lunes, 6 de junio de 2011

¿Recibísteis el Espíritu Santo al abrazar la fe?


Hechos, 19, 1-8;

Sal. 67;

Jn. 16, 29-33

‘Ni siquiera hemos oído hablar de un Espíritu Santo’, es la respuesta de los discípulos de Efeso. En otro de los viajes de Pablo llega a Éfeso, otra gran y rica ciudad del Asia Menor, hoy Turquía. Será una comunidad a la que tomará Pablo mucho afecto y estará mucho tiempo allí predicando el evangelio. Le dirigirá una importante carta que escuchamos con frecuencia en nuestras celebraciones, y estos días volveremos a oír hablar de Éfeso en el relato de los Hechos de los Apóstoles; ya haremos mención a ello en su momento.

Al llegar y encontrarse con algunos discípulos les pregunta ‘¿recibísteis el Espíritu Santo al abrazar la fe?’; y ya escuchamos la respuesta. No habían sido suficientemente evangelizados. Sólo habían recibido el bautismo de Juan. Pablo los evangeliza, les explica con detenimiento y les impone las manos. ‘Bajó sobre ellos el Espíritu Santo y se pusieron a hablar en lenguas y a profetizar’. Daban las señales de la acción del Espíritu Santo en ellos.

‘Ni siquiera hemos oído hablar de un Espíritu Santo’, una respuesta que sería muy triste si eso sucediera entre nosotros. Pero hemos de reconocer que en una inmensa mayoría de nuestros cristianos sucede algo semejante. Por el Bautismo todos nos hemos convertido en templos del Espíritu, y al recibir el Sacramento de la Confirmación se ha recibido como don especial al Espíritu Santo que confirma nuestra fe, completa nuestra iniciación cristiana y nos convierte en testigos y apóstoles de Cristo, de su santo nombre.

Pero quizá muchos no son realmente conscientes de lo que significa el Espíritu Santo en la vida del cristiano y en la vida de la Iglesia. Algunas veces por lo que uno ve por ahí pareciera que se convierte en una devoción más para nuestra vida, como le podamos tener devoción a este santo o a cualquier otro. No puede ser una simple devoción. Es Dios mismo, es la tercera persona de la Santisima Trinidad, Dios con el Padre y con el Hijo, que habita en nosotros y nos llena de la gracia y de la vida divina.

Si fuéramos más conscientes de cómo a partir de nuestro bautismo nos hemos convertido en templos del Espíritu Santo, es decir, en verdadera morada de Dios que habita en nosotros, nuestra vida sería más santa. ¿Cómo podríamos compaginar una vida de pecado con la presencia de Dios en nosotros?

Conscientes de la fuerza del Espíritu Santo sentimos su fortaleza en nuestra lucha contra el mal y contra el pecado. Con la fuerza del Espíritu divino en nuestro corazón tendríamos la valentía y el coraje de ser verdaderos testigos de Cristo para anunciarlo con nuestra palabra y nuestra vida. Con la luz y la fuerza del Espíritu de Dios podremos llegar a un conocimiento más hondo y más profundo de Dios para amarle más, para reconocer y sentir a Jesús presente en nuestra vida en tantas señales que nos da de su presencia, para ser más auténticos discípulos de Jesús, para descubrir también por donde ha de discurrir nuestra vida cristiana.

El texto que hemos escuchado de ese encuentro de Pablo con aquellos discípulos de Efeso nos ha hecho pensar en todo esto que estamos reflexionando. Ayer celebrábamos la Ascensión del Señor y recordamos cómo el Señor les pedía a los discípulos que no se apartaran de jerusalén hasta que se cumpliera la promesa que Jesús les había hecho de enviarles el Espíritu Santo.

Como los discípulos que se quedaron en el Cenáculo esperando el cumplimiento de la promesa de Jesús así nosotros estamos también en oración esta semana invocando, pidiendo que se derrrame intensamente el Espíritu Santo sobre nosotros. Lo hemos recibido en los sacramentos, como antes mencionábamos, pero lo vamos a celebrar de forma intensa el próximo domingo en Pentecostés. Por eso a la luz de la Palabra del Señor que vamos escuchando esta semana vamos queriendo conocer más al Espíritu Santo, ver los frutos de gracia que produce en nosotros y prepararnos debidamente para la celebración de Pentecostés.

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