martes, 5 de junio de 2012

Confiados en la promesa del Señor esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva…
2Pd. 3m 12-15.17-18; Sal. 89; Mc. 12, 13-17
El cristiano es el que ha puesto toda su fe y esperanza en el Señor y desde esa fe y esa esperanza siente la trascendencia de su vida y espera el cielo nuevo y la tierra nueva en la que habite la justicia, como nos dice hoy la carta de san Pedro. ‘Nosotros confiados en la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva en que habite la justicia’.
Esa esperanza se hace oración en el cristiano para pedir la venida del Señor. ‘Maranatha’ gritamos nosotros con el Apocalisis; ‘Ven, Señor Jesús’ pedimos repetidamente en la liturgia mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Señor Jesucristo. Así lo confesamos en el Credo también: ‘subió a los cielos, donde está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso, y desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos’, expresando así la esperanza de la segunda venida del Señor en gloria al final de los tiempos. 
Pero esta esperanza no nos exime del tiempo presente. Todo lo contrario, nos sentimos más obligados con el momento presente de nuestra vida y nuestra historia. Ese mundo, esa vida que Dios ha puesto en nuestras manos hemos de trabajarla y desarrollarla buscando siempre el bien del hombre y la gloria del Señor. 
Los talentos, nos enseña el evangelio, no se pueden enterrar. La viña de nuestra vida ha de dar fruto, el fruto que espera el Señor de nosotros como amo de la viña, como Dueño de nuestra vida y Señor de la historia.
Hoy nos dice el apóstol Pedro en su segunda carta que estamos leyendo y comentando: ‘Por tanto, queridos hermanos, mientras esperáis estos acontecimientos, procurad que Dios os encuentre en paz con El, inmaculados e irreprochables’. En paz con Dios que significa estar también en paz con uno mismo y con los que nos rodean. En paz con Dios y consigo mismo porque sabemos obrar con rectitud y justicia. 
Por eso nos dice ‘inmaculados e irreprochables’, sin ninguna mancha de error, de injusticia, de maldad; irreprochables, o sea, que nada se nos pueda reprochar porque lo hagamos con maldad, porque sepamos actuar con responsabilidad porque obremos con rectitud, como decíamos, buscando lo bueno y lo justo, buscando siempre el bien. 
Una tarea que  no hacemos sólo por nosotros mismos y con nuestras fuerzas sino que contamos con la ayuda y la gracia del Señor. Qué necesaria es la oración en la vida del cristiano, porque queremos siempre contar con el Señor. Es el Señor el que nos da la gracia que nos libra del mal; que nos da la gracia que nos fortalece frente a la tentación; que nos da la gracia que ilumina nuestra vida para ver lo que tenemos que hacer; que nos da la gracia que nos da fuerza para esa lucha por el bien y la justicia.  
Por eso en la liturgia le pedimos cuando expresamos esa esperanza que anima nuestra vida, la espera de la venida del Señor, que nos ‘libre de todos los males y nos conceda la paz’; que ‘ayudados por su misericordia vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación’. Me gusta recordar las oraciones que decimos en la liturgia para que profundicemos en ellas y las hagamos siempre con todo sentido. El repetirlas una y otra vez con las mismas palabras nos puede hacer caer en la rutina de manera que las digamos, sí, pero que no lleguemos a sentirlas hondamente en nosotros. 
Que llegue al Señor a nuestra vida y nos encuentre vigilantes; que no estemos nunca ociosos, que seamos conscientes de la tarea que tenemos que realizar, que vayamos creciendo más y más en nuestra fe y en nuestro conocimiento de Dios. Como nos dice el apóstol ‘creced en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, a quien sea la gloria ahora y por siempre’. Todo siempre para la gloria del Señor.


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