sábado, 30 de julio de 2011
Rompamos la espiral del mal y busquemos la gracia y salvación
viernes, 29 de julio de 2011
Apertura mutua y leal del corazón para sentirnos bien como en el hogar de Betania
Lc. 10, 38-42
Al escuchar los pasajes del evangelio que nos hablan de Betania en esos distintos momentos en que Jesús se encontró con aquella querida familia de Marta, María y Lázaro, mi imaginación se ha echado a volar para querer contemplar tan hermoso lugar y tan maravillosas escenas.
Un largo patio, como el de nuestras casas canarias de nuestros campos, con alguna palmera en cualquier lugar, una enredadera o parral que da sombra y cobijo a los asientos hechos quizá en los mismos muros que lo rodean, un pozo con su brocal y lo necesario para sacar el agua fresca del abastecimiento y más allá casi como una celosía un olivo a través del cual se enmarca el paisaje de los campos que rodean la casa; un portalón que da al camino, pero siempre medio abierto como siempre han estado abiertos en nuestras casas para que entren y salgan los vecinos, o cualquiera que pase por el camino se pueda detener a conversar con los que allí habitan.
No podemos olvidar que este dulce hogar de Betania está junto al camino que sube desde Jericó y se dirige a Jerusalén a través del cercano monte de los olivos desde el que ya se divisaría la ciudad. Cuántos se detendrían en aquel hogar siempre abierto y acogedor que ofrecería agua y descanso reconfortante al caminante. ¿Sería así cómo se entablaría la amistad de Jesús y sus discípulos con aquella familia? Sí sabemos que en muchas ocasiones, estando en Jerusalén o de paso por el camino, allí Jesús se detendría, como nos describe el evangelio que hoy hemos escuchado.
Quizá me detenga tanto en esta descripción porque es algo que hoy echo de menos en nuestras casas. Pasas por caminos y calles y no ves sino puertas y ventanas cerradas hasta con las persianas fechadas, como si nadie viviera tras aquellos muros. ¿Los miedos de nuestra vida moderna tan llena de violencias? ¿La desconfianza que tenemos siempre ante los demás sobre todo si son extraños o desconocidos?
Algo nos puede estar pasando porque así cerramos tras el miedo, la desconfianza y nuestros egoísmos insolidarios no sólo las puertas y ventanas de nuestras casas, sino lo que es peor las puertas y ventanas de nuestra vida. Es que la vida nos hace ser así, nos puede decir alguien. Pero yo me pregunto si quienes creemos en Jesús y ponemos como lema de nuestra vida el amor es así cómo tenemos que reaccionar ante el extraño. Fijémonos, si no, cómo caminamos por nuestras calles donde cada uno va a lo suyo y ya ni miramos al que se cruza con nosotros y quizá pueda estar deseando venir a nuestro encuentro.
Son cosas en las que me hace pensar este evangelio que estamos comentando en la fiesta de esta santa que destacó precisamente por su hospitalidad y la apertura de su corazón. En aquella casa quien llegaba a ella podía sentirse a gusto. Los afanes de Marta quizá por una parte para tenerlo todo preparado, pero la capacidad de escucha de María que no se perdía una palabra de Jesús aunque le valiera los reproches de su hermana, eran las señales de la confianza y de la acogida que allí se ofrecía.
Así se sentiría a gusto Jesús con una acogida tan hermosa. Así llegaría Jesús a llorar con ellas en su sufrimiento y desolación en la muerte de Lázaro. ‘Mira, cómo lo quería’, dirían los judíos cuando vieron caer los lagrimones por el rostro de Jesús ante el sepulcro de su amigo Lázaro. Qué hermosa comunión de amistad y de amor sincero y leal se estableció entre aquella familia y Jesús, que le hacia ser tan solidario con ellos.
¿No nos dice nada todo esto a nosotros? Creo que un primer mensaje que nos está dejando es que aprendamos a sentirnos a gusto los unos con los otros. Nos sentimos a gusto con alguien cuando nos encontramos con una mirada limpia que expresa un corazón leal y sincero, cuando somos sinceros en lo que nos decimos o manifestamos y no andamos con disimulos y reservas, cuando hay un buen corazón que sabe entrar en sintonía con el otro y es capaz de ofrecerle lo mejor en una ayuda o en un compartir, o hacer sinceramente solidario en los malos momentos.
No es sólo que yo me sienta a gusto con los otros porque sepan ofrecerme esa acogida, sino que los otros puedan sentirse a gusto conmigo porque yo sepa ir con un corazón leal y abierto hasta los demás. Desterremos las reservas y las desconfianzas, que muchas veces pueden nacer de nuestros orgullos o de la envidia que nos corroe por dentro y llega a romper la más hermosa amistad; desterremos todas esas actitudes que tan lejos están del espíritu del evangelio y que entonces tienen que estar lejos también de nuestro sentido cristiano, de nuestra manera de comportarnos como cristianos.
A estas alturas de nuestra reflexión quizá alguien podría preguntarse si en sólo en esto se queda el mensaje que podemos deducir hoy de esta fiesta de santa Marta. Aunque no dijéramos nada más, creo que de estos valores humanos estamos bien necesitados en nuestra convivencia diaria que se ve afectada continuamente por muchas cosas que la hacen difícil y casi imposible en ocasiones. Si a partir de esta reflexión comenzamos todos a poner un poquito de cada parte para que así nos sintamos más acogidos, comprendidos, ayudados mutuamente en nuestras necesidades o problemas, bendeciría y daría gracias a Dios de todo corazón que va haciendo crecer el amor en nuestros corazones. Y esto es mensaje del evangelio.
Podríamos fijarnos también en la fe y la esperanza profunda que se manifiestan en la vida de santa Marta. Aquellos encuentros con Jesús habían caldeado fuertemente su corazón en esa fe y en esa esperanza que la expresa con rotundidad en los momentos difíciles por los que tuvo que pasar en la enfermedad y muerte de su hermano Lázaro. Aunque con emoción manifiesta sus quejas a Jesús por su ausencia física a pesar de sus avisos – ‘si hubieras estado aquí no hubiera muerto mi hermano’ - proclama sin embargo su fe en Jesús. ‘Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el que tenía que venir al mundo’, es el grito de su fe que le sale hondo del alma.
Pero una fe llena de esperanza, ‘sé que mi hermano resucitará en el último día’. Significa eso la trascendencia con que vivía su vida en la esperanza de la vida eterna. No era fácil en aquellos momentos, por una parte porque en las corrientes de pensamiento judías no todos lo tenían claro, y por otra parte porque eran momentos difíciles y de dolor por los que estaba pasando. Pero allí estaba su fe y su esperanza.
Que se mantenga firme nuestra fe, que se reanime nuestra esperanza. No nos puede faltar por muy duros que sean los momentos por los que tengamos que pasar. Tampoco nos podemos dejar influenciar por un mundo de increencia y falto de esperanza que haya a nuestro alrededor.
Nos vemos débiles, nos acecha el sufrimiento muchas veces en la enfermedad, en nuestros cuerpos doloridos, los problemas que van surgiendo en la vida nos agobian bien porque nosotros lo pasemos mal, o porque por la situación de la sociedad en la que vivimos, vemos que muchos lo están pasando mal.
No se puede debilitar nuestra fe, no podemos perder la esperanza. Creemos en Dios que es Padre bueno que nos ama y no nos abandona. Dejémonos conducir por El que nos hará ver la luz. Cuando Jesús llegó junto a la tumba de Lázaro y al pedir que la abrieran alguien le dijo que allí olía mal, porque Lázaro llevaba cuatro días enterrado. Muchos olores de muerte, de mal, de egoísmo, de violencia y de tantas cosas puede haber a nuestro alrededor. ‘¿No te he dicho que si tienes fe verás la gloria de Dios?’ dijo Jesús a quienes ponían obstáculos.
Nos hace falta esa fe cuando nos enfrentamos a todos esos problemas o a esa situación que contemplamos en nuestro mundo. La gloria de Dios está por encima de todo eso y si tenemos fe se va a manifestar esa gloria del Señor. El mundo para nosotros no es un túnel oscuro y sin salida, porque tenemos la luz de Jesús que nos ilumina y nos llena de esperanza.
Hemos querido escuchar con corazón abierto la Palabra del Señor en esta fiesta y recoger ese hermoso mensaje para nuestra vida que a través de san Marta también llega a nuestra vida. Pero también nuestra fiesta tiene que ser una acción de gracias a Dios. Queremos dar gracias al Señor porque ese mensaje nos llega también plasmado en unas vidas que están a nuestro lado, en un estilo de hacer, y en todo lo que representa este Hogar como un lugar en que nos sentimos acogidos, donde son de manera especial acogidos tantos ancianos y ancianas para no sentirse solos ni abandonados, para sentir el calor de ese cariño y esa atención que aquí se les presta. Pero creo que todos los que tenemos una relación con las Hermanitas y estos centros podemos decir que experimentamos en nosotros ese cariño, esa atención y esa acogida para sentirnos siempre bien cuando por un motivo u otro nos acercamos por aquí.
Santa Marta es abogada e intercesora bajo cuya protección están puestos todos los hogares de las Hermanitas; santa Marta es también ese modelo que quieren copiar en sus vidas quienes se han consagrado al Señor para la acogida, la atención y el cuidado de los ancianos y ancianas. Por todo ello tenemos que dar gracias a Dios al tiempo que pedimos la bendición del Señor para cuantos hacen posible la existencia de estos hogares.
Que el Señor las bendiga para que no les falte nunca ese cariño y ese amor tan carismático en sus vidas.
Que el Señor las bendiga para que en la generosidad de muchos haga posible que no falten los recursos para que obras así se puedan seguir realizando y se puedan mantener.
Que el Señor las bendiga suscitando numerosas vocaciones para este carisma tan especial de la atención a los ancianos y ancianas.
Que el Señor nos bendiga a todos y sintamos la protección y el ejemplo de santa Marta para que siempre hagamos que todos también se sientan bien a nuestro lado por esa sinceridad y lealtad de nuestro corazón.
jueves, 28 de julio de 2011
¡Qué deseables son tus moradas…!
‘¡Qué deseables son tus moradas, Señor de los Ejércitos!’ Lo hemos repetido en el salmo. Es la expresión del deseo de todo verdadero creyente. Estar con el Señor. Vivir en la gloria de Dios. ‘Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo’.
Este responsorio y este salmo lo hemos ido recitando, como respuesta de oración a la Palabra proclamada, después de escuchar la descripción que el libro del Exodo nos ha hecho del Santuario del Señor construido por Moisés allá en medio del campamento. Pero ese santuario material, con toda su suntuosidad, con toda la riqueza con que era adornado, porque era para el Señor, es imagen del Santuario de los cielos. Es la imagen terrena que nos recuerda esa presencia del Dios en medio de su pueblo, repito, imagen del Santuario del cielo. Allí está el verdadero y auténtico santuario de Dios.
Todo para manifestar y expresar la gloria del Señor. Porque ¿qué es el cielo? No nos quedamos en un lugar fisico, porque al estar hablando de la presencia de Dios estamos hablando de algo espiritual. El cielo es Dios, es estar en Dios, vivir a Dios en plenitud, gozar de la gloria de Dios. Humanamente mientras caminamos por la tierra necesitamos de esos templos materiales, de esos santuarios que nos manifiesten esa gloria de Dios, nos hagan presente esa gloria del Señor, nos recuerden esa presencia de Dios en medio nuestro. Es una imagen, pues, porque la presencia y la gloria del Señor no la podemos encerrar en ningun templo material. Es algo mucho más profundo e intenso con toda la inmensidad que es Dios.
Eso era, significaba, aquel Santuario levantado por Moisés allí en medio del campamento de Israel. Era la tienda del encuentro, aquel lugar que ‘cuando la nube se posaba sobre él la gloria del Señor llenaba el Santuario’. Esa presencia de la gloria del Señor estaba siendo quien en verdad guiase al pueblo en su peregrinar. Todas las imágenes con que se describe de eso nos están hablando. ‘Cuando la nube se alzaba del Santuario, los israelitas levantaban el campamento en todas sus etapas… de día la nube del Señor se posaba sobre el Santuario, y de noche el fuego, en todas sus etapas, a la vista de toda la casa de Israel’. Era la señal cierta de cómo Dios estaba con ellos.
Cuando ya se establezcan definitivamente en el territorio de Canaán David querrá levantar un templo para el Señor, pero será su hijo y sucesor Salomón el que lo podrá construir. Pero ya sabemos cómo Cristo nos viene a decir que El es el verdadero templo de Dios, porque es la más grande, la más intensa, la más maravillosa presencia de Dios en medio nuestro, Emmanuel, Dios con nosotros, para nuestra vida y salvación.
Seguimos nosotros levantando templos materiales pero ya sabemos siempre que son imagen del templo celestial. Todo a imagen de Cristo, por eso nuestros templos se convierten también en signos de Cristo en medio de nuestro mundo. Seguimos aspirando a habitar en las moradas del Señor, pero ya sabemos nosotros que ese habitar en las moradas del Señor es habitar en Dios. Así centramos nuestra vida en Cristo y en El y por El siempre queremos vivir. Nuestro vivir ya no será otro que vivir a Cristo, o que Cristo viva en mí. Por lo que nosotros, como hemos reflexionado recientemente, nos convertidos en esos templos del Espíritu, en esa morada de Dios.
El templo sigue siendo para nosotros ese Santuario de Dios, ese lugar sagrado que es ‘Tienda del Encuentro’, lugar del encuentro con el Señor porque allí escuchamos de manera especial su Palabra y celebramos el culto a Dios viviendo los sacramentos. El templo sigue siendo en medio de nosotros ese signo de la presencia de Dios, pero que nos habla de ese Santuario en plenitud de los cielos que todos deseamos un día poder habitar.
‘¡Qué deseables son tus moradas, Señor de los Ejércitos!’ Cuánto deseamos estar con el Señor. vivamos esa santidad que nos llena de la gracia del Señor y sentiremos en verdad cómo Dios habita en nosotros, somos esa morada de Dios y ese templo del Espíritu.
miércoles, 27 de julio de 2011
El rostro resplandeciente de Moisés manifiesta la gloria del Señor
Ex. 34, 29-35;
Sal. 98;
Mt. 13, 44-46
Se suele decir que la cara es el reflejo del alma; lo que sí tenemos la experiencia todos es que cuando a alguien le ha sucedido algo agradable, ya recibido una buena noticia, o algo así, no lo puede ocultar y refleja en su rostro lo que le ha sucedido; se manifiesta radiante, sonriente, le brillan los ojos como suele decirse; y lo mismo lo contrario, cualquier contratiempo o mala nueva que se reciba nos hace estar con un gesto adusto y serio que denota enseguida lo que nos está sucediendo por dentro. Qué gusto da encontrarse con rostros sonrientes, con miradas brillantes, con expresiones agradables que nos hacen sentirnos más y mejor acogidos en nuestro encuentro.
El texto del Exodo nos habla de ese rostro radiante y resplandeciente de Moisés cuando bajaba del Sinaí después de su encuentro y diálogo con Dios. ‘Cuando Moisés bajó del monte Sinaí con las dos tablas de la alianza en la mano, no sabía que tenía radiante la piel de la cara, de haber hablado con el Señor’. Y como nos dice a continuación los israelitas no se atrevían a acercarse a Moisés.
En el rostro de Moisés resplandecía la gloria de Dios. No era para menos. Podemos darnos o buscar explicaciones humanas de cómo sería ese resplandor, pero lo importante es lo que se nos quiere expresar con este hecho. Moisés era un hombre de Dios, al que se le manifestaba el Señor. Ya desde el Horeb en medio de la zarza ardiente Dios lo había llamado y enviado para que liberase a su pueblo de Egipto. Ahora con la fuerza y el poder de Señor había de conducirlo hasta la tierra prometida. Allí al pie del Sinaí se iba a realizar la Alianza y Dios les dio su ley. ‘Bajó del monte con la dos tablas de la ley’, que nos dice el texto sagrado.
¿Cómo no iba a resplandecer el rostro de Moisés después de estar en la presencia de Dios? Iba lleno de Dios; iba con la fuerza del espíritu divino y eso tenía que reflejarse. En ello el pueblo de Dios ve la cercanía de Dios, la presencia de Dios que ha escogido a Moisés para esa misión de conducir al pueblo peregrino hacia la tierra prometida.
Al reflexionar sobre esto me hace recordar al Tabor. Lo vamos a recordar y celebrar también dentro de pocos días. Allí se manifestó la gloria de Dios en Jesús que era verdaderamente el Hijo de Dios. Su rostro resplandecía como el sol, sus vestiduras eran de un blanco deslumbrador; la voz del Padre desde el cielo lo señalaba como su Hijo amado a quien hemos de escuchar. Resplandecía Jesús, verdadero Hijo de Dios al mismo tiempo que verdadero hombre, mostrando y manifestando la gloria de su Divinidad.
Pero esto nos puede llevar a varias reflexiones en torno a nuestra vida. Desde nuestro bautismo Dios ha querido habitar en nuestro corazón, convirtiéndonos en verdadera morada de Dios y templos del Espíritu. La gracia divina nos ha divinizado, valga la expresión, cuando nos ha hecho hijos de Dios.
En una ocasión oí contar cómo alguien – no recuerdo el nombre y alguien de una fe grande tenía que ser – se ponía de rodillas delante de su niño recién nacido y recién bautizado,decía él, para adorar la Santísima Trinidad de Dios que moraba en el alma de aquella criatura. Creía en la presencia de Dios en nuestra alma por la gracia, y cómo no iba a estarlo en aquella criatura recien bautizada que aun no había sido manchada por ningun pecado personal. Es algo hermoso. Así tiene que resplandecer nuestra alma con la presencia de Dios en nosotros limpios de pecado.
Y el otro pensamiento que os ofrezco desde esta reflexión es cómo nosotros tendríamos que salir con nuestro rostro resplandeciente después de estar en oración con Dios. Estamos en su presencia y nos llenamos de Dios. Con rostro brillante y resplandeciente tendríamos que terminar nuestra oración. ¿No ha sido un gozo y una dicha el poder estar unidos a Dios en la oración? Lo mismo tendríamos que decir después de celebar los sacramentos, ya sea el Sacramento de la Penitencia donde restauramos la gracia perdida por el pecado al recibir el perdón, o ya fuera después de celebrar la Eucaristía y haber comulgado el Cuerpo de Cristo. Eso tendria que reflejarse de verdad en nuestra vida.
Que nuestra vida resplandezca siempre porque estamos llenos de la gracia de Dios.
martes, 26 de julio de 2011
Un recuerdo agradecido a nuestros mayores
hace tres años en este dia
Ecles. 44, 1.10.15; Sal. 133; Mt. 13, 16-17
En este día 26 de julio celebramos la fiesta de san Joaquín y Santa Ana, los padres de la Virgen María y, en consecuencia, los abuelos de Jesús. Es una fiesta litúrgica de larga y secular tradición aunque los nombres de los padres de la Virgen no tienen ningún fundamento histórico basado en los evangelios. Más bien aparecen en los llamados evangelios apócrifos – los no reconocidos por la Iglesia desde siempre como canónicos e inspirados – pero que en la tradición de la Iglesia, sobre todo en la Iglesia oriental la fiesta de estos dos santos tiene honda raigambre.
La liturgia de la Iglesia los recuerda y celebra en este día, en una sola fiesta después de la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II, y de alguna manera nos hacen recordar a cuantos mantenían viva la esperanza de Israel de la venida del Mesías y su pronto nacimiento. Por eso en el evangelio aparecen esas palabras de Jesús recordando a cuantos desearon ver el día del Mesías del Señor. ‘Muchos profetas y justos desearon ver lo que veis vosotros y no lo vieron, oír lo que oís y no lo oyeron’.
Nos pueden recordar a otros ancianos que aparecen en el evangelio, Simeón y Ana que llegan al templo en el momento de la presentación de Jesús en el templo y de los que se nos dice que aguardaban ‘el consuelo de Israel… y alababan a Dios y hablaban del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén’.
Esta fiesta de los abuelos de Jesús ha sido ocasión y motivo para que desde hace unos años en este DIA celebramos el día de los abuelos, de nuestros mayores. Un día bonito para ello, que bien merecen nuestros mayores ese recuerdo agradecido y lleno de amor de las generaciones jóvenes que los seguimos.
¡Cómo no recordarlos y rendirle el homenaje de nuestro amor sin cuánto somos en fin de cuentas de ellos lo hemos heredado! No podemos dejarnos arrastrar por el vendaval de una sociedad desagradecida y que no quiere recordar cuanto de bueno recibimos de nuestros mayores. Los más jóvenes nos creemos autosuficientes y orgullosos pensando que lo somos o a donde ha llegado nuestra sociedad es sólo fruto nuestro. Si nuestros padres y mayores con su entrega, amor y sacrificio no hubieran puesto los cimientos que pusieron con su trabajo, con la educación que nos dieron en la medida que supieron hacerlo el edificio que hoy habitamos de nuestra sociedad, o el edificio de nuestra vida no sería tan hermoso.
Pienso que una primera cosa que tendríamos que hacer es darle gracias a Dios por los padres que tuvimos, por los mayores que pusieron cimientos de lo que es hoy el edificio de nuestra vida. Gracias a Dios porque es mucho lo bueno que de ellos recibimos. Darle gracias a Dios por el cariño que nos dieron, los sacrificios con que vivieron su vida para poder darnos a nosotros lo que ahora somos o hemos alcanzado. Y gracias a Dios también por la fe que de ellos recibimos.
Darle gracias a Dios y aprender de ellos esa capacidad de sacrificio que quizá ahora muchas veces no tenemos porque todo nos puede parecer más fácil o porque vivimos en una sociedad de más facilidades y comodidades. Confieso que muchas veces pienso, al recordar cómo se vivía en mi niñez o en mi juventud con la escasez de medios que entonces había cómo nuestros padres hicieron para que no nos faltara la comida o no nos faltara lo necesario para nuestra educación. Son cosas que tenemos que valorar de nuestros mayores. Y darle gracias a Dios por ello.
Cuando damos gracias a Dios por todo eso y mucho más que podríamos recordar, estamos queriendo darle gracias a ellos, daros gracias a vosotros, nuestros mayores rindiéndoos homenaje de amor por cuanto hicisteis por nosotros.
Y queridos abuelos y abuelas, os invito a que también vosotros deis gracias a Dios, por vuestra vida, por vuestros trabajos y sacrificios, por todo ese amor que pusisteis para levantar ese edificio de nuestra sociedad, ese edificio de vuestras familias. Dadle gracias a Dios porque Dios estuvo a vuestro lado dándoos fuerza en tanto sacrificio, en tantos trabajos por los que tuvísteis que pasar en momentos quizá duros de vuestra vida.
Dadle gracias al Señor porque habéis llegado a este momento de vuestra vida, con vuestros muchos años, y a pesar de los achaques, debilidades, enfermedades que ahora padecéis. Siempre hay a vuestro lado alguien que os quiere, vuestros familiares o quienes os atienden y nos os veis abandonados. Quisierais hacer muchas cosas o pensáis que vosotros haríais las cosas de otra manera, pero no os atormentéis. Un día sembrasteis en el surco de la vida, ahora les toca a otros seguir con la sementera.
Vivid con intensidad vuestros días y seguir legándonos tantas lecciones que con vuestra vida sabia podéis seguir ofreciéndonos con vuestra paciencia, con vuestro cariño, también con vuestro consejo, o con tantas cosas buenas que podéis seguir haciéndonos. Porque os sintáis débiles no os sintáis inútiles porque ya vuestra vida es un testimonio y una lección valiosa para nosotros. Cada momento de la vida tiene su fortaleza o su debilidad, pero la riqueza de vuestra vida está por encima de esas fortalezas o debilidades.
Y además si sabéis ofrecer vuestras vidas al Señor podéis ser una riqueza de gracia grande para nosotros, para nuestro mundo, para la Iglesia. A los ojos de Dios vuestra vida es valiosa. Vuestros sacrificios, vuestras oraciones, lo que le ofrezcáis al Señor se puede convertir, se convierte en gracia para nosotros.
Gracias, queridos mayores, abuelos y abuelas todos. Que Dios os bendiga y dadnos también vuestra bendición.
lunes, 25 de julio de 2011
Hagamos como discípulos el camino de Santiago
Hechos, 4, 33ss;
Sal. 66;
2Cor. 4, 7-15;
Mt. 20, 20-28
‘Venid conmigo y os haré pescadores de hombres’. Es el primer momento en que nos aparece Santiago, el hijo del Zebedeo en el evangelio. Estaban repasando las redes Juan y Santiago en la barca cuando pasó Jesús e hizo la invitación. Y dejando a su padre con los jornaleros se marcharon con Jesús. Comenzaron a ser sus discípulos.
Celebramos hoy la fiesta de Santiago Apóstol. Para nosotros, españoles, una fiesta importante, porque la tradición nos habla de su predicación en nuestra tierras hispanas, y porque en Compostela tenemos su sepulcro de veneración secular, y punto de encuentro durante los siglos para los peregrinos de toda Europa que acudían a su tumba.
Comenzaron a ser discípulos, decíamos. Comenzaron a seguir a Jesús. Discípulo es el que sigue a un maestro. Discípulos de Jesús porque seguimos a Jesús, nos ponemos en camino tras El. Seguir a Jesús para ser sus discípulos nos está hablando de eso, precisamente, de ponernos en camino. No es sólo un camino físico, sino que es algo más hondo, más vital, podíamos decir.
Estaban con Jesús, escuchaban a Jesús, veían la vida de Jesús, amaban a Jesús y a El no sólo querían seguirle sino también imitar su vida, parecerse a El. Es lo que hacen los discípulos con el maestro. Así ellos con Jesús. Y en el evangelio vemos como a ellos en particular les enseña, les exhorta, les corrige, les anima a dar pasos.
El texto que hoy escuchamos en el evangelio del día es una buena muestra de lo que estamos diciendo. Allí están ellos con su vida, con lo que pueden ser también sus ilusiones humanas, con sus deseos, pero allí está Jesús para iluminar, para corregir y enderezar. Quieren primeros puestos, ellos o la madre porque las madres siempre quieren para sus hijos grandes cosas, pero Jesús les hace comprender por donde van los primeros puestos en su reino.
Hablan de seguir a Jesús, porque para eso se han puesto en camino, se han hecho sus discípulos, y Jesús les pregunta si están dispuestos a seguirle también en la cruz, en la pasión, en el cáliz que El ha de beber. ‘No sabéis lo que pedís. ¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber?’ En Santiago y Juan hay disponibilidad y generosidad, como siempre la hubo, porque un día lo habían dejado todo para seguir a Jesús. ‘Podemos’, responden.
Y el cáliz sí lo han de beber, pero los primeros puestos van por otro lado. Precisamente hoy estamos celebrando su martirio, que lo hemos escuchado también en los Hechos de los Apóstoles. Quiso ser ocupar los primeros puestos, y sería el primero de los apóstoles en dar la vida por el nombre de Jesús. Cuando los otros discípulos se ponen muy reticentes con sus celos y en cierto modo envidias Jesús hablará del servicio, del hacerse el último, de ser servidores de todos que es nuestra verdadera grandeza, que son los primeros puestos que siempre han de ocupar los que son verdaderos discípulos que siguen a Jesús.
Es el camino que los discípulos van haciendo con sus dificultades, es cierto, pero con la luz del Señor que les acompaña. Y es nuestro camino, el camino de los discípulos, el camino de los que queremos seguir a Jesús. Por ahí tiene que ir el mensaje que recibimos en esta fiesta del apóstol Santiago.
Tenemos que hacer el camino de Santiago. Quizá quien me escuche piense que ahora tenemos que ir a hacer aquellos caminos que desde toda Europa atravesando la península ibérica llevaban a la tumba del apóstol. No me refiero precisamente a ese camino geográfico aunque para los que lo hacen desde el auténtico sentido de peregrinos es una gran experiencia espiritual que transforma los corazones. Los que lo hacían iban desde un sentido penitencial buscando el perdón de sus pecados, o desde ese sentido espiritual de búsqueda allá en lo más hondo de sí mismos de su ser o del sentido de su vida para encontrarlo en Dios. No era una simple aventura, como algunas veces se nos quiera hacer creer en libros y publicidades, aunque hubiera algunos que lo hicieran desde ese sentido y lo hagan hoy también lejos de toda experiencia espiritual. El verdadero peregrino buscaba algo más hondo.
Pues bien, en ese sentido digo que hagamos el camino de Santiago queriendo hacer ese recorrido espiritual de búsqueda de un verdadero seguimiento de Jesús, de hacernos verdaderamente sus discípulos. Nos ponemos también con nuestra vida ante el Señor y nos dejamos guiar para seguirle. Como lo hicieron los discípulos de Jesús, como lo hizo Santiago. La fuerza de su Espíritu nos irá iluminando, nos irá haciendo comprender el sentido más hondo de todo, nos irá haciendo sentir allá en lo hondo de nuestro corazón esa voz de Dios que nos habla, nos corrige, nos endereza el camino, nos ilumina, nos va llenando poco a poco de Dios.
¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber? nos pregunta también a nosotros. Que haya esa disponibilidad para seguirle, para arrancarnos también de nuestras redes y barcas que nos atan a muchas cosas, para amar y servir con su mismo amor y con su mismo estilo de servicio. Que seamos verdaderos discípulos de Jesús.
domingo, 24 de julio de 2011
Va a vender todo lo que tiene para poder conseguir el tesoro escondido
1Rey. 3, 5.7-12;
Sal. 118;
Rm. 8, 28-30;
Mt. 13, 44-52
Hay cosas y acontecimientos que suceden en la vida y en la historia que dejan una huella, que se convierten en trascendentes incluso para la vida o para la historia de la humanidad. Un hecho especial que nos sucede en la vida, un descubrimiento científico, un hecho que pudiérmos considerar histórico para la humanidad, y así muchas cosas en todos los órdenes que nos producen un impacto grande y que pueden marcar y cambiar la vida. A partir quizá de ese momento, de ese descubrimiento o de ese acontecimiento ya las cosas no son igual.
Hoy Jesús en las parábolas escuchadas nos está diciendo que eso tiene que ser para nosotros el Reino de Dios, el evangelio, la propia presencia de Jesús en medio nuestro. Es el tesoro escondido y encontrado, es la perla más preciosa por lo que hemos de saber dejarlo todo. Parábolas las hoy escuchadas que nos pueden parecer pequeñas y hasta insignificantes pero que tienen, creo, un mensaje muy profundo e importante. Nos está hablando Jesús de la radicalidad con que hemos de hacer opción por El, por el Reino de Dios, por la Buena Noticia que nos anuncia. Tanto, como para venderlo todo para conseguir ese tesoro; tanto, como para darle totalmente la vuelta a la vida para vivir ese Reino de Dios que Jesús nos anuncia.
Nos sucede sin embargo a los cristianos que tenemos el tesoro y no sabemos valorarlo. Nos hemos acostumbrado – mala costumbre, tendríamos que decir - a eso de que somos cristianos desde siempre porque desde pequeño nos bautizaron y todo esto lo escuchamos una y otra vez que luego ya el evangelio no significa novedad para nosotros; no nos sentimos sorprendidos por el mensaje del Evangelio.
Cuando nos cuentan quizá que una persona que nosotros conocíamos de siempre ha cambiado su vida porque en el evangelio ha encontrado una nueva luz para su existencia y que ahora está queriendo vivir con una mayor intensidad y hasta radicalidad lo que le pide el Señor, quizá nos miramos extrañados preguntándonos qué es lo que le habrá pasado a esa persona para ese cambio. Pues sencillamente eso, que se ha encontrado con la perla preciosa, con el tesoro escondido del Evangelio que ha tenido siempre delante de sus ojos, como lo tenemos nosotros, pero que hasta entonces no le había hecho caso y ahora sí lo ha descubierto.
En otros momentos del evangelio escuchamos mensajes en este sentido a los que muchas veces no le damos toda la importancia y la profundidad que tienen. Por ejemplo, cuando Jesús comienza a hacer el anuncio del evangelio habla de conversión. Nos hemos acostumbrado a esa palabra y quizá la recordamos un poco más en el tiempo de la cuaresma. Pero es que Jesús nos está diciendo que creer en esa Buena Noticia del Reino que nos anuncia, significa darle una vuelta total, radical a nuestra vida. No es decir creo en el Reino de Dios y las cosas siguen igual, mi vida sigue igual.
Cuando vemos, por ejemplo, que a aquel joven que le pregunta qué es lo que tiene que hacer para heredar la vida eterna – una referencia al reino de Dios – Jesús le pide que venda todo lo que tiene para que tenga un tesoro en el cielo y le siga. Es serio lo que Jesús le está planteando. Nos quedamos tan tranquilos pensando, bueno, era rico y no fue capaz de desprenderse de sus riquezas. Pero es que ahí se está manifestando lo que hoy nos enseña la parábola. Aquel agricultor o aquel comerciante lo vendieron todo con tal de adquirir aquel tesoro o aquella perla preciosa y valiosa; tan importante era para ellos el tesoro o la perla encontrada.
Para poseer, para vivir el tesoro del Evangelio, la perla preciosa del Reino de Dios que Jesús nos anuncia, significa dar esa vuelta profunda a nuestra vida. Son nuevos valores, es nueva forma de vivir, son actitudes nuevas, es una nueva forma de pensar y de actuar. Es más, encontrarme con el tesoro del Reino es encontrarme con Jesús. Ese es el verdadero tesoro de nuestra vida. Y ese encuentro sí que es algo trascendental para mi vida y que tiene que transformar toda mi existencia. Mucho más que cualquier acontecimiento histórico o cualquier descubrimiento maravilloso que se haya podido hacer en beneficio de la humanidad.
Encontrarme con Cristo y decir que soy cristiano no es simplemente vivir como siempre he vivido o como vive cualquiera a nuestro alrededor. Es una nueva vida, un nuevo vivir, porque es vivir con la vida de Cristo, en vivir a Cristo. Aquello que dice san Pablo y que hemos escuchado más de una vez, ‘he crucificado mi vida con Cristo de manera que ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí’.
¿He pensado alguna vez que si en verdad es Cristo quien vive en mi lo que estoy haciendo lo haría de la misma manera? ¿Sería de la misma forma cómo me relacionaria con Dios? ¿Rezaríamos u oraríamos de la misma manera? ¿Sería el mismo trato el que tengo con los demás? ¿Le daríamos el mismo uso a esas cosas que poseemos y por las que tanto nos afanamos? ¿Tendríamos los mismos afanes y agobios con que vivimos hoy?
Muchas preguntas tendríamos que hacernos porque nuestra relación con la sociedad en la que vivimos y el compromiso con nuestro mundo seguro que sería otro. Ese tesoro del Reino de Dios que encontráramos seguro que nos pondría en un camino de mayor solidaridad, no nos dejaría tan insensibles ante las necesidades o problemas que podamos ver alrededor, nos saldríamos más de nuestras actitudes egoístas donde pensamos más en nosotros mismos que en los otros. Encontrarnos con ese tesoro del Reino de Dios nos va a poner en camino de más amor, de más cercanía a los otros; nos va a impulsar al compartir y al vivir unidos, nos va a motivar para que hagamos un mundo mejor donde todos seamos más felices; nos va a enseñar donde están las cosas verdaderamente importantes.
Las parábolas que hemos venido escuchando en estos domingos anteriores – todas forman parte de este capítulo trece del evangelio de Mateo – creo que nos han venido preparando para que con sinceridad abramos nuestro corazón a la Palabra de Dios, a esa semilla que nos hace encontrarnos de verdad con el Reino de Dios por el que tendríamos que dejarlo todo. Nos han ayudado a preparar la tierra de nuestra vida para hacer que esa semilla dé fruto en nosotros.
En la primera lectura escuchábamos cómo Salomón le pide a Dios no larga vida ni riquezas ni la vida de sus enemigos, sino sabiduría para saber gobernar a aquel pueblo. ¿Qué le pedimos nosotros al Señor? Pidámosle esa Sabiduría del Espíritu que nos ayude a descubrir ese tesoro inmenso que Dios pone en nuestras manos; esa sabiduría y fortaleza para de verdad empeñarnos por el Reino de Dios; esa sabiduría que nos ayude a comprender el misterio de Dios, el misterio de Jesús para convertirlo en el verdadero centro de nuestra vida; sabiduría y fortaleza para dejarlo todo por seguir a Jesús y vivir su evangelio; que nos dé su Espíritu de Sabiduría para saber redescubrir el Evangelio.