martes, 19 de abril de 2011

Ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en El


Is. 49, 1-6;

Sal. 79;

Jn. 13, 21-33.36-38

‘Ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en El. Si Dios es glorificado en El, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará’. Palabras de Jesús que escuchamos en el transcurso de la cena pascual. Tremendo dramatismo se vislumbra en las palabras de Cristo. Todo está anunciando su muerte, su glorificación. Habla de glorificación y está refiriéndose a su muerte. Así es la gloria del Señor.

Aparecen luces y sombras al mismo tiempo. La luz en la gloria del Señor, pero las sombras, podríamos decir, en su anuncio de lo que va a suceder. ‘Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar…’ dice en primer lugar. Y ante las protestas de Pedro de que quiere seguirle porque ‘daré mi vida por ti’, Jesús le anuncia ‘te aseguro que no cantará el gallo antes que me hayas negado tres veces’. Una traición y una negación anunciadas.

Vemos la incomodidad de los discípulos que casi se quedan sin saber a quien se refiere Jesús. El discípulo amado, a indicaciones de Pedro, como está al lado de Jesús se recuesta sobre su pecho para preguntar ‘Señor, ¿quién es?’ Jesús le dará la señal ‘aquel a quien yo le dé este trozo de pan untado’. Pero solo lo escuchará Juan. Y cuando sale Judas a la indicación de Jesús al darle el pan ‘lo que tienes que hacer, hazlo enseguida’, piensan si va a comprar comida para la fiesta o a repartir sus limosnas con los pobres. Pero en el corazón de Judas había entrado la negrura de la noche. ‘Salió inmediatamente, y era de noche’.

Es entonces cuando Jesús pronuncia las palabras que mencionábamos al principio con todo su dramatismo. Pero son palabras que aunque anuncian su muerte, están anunciando luz y vida. Jesús se entrega y se entrega hasta la muerte para llenarnos de luz, para inundarnos de vida. Jesús se entrega no porque Judas lo haya traicionado y vendido, sino porque El ha subido libremente hasta Jerusalén para que se realice la pascua. Parece como si Jesús forzara a Judas a hacer lo que tenía que hacer. Nadie le arrebata la vida, aunque se sucedan una serie de cosas que anunciaban las Escrituras. El da su vida, El se entrega para que tengamos vida, para que alcancemos la salvación.

‘Salve, Rey nuestro, obediente al Padre, fuiste llevado a la crucifixión como manso cordero a la matanza’, hemos aclamado con la antífona antes del Evangelio. Saludamos a Cristo y la salvación que nos ofrece. Saludamos a Cristo que sube hasta la cruz obediente al Padre y entregado por amor.

Es lo que tenemos que considerar allá en lo más hondo de nosotros mismos cuando estamos ya dispuestos a celebrar la Pascua del Señor. Habrán traiciones en nuestro corazón cuando tantas veces hemos pecado después de tantas promesas de amor; habrá negaciones porque teníamos miedo, por respetos humanos, porque nos sentíamos débiles a pesar de que dijéramos como Pedro que estaríamos dispuestos a dar la vida por El. Pero en Jesús siempre está la vida y el perdón. Ojalá nos sintamos mirados como Pedro tras su negación para que se mueva de verdad nuestro corazón al arrepentimiento y a la conversión. Grande puede ser nuestro pecado pero no podemos caer en la desesperación de Judas, porque sabemos que siempre Jesús nos está ofreciendo su gracia y su perdón.

Sigamos preparándonos para la Pascua. Sigamos disponiendo nuestro corazón y nuestra vida para acoger ese paso salvador de Dios en nosotros. Sigamos buscando a Jesús y deseando hondamente su salvación. Meditemos una y otra vez la pasión de Jesús en estos días sin cansarnos. No nos quedemos en lo superficial, dejemos que cale hondo en nosotros la gracia del Señor.

Como rezábamos en el salmo: ‘a Ti, Señor, me acojo: no quede yo derrotado para siempre; tú que eres justo, líbrame y ponme a salvo, inclina tu oído, y sálvame… tú fuiste mi esperanza y mi confianza, Señor, desde mi juventud… mi boca contará tu auxilio y todo el día tu salvación’.

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