domingo, 17 de abril de 2011

La pasión de Jesús en la humildad, la entrega y el amor


Mt. 21, 1-11;

Is. 50, 4-7;

Sal. 21;

Filp. 2, 6-11;

Mt. 26, 14-27, 66

‘No hizo alarde de su categoría de Dios… se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo… se rebajó hasta someterse a la muerte, y una muerte de cruz…’ Lo hemos contemplado así en la pasión. Sobran las muchas palabras. Es día de contemplación. Es tiempo de contemplar en silencio y sentir en lo hondo del corazón. Se despojó, se rebajó… ‘Está cerca la hora, y el Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los pecadores’, dirá Jesús en Getsamaní. Es lo que contemplamos y tenemos que vivir. La maravilla del amor de Dios que se entrega. En manos de los pecadores. En nuestra manos. Su Sangre va a ser derramada para el perdón de los pecados. Para nuestro perdón. Ahí contemplamos su cuerpo entregado, su vida entregada, su amor hasta el final. En la humildad, en el silencio, en el amor más profundo y glorioso. Tenemos que quedarnos contemplando su entrega haciéndose el último, el esclavo que da su vida. Su vida, por nuestra vida. ‘Conviene que muera uno por todo el pueblo’, había dicho Caifás, el sumo sacerdote. Era profecía que ahora se está cumpliendo. Nos viene a rescatar, a redimir. Nos viene también a enseñar el verdadero camino de la salvación. Tanto amó Dios al mundo, tanto nos amó que de esa manera se entregó. ‘Pasando por uno de tantos’. Es el rey victorioso que nos redime pero su victoria está en la cruz, en su muerte redentora. Es Dios que nos salva. Pero se hace humilde, se hace pequeño, como fue toda su vida. Su gozo era estar en medio de los hijos de los hombres, entre los pobres y sencillos, entre los que sufren, entre los humildes. Cuando viene a Jerusalén para la Pascua, para su Pascua que iba a ser nuestra Pascua, aunque las gentes le aclaman entra humilde en un borrico. ‘Decid a la hija de Sión: mira a tu rey que viene a ti, humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de acémila’, había anunciado el profeta y los discípulos recordarían al verlo entrar aclamado en la ciudad santa. Nosotros también lo hemos aclamado hoy como el hijo de David, el que viene en nombre del Señor. Pero nosotros lo aclamamos, aunque sea recordando aquella entrada en Jerusalén, sabiendo, sin embargo, que en su Pascua nos salvaría y nos traería la redención. Por eso, hoy, una y otra vez vamos repasando todos los momentos de su pasión. Lo que El repetidamente había anunciado. Entregado en manos de los gentiles. Abandonado y traicionado. ‘Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar’, anunciaría en la cena. Sus discípulos más cercanos se duermen cuando la angustia llena su alma de tristeza en Getsemaní. ‘¿No habéis podido velar una hora conmigo?’ A diario enseñaba en el templo y repartía sus bondades sanando y curando y ahora ‘¿habéis salido a prenderme con espadas y palos como a un bandido?... y en aquel momento todos sus discípulos lo abandonaron y huyeron’. Comenzaba su pasión. Pedro niega conocerle, Judas le traiciona. ‘Yo no me resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba, no me tapé el rostro ante ultrajes y salivazos…’ había anunciado el profeta. A la pregunta del sumo sacerdote – ‘¿eres el Mesías, el Hijo de Dios?’ - responde con claridad: ‘Tú lo has dicho… veréis al Hijo del Hombre sentado a la derecha del Todopoderoso’. Está condenado. ‘Ha blasfemado. Es reo de muerte. Y entonces le escupieron a la cara y lo abofetearon, y otros lo golpeaban…’ Las burlas y los escarnios se repetirán cuando sea llevado ante el Gobernador. Una corona de espinas, un manto color púrpura, insultos y golpes se repiten. No entramos en todos los detalles que ya hemos escuchado en el relato del evangelio. ‘Y Jesús callaba’, dice el evangelista. Prefieren su muerte comparado con un malhechos y entre dos bandidos será crucificado. Ahí está la humildad y la grandeza de un Dios hecho hombre que se hace el último para redimirnos y salvarnos. Ahí está la maravilla del amor de Dios. Cuánto nos enseña. Aprendamos de su silencio y de su amor, de su humildad y de su entrega. Nos había dicho que quien quisiera ser el primero se hiciera el último, pero no solo eran palabras, sino que ahora nos lo está diciendo con su vida, con su entrega, con su pasión. Cómo tenemos que aprender ese camino de la humildad y del amor. Es que el amor verdadero siempre nos hace humildes, pacientes, entregados en silencio y con generosidad. Cuánto nos cuesta. Nos afloran enseguida nuestros orgullos y el amor propio. Cómo nos duele cuando no corresponden a nuestro amor o nos sentimos heridos por cualquier cosa. Pero tenemos que aprender la lección de Jesús. Si nos sentimos salvados por tanto amor, eso tiene que movernos a un amor igual, a buscar siempre y en todo lo que es la voluntad del Señor. ‘Tu quisiste que nuestro Salvador se hiciese hombre y muriese en la cruz, para mostrar al género humano una vida sumisa a tu voluntad’, hemos pedido en la oración litúrgica de este día. ‘Que las enseñanzas de su pasión nos sirvan de testimonio y que un día participemos de su gloriosa resurrección’. Sigamos con nuestra contemplación a lo largo del día, de estos días santos que estamos iniciando. Es la semana de la pasión que nos llevará a la resurrección. Que la contemplación de la pasión en estos días nos lleve a la Pascua, a ese paso de Dios por nuestra vida. Paso de amor, de entrega, de pasión, de vida para nosotros. Tenemos que vivirlo. No somos espectadores sino que tenemos que meternos hondamente en la pasión del Señor, dejar que el Señor con su gracia se meta en nuestra vida y en ese paso de Dios encontremos la salvación, lleguemos a vivir esa nueva vida que El nos ofrece y quiere para nosotros. Así llegaremos a participar de su resurrección siendo resucitados con El. El centurión reconocería después de su muerte ‘realmente éste era Hijo de Dios’. Y en la carta de san Pablo escuchábamos ‘por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el nombre sobre todo nombre… y toda lengua proclame Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre’. Es lo que nosotros tenemos también que proclamar con toda nuestra vida. Lo cantaremos así cuando llegue la Pascua, la resurrección. Y tendremos que hacerlo siempre con el testimonio de nuestra fe y nuestra vida cristiana. Y es que ‘al morir destruyó nuestra culpa y al resucitar fuimos justificados’ que diremos en el prefacio.

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