sábado, 11 de junio de 2011

Bernabé, hombre de bien, lleno de Espíritu Santo y de fe



Hechos, 11, 21-26; 13, 1-3; Sal. 97; Mt. 10, 7-13


‘Era un hombre de bien, lleno de Espíritu Santo y de fe’. Así nos describe o define el autor de los Hechos de los Apóstoles a Bernabé. Su nombre era ‘José, a quien los apóstoles apellidaron Bernabé, que significa el hijo de la consolación, levita y natural de Chipre’.


El primer momento en que aparece en los Hechos es cuando en aquel compartir de los primeros cristianos vendió el campo que tenía y ‘llevó el dinero y lo puso a los pies de los apóstoles’. No formó parte nunca del grupo de los doce, pues su conversión sucedería después de Pentecostés, sin embargo la Iglesia también lo considera un apóstol.


Lo veremos ahora enviado a la comunidad de Antioquía que se abría también a los gentiles en nombre de los Apóstoles y la Iglesia de Jerusalén. Es el hombre que sabe descubrir donde hay un tesoro escondido y va en busca de Saulo a Tarso, que aunque tenían ciertos recelos hacia él a pesar de su conversión por su anterior vida en la que perseguía a los cristiano, supo descubrir en él al que sería el gran apóstol de los gentiles.


Escogido de manera especial por el Espíritu junto con Saulo emprenderá el largo recorrido de lo que se suele llamar el primer viaje de san Pablo, pero en el que ambos apóstoles tenían igual protagonismo en el anuncio del Evangelio. Lo veremos en distintos momentos, como el concilio de Jerusalén, pero ya en sucesivos viajes de san Pablo, Bernabé marchará por su lado y se dirigirá a Chipre de donde era natural.


Es el cumplimiento fiel de lo que hemos escuchado en el evangelio hoy: ‘Id y proclamad que el Reino de los cielos está cerca’. Es el anuncio de Cristo resucitado que los apóstoles van haciendo por todas partes construyendo así el Reino de Dios. Es el anuncio de la paz y del amor, dones también del Espíritu Santo, que van realizando y ¿cómo no? Bernabé, ‘hijo de la consolación’, como significaba su nombre, sembrando esa paz y armonía en aquellas comunidades, superando obstáculos y dificultades y logrando que ‘una multitud considerable se adhiriera el Señor’, como nos dicen los Hechos de los Apóstoles.


¿Cuál es el mensaje para nuestra vida? Volvemos a fijarnos en esa como definición que de él hace Lucas, ‘un hombre de bien, lleno de Espíritu Santo y de fe’. Es de notar como se resalta en el relato de los Hechos de los Apóstoles la presencia y la acción del Espíritu. Un hombre lleno del Espíritu Santo y escogido para el Espíritu para grandes misiones dentro de la Iglesia.


El Espíritu que había movido su corazón a la generosidad y al compartir; el Espíritu que ahora le conducía en el anuncio del Evangelio como misionero por todas partes; el Espíritu que le llenaba de sabiduría y prudencia en los distintos problemas de la Iglesia naciente donde le vemos actuando, unas veces enviado por los apóstoles, u otras interviniendo directamente como le vemos en el encuentro de de los anciones y apóstoles de la Iglesia de jerusalén.


Bien nos vienen estas consideraciones en el momento concreto en que tenemos la fiesta de este apóstol precisamente en la víspera de la celebración de Pentecostés. Con el ejemplo y testimonio de Bernabé también hemos de saber abrir nuestro corazón al Señor para dejar que el Espíritu nos inunda también con su gracia, con su sabiduría con todos su dones. Es lo que hemos venido pidiendo intensamente a lo largo de esta semana que nos ha servido como preparación para esta gran fiesta de Pentecostés.


Hemos pedido en las oraciones de la liturgia de hoy que ‘como Bernabé, varón lleno de fe y de Espíritu Santo fue designado para llevar a las naciones el mensaje de la salvación, así nosotros proclamemos con la misma firmeza el evangelio de Cristo con fidelidad de palabra y de obra’. Que sintamos en nuestro corazón el mismo ardiente de san Bernabé para ‘llevar a las naciones la luz del evangelio’.

viernes, 10 de junio de 2011

Una promesa de amor que es camino de pascua Hech

Hechos, 25, 13-21;
Sal. 102;
Jn. 21, 15-19

‘Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?’ Es la pregunta que una y otra vez, hasta tres veces le hace Jesús a Pedro allá junto al mar de Galilea. Es la última aparición de Cristo resucitado que nos narra el evangelio de san Juan. Y después de recoger la barca tras la pesca milagrosa, y cuando Jesús les había preparado allá sobre las brazas pescado y pan para almorzar, en un aparte con Pedro le hace estas preguntas.
¿Qué podía responder Pedro cuando hace unos momentos se había tirado al agua para llegar nadando más pronto hasta Jesús? No puede ser otra que una protesta y promesa de amor de quien había dicho que estaba dispuesto a todo por seguir a Jesús. El que había dicho un día que a dónde iban a ir ‘si tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros sabemos que tú eres el Santo de Dios’.
Sin embargo la pregunta repetida de Jesús hasta tres veces pone triste a Pedro. ‘Señor, tú lo conoces todo, tú sabes que te quiero’. Claro que Pedro recordaba que a pesar de sus protestas de seguirle hasta donde fuera, luego había sido débil y ante una criada allá en el patio del sumo pontífice le había negado hasta tres veces antes de que el gallo cantara dos como incluso el mismo Jesús le había anunciado.
El Espíritu está pronto pero la carne es débil, les había dicho Jesús en Getsemaní, pero no habían podido ni velar una hora con Jesús, porque sus ojos estaban cargados de sueño. Sin embargo Jesús sigue confiando en Pedro. Le basta su amor, y la fe y el entusiasmo que siente por El. Ya vendrá el Espíritu que le fortalezca y le dé arrojo y valentía para anunciar el nombre de Jesús como el único nombre en el que podamos encontrar la salvación. Será el que ha de recobrarse y mantenerse firme para poder confirmar en la fe a los hermanos.
‘Apacienta mis corderos… apacienta mis ovejas…’ le confiará Jesús. Un día le había dicho ‘Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré a mi Iglesia’. Y allí estaba ahora la confirmación por parte de Jesús de aquel anuncio que ahora le convertía en supremo pastor en nombre de Jesús para aquella comunidad que nacía.
Pero aquella protesta y promesa de amor era preparación, anticipo y anuncio de la pascua que Pedro había de vivir. También él habría de pasar por la pasión y el martirio. Sería dichoso de padecer por el nombre de Jesús y saldrían contentos de la presencia del Sanedrín cuando los encarcelaban y los castigaban por hablar del nombre de Jesús. Había que obedecer a Dios antes que a los hombres y no podrían callar lo que habían visto y oído.
Era también el cumplimiento de una de las bienaventuranzas que Jesús había proclamado allá en el sermón del monte. ‘Dichosos vosotros cuando os injurien y os persigan y digan contra vosotros toda clase de calumnias por causa mía… alegraos y regocijáos…
Ahora Jesús se lo anunciaba directamente a él. ‘Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas a donde querías, pero cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras’. Y comentará el evangelista: ‘esto lo dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios’.
Mucho nos enseña este texto. Somos débiles tantas veces en la vida. Quizá no hemos sabido fortalecernos de verdad en el Señor y no hemos sabido aprovechar todos los medios. Se nos caen los ojos de sueño, o nos distraen tantas cosas que nos alejan de estar todo lo unidos al Señor que deberíamos. Pero aun desde nuestra debilidad hemos de porfiar nuestro amor por el Señor una y otra vez. Que no se nos enfríe nuestro amor. Que una y otra vez se lo digamos y repitamos al Señor, porque de qué manera nos sentimos amados.
No temamos hasta donde nos pueda llevar ese amor. No le pongamos barreras ni límites aunque por causa del amor tengamos que sufrir un poco, porque allá en el fondo del corazón vamos a sentir la mayor de las alegrías cuando sincera y generosamente nos entreguemos, nos demos por los demás. El Espíritu Santo también estará con nosorros para fortalecernos en ese amor. Se acerca Pentecostés, lo tenemos a la puerta, invoquémoslo una y otra vez.

jueves, 9 de junio de 2011

Me juzgan porque creo en la resurrección de los muertos


Hechos, 22, 30; 23, 6-11;

Sal. 15;

Jn. 17, 20-26

El Espíritu había asegurado a Pablo que en Jerusalén le esperaban ‘cadenas y luchas’. Recordamos lo que decía en Mileto a los presbíteros de Efeso: ‘Ahora me dirijo a Jerusalén forzado por el Espíritu. No sé lo que me espera allí, sólo sé que el Espíritu Santo me asegura que me aguardan cárceles y luchas’.

Ha llegado a Jerusalén y ahora le vemos comparecer ante el Sanedrín y vemos el cumplimiento de todo lo anunciado por el Espíritu a Pablo. Aunque hacemos una lectura continuada no significa que leamos versículo a versículo con todo detalle el libro de los Hechos de los Apóstoles. En medio está cómo le han prendido en el templo y ahora en manos del tribuno le hacen comparecer ante el Sanedrín en pleno.

Pablo se vale de un ardid para dejar a las claras la inconsistencia de su prendimiento. Sabiendo que el Sanedrín está compuesto por fariseos y saduceos – éstos niegan la resurrección como ya hemos contemplado en alguna ocasión en el evangelio y como nos dice ahora mismo el texto de hoy – es por lo que hace su proclamación. ‘Yo soy fariseo, hijo de fariseo, y me juzgan porque espero la resurrección de los muertos’. El reconocerá en sus cartas que había sido fariseo antes de su encuentro con Jesús y con mucho ardor habia perseguido a los que seguían el camino de Jesús.

Pero esta proclamación que provoca el tumulto en medio del Sanedrín, es mucho más que un ardid de Pablo, porque a la larga lo que el pretende anunciar es la Buena Nueva de Jesús, resucitado de entre los muertos. Es la constante de su mensaje. Cuando en Atenas también ha anunciado la resurrección de Jesús vendrá el rechazo e incluso la burla, pero su anuncio de Cristo resucitado es claro, porque es el meollo de nuestra fe.

Ya hemos visto todo lo que sucede que le llevará de nuevo a la cárcel y terminará incluso siendo llevado a Roma a causa de su apelación. Pero es algo que además el Señor le había manifestado. ‘La noche siguiente el Señor se le presentó y le dijo: ¡Ánimo! Lo mismo que has dado testimonio a favor mío en Jerusalén, tienes que darlo en Roma’. No es sólo su apelación o el proceso en si mismo de su detención; son los caminos del Señor. Ya habíamos comentado de la espiritualidad profunda de Pablo que se deja conducir por el Espíritu Santo.

Es el testimonio que también nosotros hemos de dar. Ha de ser clara en todo momento la proclamación de nuestra fe en Cristo resucitado. Estamos llegando al final de la Pascua que ha sido una celebración y una proclamación continuada de nuestra fe, del seguimiento que nosotros hacemos de Cristo resucitado. Pero que litúrgicamente se acabe el tiempo pascual no significa que hemos de bajar la intensidad de nuestro testimonio y de la proclamación de nuestra fe.

Además, bien sabemos, que ese sentido pascual hemos de vivirlo cada día de nuestra vida. Desde el Bautismo estamos configurados con Cristo para vivir en su totalidad el misterio de Cristo; el Bautismo fue una participación en ese misterio pascual de Cristo porque con Cristo fuimos sepultados en su muerte para con Cristo renacer a una vida nueva en su resurrección. Y eso es lo que intentamos ir viviendo cada día en nuestra lucha contra el pecado y la tentación, en nuestro deseo de vivir unidos a Cristo y a su gracia, en esa santidad que tiene que resplandecer en nuestra vida de cada día.

Concluimos las celebraciones pascuales celebrando Pentecostés, celebrando el don del Espíritu que Jesús nos prometió y que se ha derramado en nuestra vida. Por eso con cuánta insistencia en estos días estamos pidiendo una y otra vez que se derrame el don del Espíritu en nuestra vida, que nos fortalezca, que nos ilumine, que nos mantenga en la necesaria unidad y comunión con los hermanos, que nos conduzca por esos caminos de santidad.

miércoles, 8 de junio de 2011

Oración de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote por su Iglesia


Hechos, 20, 28-38;

Sal. 67;

Jn. 17, 11-19

Estamos escuchando en estos días en el evangelio la llamada Oración Sacerdotal de Jesús al finalizar la última cena. Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote de la Nueva Alianza, ha visto llegar ya la hora de la glorificación. ‘Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique…’ comenzábamos escuchando ayer.

Había llegado la Hora de pasar de este mundo al Padre, comenzaba el relato de la Cena. Ha llegado la hora del Supremo Sacrificio de amor, de entrega por nuestra salvación. Había dejado a sus discípulos los signos del supremo Sacramento. Era la Hora de la Inmolación y del Sacrificio. Como Sumo Sacerdote realiza la ofrenda. Era la Hora de la glorificación y de la consagración. ‘Por ellos me consagro yo para que ellos se consagren también en la verdad’.

Como Sacerdote dirige la oración al Padre; oración en especial por los discípulos: ‘guárdalos en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros…’ Ruega por los discípulos a los que deja en el mundo, ruega por todos aquellos que van a creer por la predicación de los discípulos, ruega por la Iglesia, ruega por la unidad de todos los que creamos en su nombre, pero para que el mundo también pueda creer. ‘Que ellos sean uno, como Tú, Padre en mi y yo en ti, que ellos lo sean en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado’.

No nos oculta Jesús que por creer en El vamos a ser rechazados. ‘Yo les he dado tu Palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, como yo tampoco soy del mundo’. Estaremos en medio del mundo porque además ruega que no nos saque del mundo, sino que nos guarde del mal. Somos sus enviados al mundo con el encargo de un anuncio, aunque el mundo no nos acepte o nos rechace. Pero tenemos la certeza de la presencia de Jesús a nuestro lado, que para eso nos da la fortaleza de su Espíritu. No nos importan las persecusiones o la misma muerte por el nombre de Jesús porque así nos unimos más intensamente a la Pascua de su pasión y muerte, con la certeza de la vida nueva de la resurrección.

Esta oración de Jesús por los que van a creer en El y por toda la Iglesia, es una forma de manifestarnos cómo estará siempre con nosotros, en medio de su Iglesia, al lado de los que crean en El. En el momento de la Ascensión vamos a escuchar – lo escuchamos ya el pasado domingo en el relato de la Ascensión de Mateo – que El estará con nosotros hasta la consumación de los siglos. Ahí está la oración de Jesús, el que subido al cielo está sentado a la derecha del Padre para interceder por nosotros.

Nosotros nos unimos a la oración de Jesús. Hacemos nuestra su oración mientras en estos días finales de la Pascua nos preparamos para la celebración de Pentecostés. Queremos sentir la presencia y la fueza de Jesús a nuestro lado. Queremos sentir su gloria en nosotros porque escuchamos su Palabra y nos dejaremos conducir por su Espíritu. Nos ponemos en actitud de oración profunda invocando, suplicando desde lo más hondo de nosotros mismos que sintamos toda la fuerza del Espíritu en nosotros.

Ese Espíritu de Dios que nos congrega en la unidad y la comunión. Ese Espíritu de Dios que nos inunda con el amor de Dios y nos enseña a amar con su mismo amor. Ese Espíritu Santo prometido que se derrama sobre la Iglesia toda para mantenerla en la unidad y para darle el coraje y la fuerza para seguir proclamando el nombre de Jesús ante todos los hombres, para seguir anunciando el nombre de Jesús como Buena Nueva, como Evangelio de salvación para todos. Ese Espíritu Santo que nos llena de su paz y nos convierte a nosotros en constructores de la paz para nuestro mundo.

Ven, Espiritu Santo, ven, y llena los corazones de tus fieles.

martes, 7 de junio de 2011

Quien se deja conducir por el Espíritu será hombre espiritual


Hechos, 20, 17-27;

Sal. 67;

Jn. 17, 1-11

Me dirijo a Jerusalén, forzado por el Espíritu. No sé lo que me espera allí, solo sé que el Espiritu Santo, de ciudad en ciudad, me asegura que me aguardan cárceles y luchas…’ Hermoso testimonio de quien se deja conducir por el Espíritu Santo.

Pablo que había estado en Éfeso, había recorrido las diversas Iglesias de Acaya y ahora se dirige a Jerusalén. Al pasar por Mileto, no teniendo tiempo de visitar de nuevo la comunidad de Efeso manda a buscar a los principales responsables de aquella Iglesia y allí en Mileto les dirige la palabra que es algo así como una despedida porque sabe que el Espíritu lo va conduciendo de nuevo a Jerusalén y allí le aguardan ‘cárceles y luchas’, como más adelante vemos en los Hechos de los Apóstoles.

Pero fijémonos en las palabras y en el testimonio de Pablo en esta despedida. Quien se deja conducir por el Espíritu Santo es hombre espiritual y llegará a dar verdadera gloria al Señor con toda su vida. Así es la vida de Pablo, entregado a predicar el Reino como testigo del evangelio y a quien ahora sólo le preocupa cumplir el encargo recibido. Pero Pablo nos está dando muestras de la profundidad de su fe y de su vida y de la altura de su espiritualidad para así dejarse conducir por el Espíritu del Señor. Todo siempre para la gloria del Señor que es lo que él busca.

Pero no siempre es fácil alcanzar esa altura espiritual. No siempre es fácil dejarse conducir por el Espíritu del Señor. Somos muy de carne y la carne es flaca como les diría Jesús a los discípulos en Getsemaní. Somos débiles y cuando presentimos la tentación y la lucha tenemos el peligro de sentirnos sin fuerzas. Nos arrastra mucho la pasión y el egoísmo y podemos estarle poniendo límites a nuestra entrega y a nuestro amor porque queremos reservarnos para nosotros mismos en muchas ocasiones. Tenemos miedo a poner toda esa disponibilidad para dejarnos conducir por el Espíritu ante el temor de lo desconocido, de lo que nos pueda pedir el Señor.

Tenemos que entrenarnos para lograr esa disponibilidad y esa generosidad del corazón. Y no son entrenamientos físicos, como podemos comprender. Es crecer en el amor del Señor y aprendiendo a cultivar en nosotros un amor semejante al del Señor. Para ello necesitamos estar muy unidos al Señor, unión que no lograremos de verdad sino a partir de una purificación interior y de un crecimiento de nuestro espíritu de oración.

Si el sarmiento no está unido a la vid, a la cepa, hemos escuchado recientemente, no podrá dar fruto. Es lo que tenemos que hacer nosotros. Así crecerá nuestra espiritualidad; así le daremos verdadera profundidad a nuestra vida; así aprenderemos a discernir e interpretar correctamente lo que nos sucede y a escuchar la voz del Espíritu en nuestro corazón sin ninguna confusión.

No acallemos esa voz del Espíritu en nuestro interior. Hagamos verdadero silencio espiritual para poder escucharla, para poder sentir esa presencia del Espíritu en nosotros. Hay ruidos que nos han ensordecido los oídos del corazón, como aquel que está siempre rodeado de sonidos estridentes y le han dañado ya el oído y no sabrá distinguir un sonido suave y agradable o el susurro de las cosas hermosas. Cuántas cosas, en nuestras pasiones, con nuestros orgullos, en nuestro egoísmo han ido ensordeciendo los oídos del alma, o distraen nuestro espíritu. Tendremos que afinar de nuevo nuestro espíritu y nuestro corazón para poder escuchar ese susurro de Dios que nos hará sentir suavemente su amor en nosotros.

Estamos en esta semana de preparación para Pentecostés y nuestra oración constante es pedir que se derrame el Espíritu de Dios en nuestros corazones. Pidámoslo con insistencia, con amor, con perseverancia para poner también disponibilidad en nuestro corazón. Pidámosle que nos conceda el espíritu de fortaleza para con valentía decir sí a todo lo que nos vaya pidiendo Dios aunque sean cosas costosas y dolorosas. Con la fuerza del Espíritu Santo todo será posible y podremos en verdad dar gloria en todo momento al Señor.

lunes, 6 de junio de 2011

¿Recibísteis el Espíritu Santo al abrazar la fe?


Hechos, 19, 1-8;

Sal. 67;

Jn. 16, 29-33

‘Ni siquiera hemos oído hablar de un Espíritu Santo’, es la respuesta de los discípulos de Efeso. En otro de los viajes de Pablo llega a Éfeso, otra gran y rica ciudad del Asia Menor, hoy Turquía. Será una comunidad a la que tomará Pablo mucho afecto y estará mucho tiempo allí predicando el evangelio. Le dirigirá una importante carta que escuchamos con frecuencia en nuestras celebraciones, y estos días volveremos a oír hablar de Éfeso en el relato de los Hechos de los Apóstoles; ya haremos mención a ello en su momento.

Al llegar y encontrarse con algunos discípulos les pregunta ‘¿recibísteis el Espíritu Santo al abrazar la fe?’; y ya escuchamos la respuesta. No habían sido suficientemente evangelizados. Sólo habían recibido el bautismo de Juan. Pablo los evangeliza, les explica con detenimiento y les impone las manos. ‘Bajó sobre ellos el Espíritu Santo y se pusieron a hablar en lenguas y a profetizar’. Daban las señales de la acción del Espíritu Santo en ellos.

‘Ni siquiera hemos oído hablar de un Espíritu Santo’, una respuesta que sería muy triste si eso sucediera entre nosotros. Pero hemos de reconocer que en una inmensa mayoría de nuestros cristianos sucede algo semejante. Por el Bautismo todos nos hemos convertido en templos del Espíritu, y al recibir el Sacramento de la Confirmación se ha recibido como don especial al Espíritu Santo que confirma nuestra fe, completa nuestra iniciación cristiana y nos convierte en testigos y apóstoles de Cristo, de su santo nombre.

Pero quizá muchos no son realmente conscientes de lo que significa el Espíritu Santo en la vida del cristiano y en la vida de la Iglesia. Algunas veces por lo que uno ve por ahí pareciera que se convierte en una devoción más para nuestra vida, como le podamos tener devoción a este santo o a cualquier otro. No puede ser una simple devoción. Es Dios mismo, es la tercera persona de la Santisima Trinidad, Dios con el Padre y con el Hijo, que habita en nosotros y nos llena de la gracia y de la vida divina.

Si fuéramos más conscientes de cómo a partir de nuestro bautismo nos hemos convertido en templos del Espíritu Santo, es decir, en verdadera morada de Dios que habita en nosotros, nuestra vida sería más santa. ¿Cómo podríamos compaginar una vida de pecado con la presencia de Dios en nosotros?

Conscientes de la fuerza del Espíritu Santo sentimos su fortaleza en nuestra lucha contra el mal y contra el pecado. Con la fuerza del Espíritu divino en nuestro corazón tendríamos la valentía y el coraje de ser verdaderos testigos de Cristo para anunciarlo con nuestra palabra y nuestra vida. Con la luz y la fuerza del Espíritu de Dios podremos llegar a un conocimiento más hondo y más profundo de Dios para amarle más, para reconocer y sentir a Jesús presente en nuestra vida en tantas señales que nos da de su presencia, para ser más auténticos discípulos de Jesús, para descubrir también por donde ha de discurrir nuestra vida cristiana.

El texto que hemos escuchado de ese encuentro de Pablo con aquellos discípulos de Efeso nos ha hecho pensar en todo esto que estamos reflexionando. Ayer celebrábamos la Ascensión del Señor y recordamos cómo el Señor les pedía a los discípulos que no se apartaran de jerusalén hasta que se cumpliera la promesa que Jesús les había hecho de enviarles el Espíritu Santo.

Como los discípulos que se quedaron en el Cenáculo esperando el cumplimiento de la promesa de Jesús así nosotros estamos también en oración esta semana invocando, pidiendo que se derrrame intensamente el Espíritu Santo sobre nosotros. Lo hemos recibido en los sacramentos, como antes mencionábamos, pero lo vamos a celebrar de forma intensa el próximo domingo en Pentecostés. Por eso a la luz de la Palabra del Señor que vamos escuchando esta semana vamos queriendo conocer más al Espíritu Santo, ver los frutos de gracia que produce en nosotros y prepararnos debidamente para la celebración de Pentecostés.

domingo, 5 de junio de 2011

La Ascensión del Señor nos pone en camino

Hechos, 1, 1-11;

Sal. 46;

Ef. 1, 17-23;

Mt. 28, 16-20

Comienzo por decir la Ascensión del Señor nos pone en camino. ‘Id al mundo entero…’ nos dice Jesús. Es el mandato que Jesús nos deja en su Ascensión.

Con gozo, con alegria grande celebramos esta solemnidad. Nuestros dichos y refranes decían que es un día que brilla más que el sol. No es para menos. Seguimos celebrando a Cristo resucitado, seguimos celebrando la Pascua. Y llegamos a este día donde se manifiesta el triunfo y la glorificación al ser llevado Jesús al cielo y contemplarlo sentado a la derecha del Padre.

Así lo confesamos en el credo. ‘Y resucitó al tercer día, según las Escrituras, y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre’. Así lo proclamaba el apóstol en la carta a los Efesios. ‘Que el Señor ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis… cuál es la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, y dominación, y por encima de todo nombre conocido…

Es un día de gloria y aclamamos al Señor. ‘Dios asciende entre aclamaciones, el Señor al son de trompetas’, hemos cantado en el salmo. ‘Cristo Jesús, constituido Señor del cielo y de la tierra… el rey de la gloria, vencedor del pecado y de la muerte ha ascendido a lo más alto del cielo como mediador entre Dios y los hombres, como juez de vivos y muertos’. Así lo proclamamos hoy con la liturgia.

Como nos decía el relato de los Hechos ‘se les apareció después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo, y, apareciéndoseles durante cuarenta días, les habló del Reino de Dios’. Pero ahora en este momento solemne, según nos cuenta Mateo habían ido a Galilea como les había mandado decir a través de las mujeres – ‘id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea, allí me verán’ -, allí donde se había desarrollado casi toda la actividad apostólica de Jesús, les da su mandato de ir a anunciar la Buena Nueva a toda la creación.

‘Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado’. Jesús nos pone en camino. ‘Id a todos los pueblos…’ La Ascensión de Jesús al cielo nos pone en camino porque la obra salvadora no es para nosotros solos, sino que a todos los hombres ha de llegar la salvación.

‘Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse’. No se ha ido para desentederse de nosotros. Ha prometido que estará con nosotros siempre. ‘Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo’. Nos ha prometido su Espíritu que vendrá con su fuerza para que seamos sus testigos ‘hasta los confines del mundo’. Lo vamos a celebrar el próximo domingo y ya hemos venido meditando mucho todo el anuncio que Jesús nos ha venido haciendo.

Nos gustaría quedarnos extasiados contemplando la gloria de Dios, contemplando para siempre a Jesús glorificado, sentado a la derecha del Padre; Pedro en el Tabor también quería quedarse allí para siempre y estaba dispuesto a hacer tres tiendas. Pero había que bajar del Tabor, hay que volver del monte de la Ascensión, hay que ir a la Galilea de nuestro mundo porque la misión de Jesús tiene que continuar y esa es nuestra tarea. Por eso, como decíamos, la Ascensión nos pone en camino.

Poneos en camino. Jesús confía en nosotros y a nosotros nos confía su misión. No nos podemos quedar estáticos cuando hay tanta tarea que realizar. El mundo anda en tinieblas y nosotros que tenemos la luz hemos de ir a llevársela. El mundo está necesitado de salvación y nosotros que sabemos donde está la salvación tenemos que ir a anunciarla. Al mundo le falta vida y nosotros sabemos bien quien es la resurrección y la vida y tenemos que llevar esa Buena Noticia. Nos llenaremos de su Espíritu, nos sentiremos inundados por la presencia de Jesús y vamos a llevar el mensaje. Las buenas noticias no se pueden callar ni ocultar. Y nuestro mundo necesita esa buena noticia.

Celebramos hoy con gozo, con toda solemnidad esta fiesta de la Ascensión; nos impregnamos de la Palabra y de la presencia de Jesús; cantamos la gloria del Señor sin cansarnos, pero no olvidemos que no nos podemos quedar encerrados en nosotros mismos o con esa Buena Noticia como si fuera para nosotros solos. Nos hemos encerrado muchas veces los cristianos en nuestras iglesias y hemos olvidado que tenemos que ir haciendo Iglesia por todas partes, porque a todos tenemos que llamar a la fe en Jesús y a ser Iglesia.

La fe que tenemos en Jesús tiene que ser una fe conprometida. Comprometida y comprometedora porque nos obliga primera que nada a que cada día seamos más santos. Pero comprometida y comprometedora porque nos obliga a ir a llevar esa buena noticia a los demás. Tenemos que sembrar evangelio; tenemos que hacer un mundo nuevo desde la gracia salvadora de Jesús; tenemos que llenar nuestro mundo de amor, de paz, de esperanza, de verdad. Cuánto bueno podemos hacer, cuánto bueno tenemos que hacer.

Si no llevamos esa luz nuestro mundo seguirá a oscuras; si no sembramos amor y paz seguiremos odiándonos y enfrentándonos unos a otros, llenándonos de violencia y de injusticia, destruyéndonos a nosotros y destruyendo ese mundo que Dios ha puesto en nuestras manos. Jesús cuando caminaba los caminos de Palestina iba sanando, curando, resucitando y dando vida, poniendo esperanza en los corazones, despertando a los hombres y mujeres para metas e ideales altos y grandes.

Es la tarea que nosotros tenemos que continuar, que seguir haciendo. Poner vida, sanar, llenar de esperanza, despertar los corazones es nuestra tarea. Tarea que realizaremos allí donde estemos, con el que convive con nosotros o está a nuestro lado por las distintas circunstancias de la vida, familia, lugar de convivencia, lugar de trabajo, relaciones sociales, etc…

Y si podemos llegar más allá, tampoco podemos quedarnos cruzados de brazos. Este día de la Ascensión del Señor se celebra una jornada de las comunicaciones sociales, pensando también en todo ese mundo de comunicación que tenemos que aprovechar para llevar la semilla del evangelio a todos, como pueda ser estos nuevos medios de las redes sociales de internet, como lo intentamos hacer por este medio en el que estás leyendo esta reflexión.

Debería de notarse después de esta celebración de la Ascensión del Señor que somos un poquito mejores, y que hacemos un poquito mejor el mundo que nos rodea porque nos hayamos comprometido de verdad a sembrar esas semillas del Reino. Es nuestro compromiso y nuestras urgencia.

No lo olvidemos la Ascesión del Señor nos pone en camino.