jueves, 9 de junio de 2011

Me juzgan porque creo en la resurrección de los muertos


Hechos, 22, 30; 23, 6-11;

Sal. 15;

Jn. 17, 20-26

El Espíritu había asegurado a Pablo que en Jerusalén le esperaban ‘cadenas y luchas’. Recordamos lo que decía en Mileto a los presbíteros de Efeso: ‘Ahora me dirijo a Jerusalén forzado por el Espíritu. No sé lo que me espera allí, sólo sé que el Espíritu Santo me asegura que me aguardan cárceles y luchas’.

Ha llegado a Jerusalén y ahora le vemos comparecer ante el Sanedrín y vemos el cumplimiento de todo lo anunciado por el Espíritu a Pablo. Aunque hacemos una lectura continuada no significa que leamos versículo a versículo con todo detalle el libro de los Hechos de los Apóstoles. En medio está cómo le han prendido en el templo y ahora en manos del tribuno le hacen comparecer ante el Sanedrín en pleno.

Pablo se vale de un ardid para dejar a las claras la inconsistencia de su prendimiento. Sabiendo que el Sanedrín está compuesto por fariseos y saduceos – éstos niegan la resurrección como ya hemos contemplado en alguna ocasión en el evangelio y como nos dice ahora mismo el texto de hoy – es por lo que hace su proclamación. ‘Yo soy fariseo, hijo de fariseo, y me juzgan porque espero la resurrección de los muertos’. El reconocerá en sus cartas que había sido fariseo antes de su encuentro con Jesús y con mucho ardor habia perseguido a los que seguían el camino de Jesús.

Pero esta proclamación que provoca el tumulto en medio del Sanedrín, es mucho más que un ardid de Pablo, porque a la larga lo que el pretende anunciar es la Buena Nueva de Jesús, resucitado de entre los muertos. Es la constante de su mensaje. Cuando en Atenas también ha anunciado la resurrección de Jesús vendrá el rechazo e incluso la burla, pero su anuncio de Cristo resucitado es claro, porque es el meollo de nuestra fe.

Ya hemos visto todo lo que sucede que le llevará de nuevo a la cárcel y terminará incluso siendo llevado a Roma a causa de su apelación. Pero es algo que además el Señor le había manifestado. ‘La noche siguiente el Señor se le presentó y le dijo: ¡Ánimo! Lo mismo que has dado testimonio a favor mío en Jerusalén, tienes que darlo en Roma’. No es sólo su apelación o el proceso en si mismo de su detención; son los caminos del Señor. Ya habíamos comentado de la espiritualidad profunda de Pablo que se deja conducir por el Espíritu Santo.

Es el testimonio que también nosotros hemos de dar. Ha de ser clara en todo momento la proclamación de nuestra fe en Cristo resucitado. Estamos llegando al final de la Pascua que ha sido una celebración y una proclamación continuada de nuestra fe, del seguimiento que nosotros hacemos de Cristo resucitado. Pero que litúrgicamente se acabe el tiempo pascual no significa que hemos de bajar la intensidad de nuestro testimonio y de la proclamación de nuestra fe.

Además, bien sabemos, que ese sentido pascual hemos de vivirlo cada día de nuestra vida. Desde el Bautismo estamos configurados con Cristo para vivir en su totalidad el misterio de Cristo; el Bautismo fue una participación en ese misterio pascual de Cristo porque con Cristo fuimos sepultados en su muerte para con Cristo renacer a una vida nueva en su resurrección. Y eso es lo que intentamos ir viviendo cada día en nuestra lucha contra el pecado y la tentación, en nuestro deseo de vivir unidos a Cristo y a su gracia, en esa santidad que tiene que resplandecer en nuestra vida de cada día.

Concluimos las celebraciones pascuales celebrando Pentecostés, celebrando el don del Espíritu que Jesús nos prometió y que se ha derramado en nuestra vida. Por eso con cuánta insistencia en estos días estamos pidiendo una y otra vez que se derrame el don del Espíritu en nuestra vida, que nos fortalezca, que nos ilumine, que nos mantenga en la necesaria unidad y comunión con los hermanos, que nos conduzca por esos caminos de santidad.

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