sábado, 23 de abril de 2011

Qué noche tan dichosa en que Cristo resucitó de entre los muertos


Qué noche tan dichosa en que Cristo resucitó de entre los muertos

‘Esta es la noche, en que, rotas las cadenas del abismo, Cristo asciendo victorioso del abismo… ¡Qué noche tan dichosa! Sólo ella conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos’.

Así cantábamos con júbilo al inicio de esta noche santa. Nos alegramos, se alegra toda la tierra, se alegran todos los coros celestiales. ‘Que las trompetas anuncien la salvación’. Que las campanas repiquen a gloria. Bendito sea el Señor que nos da un gozo y una alegría tan grande. ¡Cristo ha resucitado! ¡Cristo ha vencido a la muerte! Cristo nos da la victoria sobre el pecado.

Ya no vamos nosotros al sepulcro para contemplar a un crucificado muerto. Queremos ver la tumba vacía. Queremos escuchar el anuncio de los ángeles. Queremos sentir la alegría de aquellas Marías que se encontraron la tumba vacía. ‘Vosotras, no temáis; ya sé que buscáis a Jesús, el crucificado. No está aquí. Ha resucitado como había dicho. Venid a ver el sitio donde yacía e id aprisa a decir a sus discípulos: Ha resucitado de entre los muertos…’ Con temblor, no de miedo sino de emoción, cantamos llenos de alegría la resurrección del Señor.

Lo había anunciado repetidas veces Jesús cuando anunciaba su pasión y su muerte. ‘Al tercer día resucitará’. Pero no terminaban de entender. Por eso seguían encerrados en el cenáculo con miedo a los judíos. Había manifestado su gloria allá en el Tabor a los tres discípulos predilectos, le había dicho que no hablaran de ello hasta después de su resurrección de entre los muertos, pero no habían entendido ni se habían atrevido a preguntar qué significaba aquello. Ahora podían comprenderlo. Ahora se llenarían de alegría, como nos seguimos alegrando nosotros a lo largo de los siglos cuando celebramos, como lo hacemos en esta noche, como lo hacemos en este día, la resurrección del Señor.

‘Estas son las fiestas de Pascua, en las que se inmola el Cordero, cuya sangre consagra las puertas de los fieles’, cantábamos en el pregón recordando aquella pascua judía que era anticipo y preparación de nuestra pascua. Se ha inmolado el Cordero. Lo contemplamos entregado por nosotros muerto en la cruz, en la tarde del viernes santo. Pero lo contemplamos ahora vencedor, resucitado, lleno de la gloria de Dios, consagrando no ya las puertas, sino consagrando nuestra vida con su sangre que nos ha lavado y purificado, que nos ha llenado de nueva vida, la vida de la gracia, la vida que nos hace hijos de Dios.

Hemos sido iluminados por la luz de Cristo resucitado y ya nuestra vida tiene siempre que resplandecer con esa luz de Dios. Hemos sido arrancados de las tinieblas de la muerte y del pecado. Estamos llenos de su luz y de su vida. Con la luz de Cristo resucitado parece que vemos la vida, las luchas, los trabajos, todo lo que es nuestra existencia con nuevos ojos. Es que los ojos que contemplan con fe la luz de Cristo resucitado tienen una mirada luminosa para verlo todo con nuevo optimismo.

No somos, ni tenemos que ser unos derrotados por fuertes que sean los problemas o las tentaciones. Con Cristo podemos vencer como El venció la muerte. Con la fuerza del Espíritu de Cristo resucitado podemos vencer el mal, el pecado, la tentación. Dejémonos llenar de esa luz; dejémonos llenar de su Espíritu victorioso.

Esta noche hemos ido haciendo un recorrido por toda la historia de la salvación desde la creación hasta la victoria de Cristo resucitado que estamos celebrando. Contemplamos la historia de un pueblo que fue llamado desde Abraham, liberado de Egipto con Moisés haciendo paso del mar Rojo desde la esclavitud hasta la libertad del pueblo nuevo, alentado una y otra vez por los profetas que seguían manteniendo la esperanza del Mesías Salvador que había de venir.

Es también nuestra historia, nuestra vida, porque de esa misma manera el Señor nos ha llamado y elegido, nos ha hecho pasar por las aguas del bautismo – del que aquel paso del mar Rojo fue una imagen anunciadora – y la palabra del Señor que vamos escuchando nos va alentado también en nuestra lucha para mantener nuestra fe, nuestra fidelidad al Señor. ‘Si hemos muerto con Cristo, creemnos que también viviremos con El’. Y eso ha sido una realidad en nuestra vida desde el bautismo que un día recibimos y que esta noche renovamos.

En Cristo por la fuerza de su Espíritu somos fortalecidos continuamente con la gracia de los sacramentos. Algunas veces quizá se nos hace duro el camino y la lucha. Pero cuando contemplamos esta noche a Cristo resucitado, se renacen nuestras esperanzas, nuestros deseos de luchar, nuestra voluntad de vivir esa vida nueva que Cristo nos ofrece. Y vemos que es posible porque tenemos a Cristo de nuestra parte. Le contemplamos a El resucitado y nos sentimos nosotros renovados, impulsados a esa vida nueva del evangelio, a resplandecer con esa santidad a la que estamos llamados. Hasta nos sentimos optimistas frente a la negrura de nuestro mundo.

Cristo resucitado también nos sale al encuentro como a aquellas mujeres que marchaban del sepulcro llenas de alegría con el anuncio del ángel tras contemplar la tumba vacía. ‘Alegraos… no tengáis miedo’, les decía Jesús a aquellas mujeres, nos dice a nosotros también. Que no se turbe de ninguna manera nuestra alegría. El Señor está con nosotros, ¿a quién vamos a temer? Nada ya nos puede acobardar.

También a nosotros nos dice: ‘Id a anunciar a mis hermanos…’ Esta gran noticia, esta alegría no nos la podemos guardar para nosotros. Tenemos que comunicarla, tenemos que anunciarla. Esta luz de la resurrección tiene que inundar nuestra mundo. Llevemos la noticia a los demás. Que con nuestras palabras, con nuestras actitudes, con el gozo que desborda de nuestro corazón y que se tiene que notar también exteriormente, llevemos ese anuncio a los demás.

Tenemos que felicitar a todos porque Cristo a resucitado, porque es noticia y es alegría para todos. No nos acobardemos porque haya alguien que no lo entienda. Nosotros, sí lo entendemos, y lo anunciamos, y tenemos que hacerle ver a nuestro mundo la fe que tenemos en Cristo resucitado.

Quizá estos días de pasión externamente hemos tenido muchas cosas que expresan nuestra fe, pero es una lástima que llegue este día, el más importante, y no sigamos con esa manifestación externa de nuestra fe y de nuestra alegría pascual. Quizá se ponían colgaduras con crespones en el día del viernes santo, pero no somos capaces de poner banderas de fiesta en la mañana del día de la resurrección del Señor. Mucho tendríamos que cambiar en este sentido muchas costumbres.

Gritemos al mundo: ¡Cristo ha resucitado! Contagiemos la alegría pascual a todos. Felicitémonos de verdad con una alegría nacida del corazón contagiado de la luz de Cristo resucitado.

viernes, 22 de abril de 2011

En la cruz contemplamos al Siervo de Yavé, al Sumo Sacerdote y al Rey y Señor de nuestra vida


En la cruz contemplamos al Siervo de Yavé, al Sumo Sacerdote y al Rey y Señor de nuestra vida

Is. 52, 13-53, 12; Sal. 30; Hebreos, 4, 14-16; 5, 7-9; Jn. 18, 1-19, 42

‘Mirad el árbol de la cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo’, nos invitará la liturgia dentro de unos momentos. Cristo crucificado es hoy el centro de nuestra asamblea. En El centramos nuestra celebración. Todo gira hoy en torno a la cruz. Hacia El levantamos nuestra mirada. Hacia su cruz que nos trae la salvación.

‘Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, asi tiene que ser levantado en alto el Hijo del Hombre… cuando sea levantado en lo alto atraeré a todos hacia mí’, nos repite Jesús en otros momentos del evangelio.

Miramos, sí, al que está levantado en lo alto. Contemplamos al Siervo de Yahvé, al Sumo Sacerdotes que intercede por nosotros y al Rey que es en verdad nuestro Señor. El profeta nos lo describe: ‘desfigurado no parecía hombre ni tenía aspecto humano… despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos… despreciado y desestimado. Soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores… herido de Dios y humillado’. Así continúa la dura descripción del Siervo de Yavé que nos presenta el profeta.

Siguiendo esa descripción del profeta podemos seguir al mismo tiempo los pasos de la pasión de Jesús. Traicionado y negado, ultrajado y burlado, abofeteado y azotado, coronado de espinas y clavado en una cruz. Así lo contemplamos. No es necesario detenernos en más descripciones. Así hemos escuchado también el relato de la pasión. Getsemaní, los patios del palacio del sumo pontífice, el pretorio, la calle de la amargura y el camino del calvario son pasos de su pasión, de su entrega, de su amor.

En El están todos nuestros sufrimientos; es el rostro de la humanidad doliente. Contemplándolo a El colgado del madero estamos contemplando todo el sufrimiento de la humanidad. Nos presenta su rostro dolorido para que no cerremos nuestros ojos ante los rostros doloridos de tantos que sufren a nuestro alrededor. Para que también mirando esos cuerpos llenos de dolor y de sufrimiento, mirando el dolor de la humanidad miremos a Cristo y así aprendamos cómo no podemos quedarnos insensibles, impasibles ante el dolor de los hermanos.

Hay algo más. Ahí está nuestro pecado. El pecado que le llevó a la cruz. El pecado que en la cruz va a ser perdonado. ‘El Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes… el Señor quiso triturarlo con el sufrimiento y entregar su vida como expiación por nuestros crímenes, por nuestras rebeliones y pecados… fue contado entre los pecadores, tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores’, terminaba diciéndonos el profeta. Por eso, aún con su rostro desfigurado nos sentimos atraídos por El, porque sabemos que en El obtenemos la misericordia y el perdón.

Si el profeta nos lo ha presentado como el siervo doliente de Yahvé, la carta a los Hebros nos lo presenta como el Sumo Sacerdote que atravesando el cielo se convierte para nosotros en autor de salvación eterna. ‘Acerquémonos con seguridad al trono de gracia, para alcanzar misericordia y encontrar gracia que nos auxilie oportunamente’.

Con seguridad, con certeza firme porque creemos en su palabra, con esperanza grande nos acercamos a El y lo contemplamos en esta tarde para que se mueva nuestro corazón a la conversión y al amor. No podemos cerrar los ojos. En El ponemos nuestra fe. De El tenemos la seguridad de alcanzar la salvación. Es que además en El tenemos al Pontífice, la Víctima y el altar. Obediente en el sufrimiento consumó el Sí que le había dado al Padre en su entrada en el mundo. ‘Aquí estoy, oh Dios, para hacer su voluntad’. Por eso podría terminar proclamando ‘a tus manos, Padre, encomiendo mi espíritu’.

Pero es también nuestro Rey y Señor. No todos los entendieron. Más aún lo malinterpretaron siendo la causa de su condena. ‘Todo el que se declara rey está contra el César’, fue como el broche de oro de la acusación ante Pilato. Este la había preguntado: ‘Tu, ¿eres el rey de los judíos?’ insistía una y otra vez Pilatos vistas las acusaciones. ‘Mi reino no es de este mundo… mi reino no es de aquí’, no es como los reinos de aquí. Había anunciado un Reino, el Reino de Dios que había que instaurar, donde de verdad fuera el Rey del hombre y del mundo. Pero no era reino para competir con ejércitos o medios mundanos, sino que era algo más hondo, más profundo que diera un sentido a la vida.

Los soldados oyendo que lo acusaban de rey se aprovechan para la burla. ‘Trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y le echaron por encima un manto color púrpura y acercándose a El le decían: ¡Salve, rey de los judíos! Y le daban bofetadas’ comentará el evangelista. Así lo presenta Pilatos ante el pueblo ‘Aquí tenéis a vuestro Rey’. Será el título de la condena que se pondrá en la tablilla encima del madero del tormento: ‘Jesús, el nazareno, el rey de los judíos’.

Nosotros en verdad que hoy queremos proclamarlo nuestro Rey y Señor. Queremos pertenecer a su Reino. Como dirá más tarde Pedro. ‘A ese Jesús a quien vosotros crucificásteis, Dios lo ha constituido Señor y Mesías, resucitándolo de entre los muertos’. Así lo queremos proclamar nosotros cuando lo contemplamos en la cruz. No es una derrota sino una victoria. Es la victoria sobre la muerte y el pecado. Es la victoria que a nosotros nos da vida. Es la victoria que nos redime y nos salva. Es la victoria que nos saca del abismo de la muerte para llevarnos a la vida, la más grande y la más hermosa.

Lo estamos contemplando en esta tarde como Siervo de Yahvé, como Sumo Sacerdote y como Rey cuando lo contemplamos colgado del madero. Y es que por medio de su pasión ha destruido la muerte que como consecuencia del antiguo pecado a todos los hombres alcanza. Queremos hacernos partícipes de esa victoria. Una victoria que nos transforma y nos hace hombres nuevos de la gracia y de la vida eterna. Llevabamos grabada en nosotros la imagen de Adán, el hombre terreno con su pecado, pero en virtud de la muerte de Cristo, en virtud de su redención llevemos ahora grabada la imagen de la gracia, la imagen de Jesucristo, el hombre celestial.

Así lo hemos rezado y lo hemos pedido hoy en la oración litúrgica. Y es que desde nuestro Bautismo que es participar en su muerte y su resurreción, ese hombre nuevo de la gracia nos convierte por la unción del Espiritu en sacerdotes, profetas y reyes con Cristo. Con Cristo hemos de morir nosotros para con Cristo renacer a vida nueva. Que con la muerte de Cristo que hoy estamos celebrando sepamos morir en nosotros al pecado. Para que cuando llegue el día de la resurrección así nos sintamos renovados, resucitados a vida nueva. Es el gozo y la esperanza que sentimos en la muerte de Cristo. Gozo y esperanza porque nos lleva a la victoria, porque nos lleva a una vida nueva.

A la sombra de la Cruz de Cristo nos ponemos hoy. Para que su gracia nos alcance, nos inunde. Y desde el pie de la cruz, con los brazos extendidos al cielo, como los tiene Jesús clavados al madero queremos elevar nuestra oración a Dios por toda la humanidad, por la Iglesia, por todos para que en verdad llegue el momento en que todos sepamos reconocerlo como Rey y Señor.

Al pie de la cruz queremos confesar con humildad, pero con valentía y amor nuestra fe. ‘Mantengamos la confesión de la fe, ya que tenemos un sumo sacerdote grande, que ha atravesado el cielo, Jesús, el Hijo de Dios’, que nos decía la carta a los Hebreos. Confesar, sí, valientemente nuestra fe. Que no decaiga nuestro testimonio. Que brille clara la luz de nuestra fe ante un mundo a oscuras y lleno de dolor.

Y manifestemos también nuestra fe por las obras de nuestro amor, ese amor con el que sepamos estar al lado de todos los que sufren; ese amor que haga despertar un rayo de esperanza para todos porque para todos hay salvación, porque todos ha muerto Jesús en la cruz. La cruz de Jesús tiene que brillar como un potente faro de luz que nos haga caminar a todos por senderos de amor y de paz, por senderos que nos lleven a Dios.

jueves, 21 de abril de 2011

Un amor hasta el extremo para darnos vida y enseñarnos a amar


JUEVES SANTO
Ex. 12, 1-8.11-14;

Sal. 115;

1Cor. 11.23-26;

Jn. 13, 1-15

¡Maestro! ¿qué estás haciendo? ¿cómo se te ocurre? Algo así tuvo que decirle Pedro, o pensaron los discípulos, cuando Jesús se arremangó para irle lavando los pies a cada uno al inicio de la cena de pascua. Ya lo escuchamos, Pedro no quería dejarse lavar los pies por el Maestro. Al final no le quedará más remedio que ceder cuando Jesús le dice que si no le lava los pies no tendrá parte con El.

Sí. Tendría que ser la sorpresa que nos embargara a nosotros también en este día cuando contemplamos hasta donde llega el amor de Jesús. ¿Qué estas haciendo, Señor? ¿cómo se te ocurre? No se le puede ocurrir sino a quien lleva el amor hasta el final con todas sus consecuencias. Lo malo sería que nosotros nos acostumbráramos a las cosas y ya no nos causen sorpresa. Miremos con mirada nueva todo lo que sucede en esta tarde y no nos quedará otra cosa que sorprendernos ante tanto amor.

Había llegado la Hora. En otras ocasiones había dicho que no era la hora, o que estaba cercana, como lo escuchamos hace poquitos días. Ha llegado la Hora. La Hora de pasar de este mundo al Padre. La Hora del amor. La Hora del sacrificio supremo. ‘Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo’. Todo ahora es una sucesión de amor que va como creciendo más y más en su manifestación hasta llegar a la entrega suprema. Abramos los ojos, no ya de nuestra cara, sino de nuestro corazón para comprender tanta entrega y tanto amor.

Son las señales de la acogida y de la hospitalidad, pero era la acción que estaba confiada a los encargados del servicio, los sirvientes o los esclavos. Aunque pueda parecer algo indigno y humillantes según los criterios humanos, es Jesús el que ha tomado la toalla, echado agua en la jofaina y se ha puesto a lavar los pies a los discípulos. Nos extraña, - ¡cómo se te ocurre semejante cosa! - pero ¿por qué nos ha de extrañar si El había dicho que el Hijo del hombre no había venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por todos? Tantas veces cuando los discípulos seguían discutiendo por los primeros puestos les habia enseñado que era necesario hacerse el último y el servidor de todos. Será el primer gesto al que se seguirán sucediendo más cosas hasta llegar a la entrega suprema de la cruz.

‘Me llamáis el Maestro y el Señor, y decís bien porque lo soy’. No sólo es el Maestro que nos está dando la gran lección; es el Señor. ‘Yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies; también vosotros debéis lavaros los pies los unos a los otros’. Nos está dejando su mandato del amor. Pero amor, no como palabra bonita y fácil de decir, sino amor a su manera. Amor hasta el extremo. Como El nos ha amado.

¿Cómo se puede amar con un amor así? ¿Es posible amar con un amor así? Es amar como Jesús que es amar desde Jesús; es amar dejándose amar por Jesús y entonces amar con ese mismo amor; es amar hasta Jesús, sin más límites que Jesús; Jesús no puso límites a su amor. No es sólo imitar a Jesús en su amor, sino es dejarnos invadir por el amor de Jesús, que su amor nos contagie de manera que empecemos a amar con su mismo amor.

Claro que para eso tenemos que abrirnos al amor; no siempre lo hacemos aunque hablemos mucho de amor; cuántas limitaciones y medidas ponemos tantas veces, cuánto nos pesan nuestro egoismo o nuestro amor propio. Es dejar que su Espíritu, Espíritu de amor, se derrame en tu corazón. Porque tiene que ser un amor que nace en su Corazón, en la hoguera de su cruz para que llegue a nuestro corazón. Para eso comemos a Cristo, comulgamos en su pasión y resurrección. Y comulgar en la muerte de Jesús es vaciarnos de tanto egoismo y mal con el que llenamos tantas veces nuestro corazón. Comulgar en la muerte de Cristo es llenarnos, inundarnos de vida, vivificarnos.

Por eso hoy Jesús en esa locura de amor que tiene por nosotros sigue haciendo cosas sorprendentes. Se nos hace comida y bebida. Nos da su Cuerpo y su Sangre para que podamos llenarnos de esa vida, inundarnos de ese amor. Instituye la Eucaristia, sacramento de su Cuero y de su Sangre. Esto es mi Cuerpo entregado, es mi Sangre derramada, la Sangre de la Alianza nueva y eterna, derramada para el perdón de los pecados. Establece El una nueva Alianza, una Alianza eterna que nosotros no seríamos capaces de imaginar. Porque es Cristo el que se nos da, el que derrama su Sangre por nosotros, el que entrega su vida. No porque nosotros lo merezcamos. El único merecimiento que podamos tener es que somos amados por El. Sigue sorprendiéndonos. ¿Qué estás haciendo, Señor? Pero El lo había anunciado allá en Cafarnaún.

Se entrega porque quiere arrancarnos de la muerte y llenarnos de vida. ‘El que coma mi carne y beba mi sangre, tendrá vida para siempre’, nos había dicho en Cafarnaún. Es que quiere arrancar de nosotros la muerte de nuestro egoísmo y desamor, para llenarnos, inundarnos de la vida de su amor. Nos da su Espíritu. Nos da su Cuerpo y Sangre hecho comida y bebida. Comiendo del Pan de la Eucaristía, bebiendo del cáliz de su Sangre, podremos tener vida. Y sólo así, entonces, podremos amar como El hasta el extremo.

Comemos a Cristo para amar con su amor. El amor que nace de su corazón, en la hoguera de la cruz. Comemos a Cristo comulgando en su pasión y su resurrección, decíamos antes, porque sólo así seremos capaces de amar con un amor como el de El. Es la fuente de nuestro amor, de un amor hasta el final, hasta el extremo como el de Jesús. Por eso nos enseñaba san Pablo que cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz estamos anunciando la muerte del Señor hasta que venga. Cada vez que celebramos la Eucaristía es el misterio pascual de Cristo lo que celebramos.

Nos preguntábamos al principio sorprendidos como Pedro y los apóstoles ¿cómo se te ocurre esto? ¿qué estás haciendo, Señor? Dejémonos, sí, sorprender por tanto amor. Nos lava los pies para que lo hagamos nosotros también; se nos da en como comida y bebida, como alimento y como vida en la Eucaristía para que seamos capaces de amar con su mismo amor; subirá hasta la cruz, como prueba y manifestación del más grande amor enseñándonos el camino a seguir. Así somos redimidos, salvados, inundados de su Espíritu de amor. Nadie tiene amor más grande… Dejémonos sorprender e inundar por tanto amor. Aprendamos a amar, lo que es el verdadero amor.

Y para que todo eso sea posible y podamos seguir celebrando este sacramento de amor instituye también hoy Jesús el sacerdocio de la nueva Alianza. ‘Haced esto en commemoración mía’, les dice a los Apóstoles. Todo aquello que habia hecho Jesús tenemos que seguirlo haciendo. Seguiremos haciendo presente a Jesús y para que llegue su gracia divina a nosotros nos ha dejado a los sacerdotes que en la celebración de los sacramentos hacen presente a Cristo y nos trasmiten esa gracia divina. Por eso hoy día del amor y de la Eucaristía es día también del Sacerdocio.

Misterio de amor que celebramos en el Jueves Santo. Es inicio, principio del camino del triduo pascual que nos llevará a la muerte y a la resurrección. Asi llega Dios a nuestra vida. Queremos tener parte con Jesús. Queremos que Jesús llegue así a nuestra vida con su salvación. Queremos aprender a amar con un amor como el de Jesús. Queremos alimentar nuestro amor en Jesús. Celebramos la Eucaristía, celebramos el amor.

miércoles, 20 de abril de 2011

El momento está cerca: deseo celebrar la pascua en tu casa


Is. 50, 4-9;

Sal. 68;

Mt. 26, 14-25

‘Mi momento está cerca; deseo celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos’. Fue el mensaje que Jesús le envió a quien luego le ofrecería una sala grande en lo alto de la casa para celebrar allí la cena de Pascua.

Los discípulos le habían preguntado a Jesús: ‘¿Dónde quieres que te preparemos la cena de Pascua?’ Estaban en Jerusalén y normalmente o se iban a Betania o se refugiaban por los alrededores del Monte de los Olivos. Por algo sabe Judas donde encontrarlo. En esta ocasión mandará Jesús a un lugar concreto. Algun evangelista dará más detalles de cómo encontrar la casa.

‘Los discípulos cumplieron las instrucciones de Jesús y prepararon la Pascua’, nos dice el evangelista. Creo que este texto escuchado y meditado en este día previo al triduo pascual a nosotros también nos puede ayudar mucho. Porque también a nosotros nos dice Jesús: ‘deseo celebrar la Pascua en tu casa’. Quiere Jesús celebrar su pascua en nuestra vida. Nos queda ahora disponer nuestra casa, disponer nuestra vida para ese encuentro con el Señor. Porque eso tiene que ser en verdad el triduo pascual que vamos a celebrar, un encuentro vivo con el Señor.

‘Los discípulos cumplieron las instrucciones de Jesús y prepararon la Pascua’. Nosotros también tenemos que seguir la instrucciones de Jesús para preparar la pascua. Los discípulos tuvieron que preparar debidamente la sala con todo lo necesario, el agua para las abluciones, el pan sin levadura, las hierbas amargas, el vino, el cordero, que había de ser sacrificado en el templo.

Nosotros también tenemos que preparar muchas cosas; el pan de la amistad, el vino de la alegría y la esperanza, el agua viva que nos purifique… pero el cordero pascual nos lo prepara Jesús porque El es ese Cordero que se ofrece y que se inmola y que se nos da en comida. Será Cristo quien nos lave y nos purifique, porque le veremos mañana lavando los pies de los discípulos. A estas alturas esa parte de purificación seguro que la hemos realizado porque nos habremos acercado al sacramento de la penitencia para sentir ese perdón y esa gracia del Señor.

Pero hay algo que si hemos de tener en cuenta y es que lo que vamos a celebrar tendrá que ser algo muy vivo en cada uno de nosotros, pero nunca celebraremos la pascua de forma individualista y aislados de los demás. Sin comunión con los otros no celebraremos auténtica pascua. Por eso hablaba de ese pan de la amistad, de la comunión que hemos de preparar.

Será algo a tener bien en cuenta en nuestra preparación. Ya en otro lugar del evangelio Jesús nos dice que si cuando vamos a presentar nuestra ofrenda en el altar tenemos problemas con alguien, que primero vayamos a la reconciliación, al encuentro y a la comunión verdadera con los demás para que podamos presentarnos ante El. Por eso, como decía, preparemos el pan de la amistad, de la armonía, de la paz y la comunión con los otros; preparemos ese vino de la alegría, de la alegría en ese encuentro y en ese compartir con los hermanos, porque son cosas que hemos de poner en la mesa de la cena pascual.

Es una buena forma de preparar nuestro corazón para ese paso de gracia del Señor por nuestra vida. Es la mejor disposición que podemos tener en nuestro corazón. Es cierto que pueden pesar en nosotros muchas actitudes, gestos, actos egoístas, individualistas, que nos lleven a aislarnos de los demás, que rompan muchas veces nuestra convivencia y armonía, que nos quiten la paz. Por eso tenemos que dejarnos purificar por el Señor. Dejar que el Señor llegue y nos lave los pies que en nuestro orgullo y amor propio nos pueda resultar humillante. Pero es el Señor el que con el agua de su gracia viene a trasformar nuestro corazón. Y El quiere celebrar su pascua en nuestra casa, en nuestra vida.

martes, 19 de abril de 2011

Ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en El


Is. 49, 1-6;

Sal. 79;

Jn. 13, 21-33.36-38

‘Ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en El. Si Dios es glorificado en El, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará’. Palabras de Jesús que escuchamos en el transcurso de la cena pascual. Tremendo dramatismo se vislumbra en las palabras de Cristo. Todo está anunciando su muerte, su glorificación. Habla de glorificación y está refiriéndose a su muerte. Así es la gloria del Señor.

Aparecen luces y sombras al mismo tiempo. La luz en la gloria del Señor, pero las sombras, podríamos decir, en su anuncio de lo que va a suceder. ‘Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar…’ dice en primer lugar. Y ante las protestas de Pedro de que quiere seguirle porque ‘daré mi vida por ti’, Jesús le anuncia ‘te aseguro que no cantará el gallo antes que me hayas negado tres veces’. Una traición y una negación anunciadas.

Vemos la incomodidad de los discípulos que casi se quedan sin saber a quien se refiere Jesús. El discípulo amado, a indicaciones de Pedro, como está al lado de Jesús se recuesta sobre su pecho para preguntar ‘Señor, ¿quién es?’ Jesús le dará la señal ‘aquel a quien yo le dé este trozo de pan untado’. Pero solo lo escuchará Juan. Y cuando sale Judas a la indicación de Jesús al darle el pan ‘lo que tienes que hacer, hazlo enseguida’, piensan si va a comprar comida para la fiesta o a repartir sus limosnas con los pobres. Pero en el corazón de Judas había entrado la negrura de la noche. ‘Salió inmediatamente, y era de noche’.

Es entonces cuando Jesús pronuncia las palabras que mencionábamos al principio con todo su dramatismo. Pero son palabras que aunque anuncian su muerte, están anunciando luz y vida. Jesús se entrega y se entrega hasta la muerte para llenarnos de luz, para inundarnos de vida. Jesús se entrega no porque Judas lo haya traicionado y vendido, sino porque El ha subido libremente hasta Jerusalén para que se realice la pascua. Parece como si Jesús forzara a Judas a hacer lo que tenía que hacer. Nadie le arrebata la vida, aunque se sucedan una serie de cosas que anunciaban las Escrituras. El da su vida, El se entrega para que tengamos vida, para que alcancemos la salvación.

‘Salve, Rey nuestro, obediente al Padre, fuiste llevado a la crucifixión como manso cordero a la matanza’, hemos aclamado con la antífona antes del Evangelio. Saludamos a Cristo y la salvación que nos ofrece. Saludamos a Cristo que sube hasta la cruz obediente al Padre y entregado por amor.

Es lo que tenemos que considerar allá en lo más hondo de nosotros mismos cuando estamos ya dispuestos a celebrar la Pascua del Señor. Habrán traiciones en nuestro corazón cuando tantas veces hemos pecado después de tantas promesas de amor; habrá negaciones porque teníamos miedo, por respetos humanos, porque nos sentíamos débiles a pesar de que dijéramos como Pedro que estaríamos dispuestos a dar la vida por El. Pero en Jesús siempre está la vida y el perdón. Ojalá nos sintamos mirados como Pedro tras su negación para que se mueva de verdad nuestro corazón al arrepentimiento y a la conversión. Grande puede ser nuestro pecado pero no podemos caer en la desesperación de Judas, porque sabemos que siempre Jesús nos está ofreciendo su gracia y su perdón.

Sigamos preparándonos para la Pascua. Sigamos disponiendo nuestro corazón y nuestra vida para acoger ese paso salvador de Dios en nosotros. Sigamos buscando a Jesús y deseando hondamente su salvación. Meditemos una y otra vez la pasión de Jesús en estos días sin cansarnos. No nos quedemos en lo superficial, dejemos que cale hondo en nosotros la gracia del Señor.

Como rezábamos en el salmo: ‘a Ti, Señor, me acojo: no quede yo derrotado para siempre; tú que eres justo, líbrame y ponme a salvo, inclina tu oído, y sálvame… tú fuiste mi esperanza y mi confianza, Señor, desde mi juventud… mi boca contará tu auxilio y todo el día tu salvación’.

lunes, 18 de abril de 2011

La casa se llenó de la fragancia de aquel perfume


Is. 42, 1-7;

Sal. 26;

Jn. 12, 1-11

Todo lo que vamos escuchando en el evangelio estos días es anuncio y prefiguración de lo que va a suceder. Todo nos está hablando de la inminente pascua; con todo detalle el evangelista nos dice que fue ‘seis días antes de la pascua’.

‘Fue Jesús a Betania, donde vivía Lázaro a quien habia resucitado de entre los muertos. Allí le ofrecieron una cena…’ Agradecimiento y fiesta por lo que había sucedido. ‘Marta servía y Lázaro estaba a la mesa’, nos dice el evangelista. Mucha gente se congregó también porque se enteraron de que Jesús estaba allí y querían verle no sólo a El sino también a Lázaro. Pero sucede algo especial; la otra hermana, María, se encargará de cumplir con el rito de la hospitalidad y lo hará con generosidad especial. Al huésped se le ofrecía agua para lavarse y se le perfumaba. El perfume de nardo que utilizará María es auténtico y costoso. No le duelen prendas, como se suele decir. Le unge los pies a Jesús y se los enjuga con la cabellera. ‘Y la casa se llenó de la fragancia del perfume’, nos detalla el evangelista.

Una cena que parece calcada en la que otra evangelista nos hablará de una mujer pecadora que hace lo mismo con Jesús. En aquella ocasión el mucho amor que puso aquella mujer pecadora junto con sus lágrimas de arrepentimiento le mereció el perdón. Aquí está también presente el amor, una hermosa ofrenda de amor, una hermosa fragancia de amor. Aquella familia era muy querida por Jesús. El evangelista cuando la resurrección de Lázaro nos había dicho que ‘Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro’, y sabemos por otra parte cómo era acogido en aquel hogar de Betania.

Pero todo es anuncio de su muerte y de su sepultura, como anuncio también de resurrección. Algún discípulo, Judas, muy interesado él, se preocupará del gasto que podía haberse hecho con los pobres. Pero en esta ocasión Jesús dirá que dejen hacer a aquella mujer que tenía reservado aquel perfume para su sepultura. Anuncia así la inminencia de su muerte, y esta unción es como un adelanto de la unción que se hacía con los muertos antes de su sepultura.

‘La casa se llenó de la fragancia de aquel perfume’, nos decía el evangelista. ¿Era sólo el perfume de nardo? Creo que había otro perfume más valioso y que nosotros tendremos que saber apreciar y dejarnos ungir por él. Es el perfume del amor, el perfume de la fe, el perfume de un corazón generoso, el perfume de la disponibilidad para dejar hacer a Dios en nosotros.

Decíamos al principio que todo lo que escuchamos estos días es anuncio y prefiguración de lo que va a suceder. Ya nos hemos introducido en la semana de Pasión y tenemos cercanas todas las celebraciones del triduo pascual. Para sentarnos a la mesa del Señor necesitamos también purificarnos y dejarnos ungir por ese perfume del amor. Es la disposición importante que hemos de tener en nuestro corazón para vivir con hondura todo el misterio que vamos a celebrar.

Que nos inunde también ese perfume del amor y de la fe; que se tense bien nuestro espíritu para acoger en nuestro corazón todo ese misterio de amor que vamos a celebrar; que vaya cada día más resplandeciendo nuestra vida porque en verdad nos vamos purificando y alejando de nosotros toda tiniebla de pecado; que haya esa disponibilidad y generosidad en nuestro corazón para abrirnos a Dios, a su Palabra, a su gracia, para acoger su salvación. No podemos ya perder tiempo, porque la celebración es ya inminente y Cristo quiere llegar a nosotros con su salvación.

Que se inunde de verdad la casa, nuestra vida, nuestro corazón de la fragancia de ese perfume.

domingo, 17 de abril de 2011

La pasión de Jesús en la humildad, la entrega y el amor


Mt. 21, 1-11;

Is. 50, 4-7;

Sal. 21;

Filp. 2, 6-11;

Mt. 26, 14-27, 66

‘No hizo alarde de su categoría de Dios… se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo… se rebajó hasta someterse a la muerte, y una muerte de cruz…’ Lo hemos contemplado así en la pasión. Sobran las muchas palabras. Es día de contemplación. Es tiempo de contemplar en silencio y sentir en lo hondo del corazón. Se despojó, se rebajó… ‘Está cerca la hora, y el Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los pecadores’, dirá Jesús en Getsamaní. Es lo que contemplamos y tenemos que vivir. La maravilla del amor de Dios que se entrega. En manos de los pecadores. En nuestra manos. Su Sangre va a ser derramada para el perdón de los pecados. Para nuestro perdón. Ahí contemplamos su cuerpo entregado, su vida entregada, su amor hasta el final. En la humildad, en el silencio, en el amor más profundo y glorioso. Tenemos que quedarnos contemplando su entrega haciéndose el último, el esclavo que da su vida. Su vida, por nuestra vida. ‘Conviene que muera uno por todo el pueblo’, había dicho Caifás, el sumo sacerdote. Era profecía que ahora se está cumpliendo. Nos viene a rescatar, a redimir. Nos viene también a enseñar el verdadero camino de la salvación. Tanto amó Dios al mundo, tanto nos amó que de esa manera se entregó. ‘Pasando por uno de tantos’. Es el rey victorioso que nos redime pero su victoria está en la cruz, en su muerte redentora. Es Dios que nos salva. Pero se hace humilde, se hace pequeño, como fue toda su vida. Su gozo era estar en medio de los hijos de los hombres, entre los pobres y sencillos, entre los que sufren, entre los humildes. Cuando viene a Jerusalén para la Pascua, para su Pascua que iba a ser nuestra Pascua, aunque las gentes le aclaman entra humilde en un borrico. ‘Decid a la hija de Sión: mira a tu rey que viene a ti, humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de acémila’, había anunciado el profeta y los discípulos recordarían al verlo entrar aclamado en la ciudad santa. Nosotros también lo hemos aclamado hoy como el hijo de David, el que viene en nombre del Señor. Pero nosotros lo aclamamos, aunque sea recordando aquella entrada en Jerusalén, sabiendo, sin embargo, que en su Pascua nos salvaría y nos traería la redención. Por eso, hoy, una y otra vez vamos repasando todos los momentos de su pasión. Lo que El repetidamente había anunciado. Entregado en manos de los gentiles. Abandonado y traicionado. ‘Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar’, anunciaría en la cena. Sus discípulos más cercanos se duermen cuando la angustia llena su alma de tristeza en Getsemaní. ‘¿No habéis podido velar una hora conmigo?’ A diario enseñaba en el templo y repartía sus bondades sanando y curando y ahora ‘¿habéis salido a prenderme con espadas y palos como a un bandido?... y en aquel momento todos sus discípulos lo abandonaron y huyeron’. Comenzaba su pasión. Pedro niega conocerle, Judas le traiciona. ‘Yo no me resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba, no me tapé el rostro ante ultrajes y salivazos…’ había anunciado el profeta. A la pregunta del sumo sacerdote – ‘¿eres el Mesías, el Hijo de Dios?’ - responde con claridad: ‘Tú lo has dicho… veréis al Hijo del Hombre sentado a la derecha del Todopoderoso’. Está condenado. ‘Ha blasfemado. Es reo de muerte. Y entonces le escupieron a la cara y lo abofetearon, y otros lo golpeaban…’ Las burlas y los escarnios se repetirán cuando sea llevado ante el Gobernador. Una corona de espinas, un manto color púrpura, insultos y golpes se repiten. No entramos en todos los detalles que ya hemos escuchado en el relato del evangelio. ‘Y Jesús callaba’, dice el evangelista. Prefieren su muerte comparado con un malhechos y entre dos bandidos será crucificado. Ahí está la humildad y la grandeza de un Dios hecho hombre que se hace el último para redimirnos y salvarnos. Ahí está la maravilla del amor de Dios. Cuánto nos enseña. Aprendamos de su silencio y de su amor, de su humildad y de su entrega. Nos había dicho que quien quisiera ser el primero se hiciera el último, pero no solo eran palabras, sino que ahora nos lo está diciendo con su vida, con su entrega, con su pasión. Cómo tenemos que aprender ese camino de la humildad y del amor. Es que el amor verdadero siempre nos hace humildes, pacientes, entregados en silencio y con generosidad. Cuánto nos cuesta. Nos afloran enseguida nuestros orgullos y el amor propio. Cómo nos duele cuando no corresponden a nuestro amor o nos sentimos heridos por cualquier cosa. Pero tenemos que aprender la lección de Jesús. Si nos sentimos salvados por tanto amor, eso tiene que movernos a un amor igual, a buscar siempre y en todo lo que es la voluntad del Señor. ‘Tu quisiste que nuestro Salvador se hiciese hombre y muriese en la cruz, para mostrar al género humano una vida sumisa a tu voluntad’, hemos pedido en la oración litúrgica de este día. ‘Que las enseñanzas de su pasión nos sirvan de testimonio y que un día participemos de su gloriosa resurrección’. Sigamos con nuestra contemplación a lo largo del día, de estos días santos que estamos iniciando. Es la semana de la pasión que nos llevará a la resurrección. Que la contemplación de la pasión en estos días nos lleve a la Pascua, a ese paso de Dios por nuestra vida. Paso de amor, de entrega, de pasión, de vida para nosotros. Tenemos que vivirlo. No somos espectadores sino que tenemos que meternos hondamente en la pasión del Señor, dejar que el Señor con su gracia se meta en nuestra vida y en ese paso de Dios encontremos la salvación, lleguemos a vivir esa nueva vida que El nos ofrece y quiere para nosotros. Así llegaremos a participar de su resurrección siendo resucitados con El. El centurión reconocería después de su muerte ‘realmente éste era Hijo de Dios’. Y en la carta de san Pablo escuchábamos ‘por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el nombre sobre todo nombre… y toda lengua proclame Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre’. Es lo que nosotros tenemos también que proclamar con toda nuestra vida. Lo cantaremos así cuando llegue la Pascua, la resurrección. Y tendremos que hacerlo siempre con el testimonio de nuestra fe y nuestra vida cristiana. Y es que ‘al morir destruyó nuestra culpa y al resucitar fuimos justificados’ que diremos en el prefacio.