las hagamos siempre con todo sentido. El repetirlas una y otra vez con las mismas palabras nos puede hacer caer en la rutina de manera que las digamos, sí, pero que no lleguemos a sentirlas hondamente en nosotros. 
Que llegue al Señor a nuestra vida y nos encuentre vigilantes; que no estemos nunca ociosos, que seamos conscientes de la tarea que tenemos que realizar, que vayamos creciendo más y más en nuestra fe y en nuestro conocimiento de Dios. Como nos dice el apóstol ‘creced en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, a quien sea la gloria ahora y por siempre’. Todo siempre para la gloria del Señor.


lunes, 4 de junio de 2012


El gozo de nuestra fe nos ha de llevar a dar frutos de vida cristiana
2Pd. 1, 1-7; Sal. 90; Mc. 12, 1-12
Cuando vivimos con gozo nuestra fe cada día tendremos más deseos de crecer más y más en nuestro conocimiento de Dios y en la medida que vamos madurando en nuestras actitudes y comportamientos de creyente lo iremos manifestando en nuestra vida con los frutos de nuestro compromiso y buenas obras. 
Es lo que realmente tendríamos que vivir, sintiendo que esa fe que tenemos en Dios ilumina nuestra vida dándole un sentido y una fuerza a nuestro vivir. Es cierto que está nuestra debilidad que actúa muchas veces como una rémora que nos frena en ese crecimiento de la fe y del conocimiento de Dios y nos ataja, por así decirlo, en nuestro compromiso creyente y cristiano.
La fe, que hemos de reconocer también que es un don de Dios y un don sobrenatural porque no es una fe nacida solamente desde nuestro raciocinio, desde nuestros razonamientos humanos, es como esa viña de la que nos habla la parábola del Evangelio que Dios ha puesto en nuestras manos. De la misma manera que el dueño de la viña enviaba quien recogiera los frutos de aquel arrendamiento a los labradores a los que la había confiado, Dios espera de nosotros también esos frutos que han de resplandecer en nuestra vida. 
Pero la parábola, que describe muy bien cuál era la respuesta que el antiguo pueblo de Dios estaba dando a la Alianza que habían hecho con Dios, refleja también muchas actitudes, muchas posturas, muchas cosas negativas incluso de nuestra vida. ‘Jesús, dice el evangelista, se puso a hablar en parábolas a los sumos sacerdotes, a los letrados y a los senadores’. Quiere plasmarles claramente el mensaje y ellos al final captaron realmente que hablaba por ellos porque dice que ‘intentaron echarle mano, porque veían que iba por ellos pero temieron a la gente y se marcharon’.
Como tantas veces hemos dicho, la parábola que es Palabra que Dios nos dice hoy a nosotros hemos de saber escucharla entendiendo bien lo que a nosotros también nos dice y nos pide el Señor. ¿Qué nos pide? Que rindamos el fruto de nuestra fe, de toda esa gracia que Dios ha derramado en nuestra vida y que ha de florecer en esos frutos de buenas obras y compromiso cristiano.
También nos cuesta como a aquellos arrendatarios escuchar y recibir a los enviados de Dios que el Señor pone a nuestro paso en el camino de la vida para seguir iluminándonos con su Palabra, para hacernos llegar la gracia de Dios. Cuántas veces hacemos oídos sordos a la Palabra del Señor que se nos proclama y nos escudamos en que los que nos trasmiten el mensaje no saben hacerlo, son unos pesados, las homilías son largas y no sé cuantas disculpas más vamos poniendo en nuestra vida. 
Con nuestra cerrazón, con nuestros oídos sordos, con nuestro pecado hacemos como aquellos arrendatarios que no escuchamos o más bien rechazamos al mensajero de Dios. Tratamos de justificarnos muchas veces porque pensamos que ya lo hacemos todo bien y que no es necesario que nos recuerden nada y seguimos mientras tanto con nuestra rutina, con nuestra frialdad y realmente no vamos creciendo como deberíamos en nuestra fe y en la respuesta que hemos de darle al Señor. 
Recojamos también el mensaje que nos ofrece hoy la carta de san Pedro. ‘Poned todo empeño en añadir a vuestra fe la honradez, a la honradez el criterio, al criterio el dominio propio, al dominio propio la constancia, a la constancia la piedad, a la piedad el cariño fraterno, y al cariño fraterno el amor’. Que se manifiesten palpables los frutos de nuestra fe, esa fe que queremos vivir con gozo, con alegría, con entusiasmo y de la que hemos de contagiar también a los demás.

domingo, 3 de junio de 2012


Un Misterio de Dios que es Misterio de Amor que se derrama en nuestro corazón

Deut. 4, 32-34.39-40;
 Sal. 32;
 Rm. 8, 14-17;
 Mt. 28, 16-20

Me pidieron que les hablara de Dios, pero  no me salieron las palabras, me quedé callado, me quede en silencio; me encontré ante el Misterio de la inmensidad de Dios que es inalcanzable en nuestras medidas e inexplicable con nuestras palabras humanas. 
Me pidieron que les hablara de Dios y en silencio me puse a reflexionar, a mirar en mi interior y a mirar a mi alrededor, pero aunque no encontrara palabras para explicar lo que me sucedía sí sentía que algo, mejor Alguien, me estaba inundando por dentro y dejando una tremenda paz en mi interior que de ninguna otra manera podía sentir ni alcanzar.
Me pidieron que les hablara de Dios y aunque era inexpresable con palabras sentía una luz que llenaba por dentro, disipando dudas y tinieblas, y elevaba mi espíritu haciendo que sintiera deseos de algo grande, que aunque misterioso en principio me iba haciendo sentir mejor, con mejores sentimientos, con sueños cada vez más hermosos no solo para mi sino que también me hacía pensar en los demás. 
Me pidieron que les hablara de Dios y comencé a mirar alrededor, y me di cuenta de que había mucho sufrimiento, muchas oscuridades en muchos corazones, mucha gente atormentada que se debatía entre sus dudas y sus desilusiones; pero contemplé a otros que venían con ráfagas de luz en sus manos y en su corazón para despertar esperanzas, y estaban como en pie de guerra en el deseo de transformar aquellas situaciones de sufrimiento y de oscuridad; y me daba cuenta que tenían una fuerza interior que les hacía luchar y trabajar por los demás, y que algo venido de lo alto los impulsaba a aquella tarea por hacer un mundo mejor; eran ellos los que ahora me estaban hablando a mí de Dios.
Me pidieron que les hablara de Dios y sentía en mi corazón unos nuevos impulsos de amor, de misericordia, de compasión que me hacían mirar a mi alrededor para ver con una mirada distinta a los que me rodeaban y aquellos que quizá antes podía haber mirado como despreciables ahora los veía con nuevos ojos y sentía en mi corazón impulsos de fraternidad y de comunión para preocuparme con ellos, para sufrir con sus sufrimientos, para compartir lo que soy y lo que tengo, para alegrarme con sus alegrías, para sentir el impulso de tender la mano para comenzar a caminar juntos. 
Me pidieron que les hablara de Dios y aunque ya no sabía decir doctrinas ni ideas preestablecidas sobre las cosas que habitualmente se dicen de Dios, sí estaba sintiendo que mi vida estaba cambiando porque algo había en mí que me hacía sentirme distinto, transformado, con nueva mirada y con nuevos sentimientos. 
Me pidieron que les hablara de Dios pero era Dios el que estaba hablándome a mí, allá en mi interior, en lo más hondo de mi corazón para sentir su grandeza, sí, y su omnipotencia, y su inmensidad, y su poder, pero para sentir que algo de Dios llegaba a mi vida, algo de la divinidad me estaba levantando hacia nuevos horizontes, algo divino estaba dejando huella en mi alma, y al amar yo con un nuevo amor, me daba cuenta que era el amor de Dios el que me estaba transformando y haciendo amar, y mirar, y hacer las cosas de una manera nueva. 
Sentía que Dios estaba en mí; sentía que Dios me amaba con un amor de predilección especial como un padre quiere a su hijo, porque para cada hijo el padre tiene siempre un amor único y especial; sentía que aunque mi vida estaba llena de sombras y abandonos el gozo de la misericordia divina inundaba mi corazón porque en El me sentía liberado de todos esos pesos de mis culpas e infidelidades; sentía y descubría que Dios se estaba dando por mí en un amor que era el más grande porque me daba su vida, entregaba su vida por mí, y me sentía rescatado y a qué precio del abismo en que había caído con mi pecado; sentía finalmente que no me abandonaba sino que El era, es ahora mi fuerza y mi vida para caminar en esa vida nueva que me estaba ofreciendo. 
Es el Misterio de Dios del que no se hablar cuando me preguntan porque las palabras se me hacen cortas y limitadas, pero al que yo siento ahí en mi vida y en mi interior, pero que siento que así también quiere estar en medio del mundo, en el corazón de todos los hombres. 
La Iglesia celebra hoy en su liturgia el domingo, la solemnidad de la Santísima Trinidad, el misterio de Dios que se nos revela en el evangelio y que está presente continuamente en nuestra vida. ‘Proclamamos nuestra fe, como diremos en el prefacio, en la verdadera y eterna Divinidad, adoramos tres personas distintas de única naturaleza e iguales en su dignidad’. 
Misterio de Dios que nos cuesta entender y explicar con palabras humanas pero a quien continuamente estamos invocando porque en su nombre, en el nombre de la Santísima Trinidad iniciamos todo en nuestra vida y en el nombre de la Santísima Trinidad recibimos continuamente su gracia y su bendición. Fijémonos cómo está siempre presente este misterio de la Trinidad en nuestras oraciones y en nuestra manera de invocar a Dios.
Más que buscar palabras que nos lo hagan inteligible, abramos nuestro corazón a la experiencia de Dios que vivimos cada día y aceptando toda la revelación que Jesús nos hace del Padre y de todo el misterio de Dios; descubramos su presencia en nuestra vida que nos llena de vida y de plenitud, de luz y de esperanza, de fortaleza para nuestro caminar y de amor nuevo con que amar a Dios y a nuestros hermanos; lo podremos ver en muchos hermanos nuestros a nuestro lado y lo podemos sentir en nuestro propio corazón. 
Dejémonos iluminar por ese Espíritu divino que inunda nuestro corazón y tendremos nueva mirada para dirigirnos a Dios y conocerle y amarle cada día más, y tendremos nueva mirada para nuestra propia vida y la vida de los hombres nuestros hermanos que caminan a nuestro lado, a los que vamos a amar con un amor nuevo porque nuestro corazón se llena de la ternura de Dios, de su misericordia y de su amor.
Cuando sintamos a Dios así en nuestra vida y en nuestro corazón descubriremos que ya no nos podemos encerrar en nosotros mismos y en las materialidades y sensualidades mundanas que algunas veces tanto nos han interesado; descubriremos que por una parte nuestro espíritu se levanta y se lanza hacia lo alto, hacia el más allá, hacia la trascendencia que siento que se le da a mi vida, pero descubriré por otra parte que no podré dejar de mirar a los hermanos que están a nuestro lado con los que tendré que compartir mi vida, mi caminar, mi amor.
Es que estaremos sintiendo en nosotros el Espíritu de Dios y ‘los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios’, como nos decía el Apóstol. Y siendo hijos de Dios nuestra relación con Dios y nuestra relación con los demás comenzarán a ser distinta. ‘Somos hijos de Dios, y si somos hijos somos también herederos, herederos de dios y coherederos con Cristo, ya que sufrimos con El para ser también con El glorificados’.