sábado, 6 de marzo de 2010

Un retrato de nuestros vacíos pero también del encuentro con la plenitud del amor


Miq. 7, 14-15.18-20;
Sal. 102;
Lc. 15, 1-3.11-32


Celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto, y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado. Y comenzaron el banquete’. Es la alegría y la fiesta en la vuelta del hijo pródigo. Es la alegría y la fiesta del corazón lleno de amor de un padre hacia un hijo perdido y que ha vuelto.
Es una de las parábolas más hermosas del evangelio. Si cuando escuchábamos ayer la parábola de la viña y los viñadores hablábamos de la historia de amor de Dios sobre nuestra vida, hoy me atrevo a decir que esta parábola es un retrato fiel de nuestra búsqueda y de nuestra huída, de nuestros vacíos y nuestras oscuridades, de nuestros caminos de soledad y hastío y del encuentro con la desnudez de nuestra vida rota y sin sentido, el retrato, finalmente, del encuentro con la plenitud del amor.
Quiere el hijo vivir su vida. ‘Padre, dame la parte que me toca de mi fortuna…’ Corre loco en búsqueda de libertad y de loca felicidad. ‘No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente’. El quería andar por su camino y sólo el suyo, pero se confundió y erró la dirección.
¿Qué es lo que se encontró? El vacío y la desnudez de su vida. ‘Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad’. Comenzó la oscuridad de su vida. Había huido pensando que iba a encontrar la felicidad y se encontró con la peor de las tristezas. Se encontró con su vida rota y ahora que estaba vacío de todo interiormente nada encontraba que pudiera llenarlo. No era sólo llenar el estómago, aunque deseara comer las algarrobas que comían los cerdos. Era la miseria y el silencio de su soledad.
En la noche oscura, sin embargo, siempre aparece una luz que te hace desear lo mejor, aunque desesperado no parece terminar de encontrarla. Será el recuerdo de lo perdido. ‘Cuantos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre…’ Será el deseo de algo que le llene por dentro sus vacíos. ‘Trátame, al menos, como a uno de tus jornaleros’.
Algo le mueve a levantarse y a comenzar la búsqueda de la verdad de su vida. ¿Dónde encontrarla? El padre le espera, aunque todavía su corazón está lleno de miedos. ‘Sí, me levantaré, me pondré en camino a donde está mi padre…’ En el fondo le queda algo de confianza de poder ocupar un lugar, aunque sea pequeñito. ‘Se puso en camino adonde estaba su padre’.
Lleva la lección bien aprendida de lo que tiene que decirle a su padre. ‘He pecado contra el cielo y contra ti. No merezco llamarme hijo tuyo…’ Pero el padre no está para los discursos sino para los besos y los abrazos. ‘El padre lo vio y se conmovió y echando a correr se le echó al cuello y se puso a besarlo’.
Va a encontrar la alegría verdadera de sentirse amado y perdonado; va a encontrar la fiesta de la felicidad verdadera, de la que nunca se querrá ya apartar. Comenzó la fiesta del perdón, del amor y de la vida.
Andamos confundidos en nuestras búsquedas y queremos andar nuestros caminos, caminos que muchas veces nos llevan también al vacío y a la desdicha. Son duras y tremendas las soledades que nos quedan en el alma.
Seamos capaces de pararnos, de detenernos, de levantarnos, de ponernos en camino hacia los brazos del padre. Los pies y los brazos del padre que nos buscan y nos ofrecen el abrazo del perdón y la vida son más veloces que nuestros pasos. Cuando nosotros aún temblorosos queremos iniciar el camino ya aquellos pasos corren hacia nosotros y ya esos brazos nos están rodeando en un abrazo de amor. Así es el amor y la misericordia de Dios que es nuestro Padre.
Dejémonos alcanzar, abrazar, amar por un amor tan grande que es infinito como infinito es el corazón de Dios. Todo será distinto.

viernes, 5 de marzo de 2010

Una historia de amor y desamor, la de Dios y la mía

Gén. 37, 3-4.12-13.17-28;
Sal. 104;
Mt. 21, 33-46

Los sumos sacerdotes al oír sus parábolas comprendieron que hablaba de ellos’, así lo corrobora el evangelista. ‘Y aunque buscaban echarle mano, temieron a la gente que tenía a Jesús por profeta’.
La parábola que llamamos de los viñadores homicidas es un buen reflejo de la historia de Israel, de la historia de la salvación, que es la historia de amor de Dios por su pueblo y de la respuesta de Israel. Tendríamos que preguntarnos ya ¿no será reflejo también de nuestra respuesta?
El inicio de la parábola de Jesús nos trae resonancias de la alegoría de la viña que nos narra el profeta Isaías. Nos plantea el amor de Dios por su pueblo, por nosotros; igual que aquel viñador había preparado con mimo su viña dotándola de todo lo necesario para que fuera una buena finca que pudiera producir abundantes frutos, así eligió Dios a su pueblo, lo cuidó y lo preparó, le hizo llegar profetas y reyes que lo guiaran en su nombre, pero ya sabemos cuál es la historia de la respuesta del pueblo de Dios, la historia de su pecado.
Envió profetas y nos envió a su propio Hijo. ‘Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga vida eterna’. Allí estaba Jesús en medio de su pueblo; ‘vino a los suyos y los suyos no lo recibieron’ como ya decía Juan al principio del Evangelio. También como al hijo de la parábola sería arrojado fuera de la viña para darle muerte – ‘empujándolo fuera de la viña lo mataron’ -, Jesús será llevado también fuera de la ciudad santa, a las colinas del calvario para allí ser crucificado, mostrándonos la señal más hermosa y más grande de su amor por nosotros, ‘porque nadie tiene más amor que el que da la vida por el amado’. Así entregará su vida por nosotros y por nuestra salvación.
Creo que ya vamos haciendo una lectura de la parábola no sólo en la clave de lo que fue la historia de Israel, el antiguo pueblo de Dios, sino en la clave de nuestra propia historia. ¡Cuánto es lo que tenemos que reconocer que Dios ha hecho por nosotros, y tenemos que decir, por ti, por mí! Cada uno tiene que recordar y reconocer aunque sea a grandes rasgos lo que Dios ha hecho en la historia de su propia vida, cómo Dios ha actuado en su vida. Como María también nosotros tenemos que decir ‘el Señor ha hecho obras grandes en mí’. Por eso decíamos en el salmo: ‘recordad las maravillas que hizo el Señor’.
Es una hermosa historia de amor de Dios por mí. Pero una historia que he llenado de sombras y de muerte con mi pecado y mis infidelidades. Cada uno sabe donde está sus debilidades y tropiezos, y cuáles son las tentaciones que no he superado y cuál es mi historia de desamor.
Como aquello del evangelio hoy también tenemos que pensar que Jesús está hablando por nosotros, de nosotros. ¿Se nos quitará a nosotros esa viña que el Señor nos ha confiado, esa pertenencia al Reino de los cielos, para dársela a quien dé más fruto?
Una cosa es segura y es la paciencia infinita de Dios en su amor por mi, que está esperando siempre mi respuesta y mi vuelta a El. No se cansa de llamarme y de esperarme. Son tantas las señales de ese amor que va poniendo a la vera del camino de mi vida. Pero no abusemos nosotros de la esperanza y del amor divino y aprestémonos a dar respuesta en frutos de santidad.

jueves, 4 de marzo de 2010

¿Una vida infructuosa o llena de frutos?


Jer. 17, 5-10;
Sal. 1;
Lc. 16, 19-31

¡Qué infructuosa y estéril es la vida del avaro y egoísta, aunque aparentemente pudiera parecer lo contrario! Se engaña el que piensa sólo en sí mismo y en sus cosas, se encierra en su yo egoísta que lo convierte en dios de sí mismo. Aunque nos parezca que está rodeado de toda clase de bienes en su avaricia nunca se sentirá satisfecho y como sólo piensa en el gozo inmediato y efímero nunca alcanzará a vislumbrar lo que es una plenitud total que tampoco sabrá alcanzar.
Nos lo refleja la parábola del evangelio, la que llamamos del rico epulón y el pobre Lázaro; y nos lo enseña con gratificante sabiduría tanto Jeremías a quien hemos escuchado como el salmo que nos ha servido de oración y respuesta. ¿Quién será dichoso y lo será de verdad? Aquel que parecía dichoso porque ‘vivía rodeado de lujos y banqueteaba espléndidamente cada día’, pero que no tenía ojos para ver al pobre Lázaro que estaba a su puerta, lo veremos sumido en la angustia y la desesperación final.
‘Maldito quien confía en el hombre y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor; será como un cardo en la estepa… habitará la aridez del desierto, tierra salobre e inhóspita…’
‘Bendito, sin embargo, quien confía en el Señor, y pone en el Señor su confianza; será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces… en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto…’
Bien podían entender estas imágenes los judíos que vivían en tierra dura y difícil, pero que gracias al agua del Jordán podían hacer reverdecer.
Infructuosa y estéril, dijimos al principio, la vida del que sólo piensa en sí mismo y busca sólo su propia felicidad. Pensamos en el rico que se encierra en sus riqueza, que cierra los ojos para no ser capaz de ver la calamidad que puedan estar pasando los que viven a su lado. El rico de la parábola ni se enteraba de quien estaba a su puerta.
Pero no son sólo las riquezas o los bienes materiales los que nos ciegan o encierran en nosotros mismos. Muchas cosas pueden corroer nuestro corazón en los orgullos, envidias, desconfianzas, resentimientos que aíslan y que tan difícil nos pueden hacer la convivencia con los demás. Somos piedra de muchas aristas de manera que quienes se acerquen a nosotros se pueden sentir dañados o heridos por nuestras palabras, nuestros gestos, nuestras actitudes, nuestras violencias o nuestras desconfianzas.
Algunas veces, quizá, por los problemas que hayamos tenido en la vida, los malos momentos que hayamos pasado, los sufrimientos que hayamos tenido que soportar, han hecho que se haya llenado de amargura nuestro corazón; amarguras que crean barreras, nos encierran, nos hacen suspicaces y a la larga nos hacen daño a nosotros mismos además de hacerlo también a los demás. En lugar de aprender a madurar con esos sufrimientos o problemas, lo que han hecho es llenar de amargura el corazón.
Os digo que situaciones así las he palpado muchas veces en pueblos, comunidades y también en muchos individuos. Hace unos días una persona se desahogaba conmigo por las frustraciones que había tenido en su vida porque no había podido alcanzar las metas en que soñaba y no haber recibido la ayuda que necesitaba en determinados momentos. Yo notaba el dolor de su corazón que le seguía hiriendo por dentro. Le aconsejaba que no viviera la vida con amargura, que no se dejara arrastrar por esa amargura ni la dejara meterse en su corazón, sino que sacara a flote todo lo bueno que había en él para seguir luchando con esperanza, tratando de mirar la vida con optimismo a pesar de todo y poniendo su confianza por encima de todo en el Señor que no le abandonaría nunca.
Escuchemos nosotros la voz del Señor que nos quiere hablar en esta parábola que hemos escuchado. En muchas más cosas podríamos fijarnos porque el mensaje es muy rico. Pero tratemos de darle trascendencia a nuestra vida. Apoyados en el Señor no será nuestra vida infructuosa y estéril porque sepamos también abrir nuestro corazón a los demás. Seamos como árbol plantado junto a las aguas, porque hundamos nuestras raíces siempre en el Señor.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Seguir a Jesús con entusiasmo pero entendiendo bien el camino de su Pascua

Jer. 18, 18-20;
Sal. 30;
Mt. 20, 17-28

No podemos decir que los apóstoles no estuvieran entusiasmados por Jesús. estaban siempre a su lado, le seguían por todas partes, a ellos Jesús de manera especial les explicaba las cosas, en Jesús habían renacido seguramente muchas esperanzas en su corazón sobre todo en relación a la venida del Mesías que todo buen judío esperaba. Pero eso no quitaba para que aparecieran en su mente o en su interior sus aspiraciones y sus sueños que muchas veces quizá no supieran bien cómo conjugar con lo que Jesús les enseñaba. Necesitarían pasar por la experiencia de la pascua y recibir finalmente su Espíritu para que pudieran comprenderlo todo, como Jesús mismo les diría un día.
Aunque Jesús en esta ocasión, como nos narra el evangelista, mientras iban subiendo a Jerusalén se los había llevado aparte para explicarles todo lo que había de suceder en Jerusalén, sin embargo por allá aparece la madre de los Zebedeos que hace patente lo que eran esas aspiraciones que aún llevaban en su corazón.
‘Se acercó a Jesús la madre de los Zebedeos con sus hijos y se postró para hacerle una petición…. Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y otro a tu izquierda…
Podría desconcertar esta petición sobre todo teniendo en cuenta lo que Jesús inmediatamente antes les había anunciado. ‘Estamos subiendo a Jerusalén y el Hijo del Hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los escriban y lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles para que se burlen de él, lo azoten y lo crucifiquen, y al tercer día resucitará…’
Qué difícil se nos hace entender las cosas por muy claras que se nos digan, cuando tenemos una idea metida en la cabeza. Nos sucede muchas veces. En muchos aspectos de la vida. Pero podemos pensar por ejemplo en nuestra vida religiosa y cristiana, cuantas cosas nos proponemos o cuanto sabemos de cómo realmente tendríamos que vivir para comportarnos realmente como cristianos, verdaderos seguidores de Jesús, y sin embargo no terminamos de hacer lo que deberíamos, parece que la mente se nos cierra y seguimos con nuestras mediocridades o nuestros vanos sueños.
Pero Jesús es claro con los discípulos. ‘¿Podéis, sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber?’ La respuesta está rápida y es entusiasta también. ‘Podemos, lo somos’. Y Jesús continuará: ‘Mi cáliz lo beberéis, pero el puesto a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mi concederlo, es para aquellos para quienes los tiene reservado mi Padre’.
¿Para quiénes puede estar reservado? Lo aclararemos fácilmente con lo que a continuación sucede. ‘Los otros diez, que lo habían oído, se indignaron contra los dos hermanos’. Allí están las pasiones humanas, los sueños y los deseos que algunas veces queremos ocultar y que otras veces afloran fácilmente. Pero allí está la respuesta de Jesús. El estilo que hemos de vivir entre nosotros no ha de ser a la manera de los poderosos de este mundo. Nuestro estilo tiene que ser distinto. ‘El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo’.
Esos serán los primeros, a la derecho o a la izquierda que da igual, pero los que son verdaderamente importantes en el Reino de Dios. Los que saben ser servidores, los que no les importa ser los últimos, los que son capaces de amar hasta el final. Y esto sí que tenemos que entenderlo muy bien. Desmontar quizá muchas cosas que se nos hayan metido en la cabeza. Es la verdadera conversión, la vuelta verdadera que hemos de darle a nuestra vida.
Y el modelo lo tenemos en Jesús. ‘Igual que el Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan, sino para dar su vida en rescate por muchos’. Nos entusiasmamos por seguir a Jesús. Que tengamos claro que es lo que significa seguir a Jesús. Que no nos ceguemos con nuestras cosas, sino que veamos claramente cual es el camino que El está recorriendo en su subida a Jerusalén y cuál es el camino, el sentido de vida que nosotros hemos de vivir.

martes, 2 de marzo de 2010

Lavaos, purificaos… aprended a obrar el bien

Is. 1, 10.16-20;
Sal. 49;
Mt. 23, 1-12

Desde que iniciamos el tiempo de Cuaresma la invitación constante que hemos venido escuchando es la de la conversión. Hoy nos ha dicho el profeta Isaías: ‘Oíd la palabra del Señor… escucha la enseñanza de nuestro Dios… lavaos, purificaos, apartad de mi vista vuestras malas acciones, cesad de obrar mal, aprended a obrar el bien…’
Miramos nuestra vida y contemplamos el pecado y la maldad de nuestro corazón. Pero hemos de volvernos al Señor. Nos volvemos a Dios porque queremos apartar de nosotros el mal y el pecado, y nos encontramos con la misericordia del Señor. Hemos de purificarnos, pero es El quien nos purifica; nos queremos lavar de nuestro mal, pero es su sangre redentora la que va a lavar y borrar nuestro pecado. Queremos dar pasos para arrancarnos del pecado, pero viene el Señor a nosotros y nos inunda con su vida y con su gracia.
Es la maravilla del amor del Señor. Nos llama, nos invita, nos atrae para que vayamos a El, respeta nuestra decisión y nuestra voluntad pero sale a nuestro encuentro para no solo ofrecernos su perdón, sino que al mismo tiempo su gracia nos acompaña en esos pasos que hemos dar, fortaleciéndonos para ayudarnos a vencer la tentación y el pecado. Es obra nuestra, en cuanto que nosotros hemos de tomar la decisión de volvernos a El, pero es obra suya porque su gracia ilumina, acompaña, fortalece, purifica, llena de vida nueva nuestro corazón.
‘Aunque sean vuestros pecados como la grana, como nieve blanquearán; aunque sean rojos como escarlata, como lana blanca quedarán…’ Para eso Cristo derramó su Sangre, para que lavados en El seamos purificados de todo pecado y resplandezcamos con el resplandor de la gracia. La imagen de Cristo transfigurado en el Tabor que contemplábamos el domingo decíamos que nos prefiguraba y anunciaba la imagen de la gracia restaurada en nuestra alma, el brillo con que nosotros habíamos de resplandecer cuando nos sintiéramos inundados por la gracia del Señor.
El profeta nos decía ‘aprended a obrar bien, buscad la justicia, defended al oprimido, sed abogados del huérfano, defensores de la viuda…’ queriéndonos señalar la transformación en obras de justicia y de amor con que hemos de revestir nuestra vida cuando nos volvamos al Señor con nuestra conversión.
Jesús, por su parte, en el evangelio de hoy nos enseña el camino de servicio, de humildad y de sencillez que hemos de recorrer sus discípulos. Nada de apariencias ni vanidades, nos previene de que caigamos en actitudes farisaicas y superficiales. Son duras las palabras de Jesús contra los fariseos y los escribas. ‘Todo lo hacen para que los vea la gente… buscan puestos de honor… que les hagan reverencias por la calle y la gente los llame maestros…’
No puede ser ese el estilo de los que siguen a Jesús. Terminará diciéndonos ‘el primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido’. Un cambio muy grande tiene que realizarse en nuestro interior, en nuestras actitudes y en lo que realicemos para que no aparezca nunca la soberbia ni la vanidad, sino que todo sea espíritu de servicio, amor, humildad y sencillez.
Es que cuando nos sentimos amados por el Señor - y bien sabemos cuánto nos ama, cuando es misericordioso con nosotros y nos perdona nuestros pecados -, nuestra respuesta no puede ser otra que la del amor.

lunes, 1 de marzo de 2010

¿Juicios y condenas o misericordia y compasión?

Dan. 9, 4-10;
Sal. 78;
Lc. 6, 36-38

¿Por qué tendremos que estar haciendo juicios y valoraciones de los demás que fácilmente nos lleva a la crítica y a la condena? ¿No será quizá porque no enjuiciamos sinceramente nuestra propia vida, sino que a nosotros todo nos lo perdonamos o disculpamos pero a los otros no le dejamos pasar ni una? Claro que a nosotros no nos gusta que nos juzguen los demás.
El responsorio que hemos repetido en el salmo si lo dijéramos con toda sinceridad seguro que nos ayudaría a tomar otras posturas. ‘No nos trates, Señor, como merecen nuestros pecados’. Y digo decirlo con sinceridad porque seamos capaces de ver y reconocer nuestros pecados. Como decíamos, somos muy fáciles para disculpar nuestros fallos, cerrar los ojos a lo que hemos hecho mal y no reconocer la maldad de nuestros pecados y la ofensa que significa contra el Señor.
Hoy nos dicen mucho que no te culpabilices, bueno, eso fue un error, una equivocación, luego ya lo intentarás hacer de otra manera o mejor en otra ocasión. Y nos quedamos tan tranquilos en nuestra conciencia.
Claro que no se trata de abrumar nuestra conciencia para llevarla a la depresión o la desesperación. Pero creo que sí hemos de tener claro lo que es una conciencia de pecado y cuando no obedecemos la ley del Señor sentir que no estamos dando la respuesta de amor que deberíamos dar y eso es ofensa a Dios que tanto nos ama y hace por nosotros. Claro que esto lo podemos descubrir si le hemos dado un sentido de trascendencia a nuestra vida, hay en nosotros unos sentimientos religiosos de relación con Dios que es nuestro Señor. Y junto a todo esto todo lo que abarca nuestra fe cristiana. Decimos que se ha perdido una conciencia de pecado, pero es que se ha perdido una conciencia de Dios, un sentido de Dios en la vida.
Hoy hemos escuchado al profeta Daniel en una hermosa oración que dirige al Señor sintiendo por una parte la grandeza de Dios y por otra si indignidad de hombre pecador que no ha obedecido la ley del Señor.
‘A Ti, Señor, la justicia; a nosotros la vergüenza en el rostro… nosotros hemos pecado, hemos cometido iniquidad, hemos sido malos, nos hemos rebelado y nos hemos apartado de tus mandamientos y de tus normas… hemos pecado contra Ti… al Señor Dios nuestro la piedad y el perdón… porque nos hemos rebelado contra El y no hemos escuchado la voz del Señor, nuestro Dios…’
Cuando nos reconocemos así pecadores y acudimos al Señor con humildad tenemos la certeza de que la misericordia del Señor es grande. ‘El Señor es compasivo y misericordioso’, nos lo repite la Biblia continuamente y lo habremos experimentado muchas veces en nuestra vida.
El sentirnos culpables ante el Señor no nos hunde nunca en la depresión y la desesperanza. Todo lo contrario, esto es lo hermoso porque en la misericordia del Señor encontraremos la paz, nos llenamos de su paz. Qué gusto encontrar esa paz porque recibimos el perdón de nuestros pecados. Que no es acallar nuestra conciencia, sino que es tener el gozo del perdón y la misericordia. No es decir, bueno en otra ocasión lo haré mejor, sino que es sentir la fuerza del Señor en mi vida que me hará en realidad ser mejor. ¡Qué grande es la misericordia del Señor!
Y es que hoy nos está enseñando Jesús en el evangelio cómo tenemos que ser generosos en nuestra compasión y misericordia con los demás. ‘Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo…’ Eso nos hará tratar de distinta manera a quien vemos pecador aunque nunca tenemos que juzgar ni condenar a nadie, a quien nos haya podido ofender o a quien haya podido cometer las peores cosas en su vida. ¡Cuántas cosas tendríamos que deducir de aquí para unas nuevas actitudes con los demás!

domingo, 28 de febrero de 2010

Subimos con Jesús a la montaña para dejarnos transfigurar por El


Gén. 15, 5-12.17-18;
Sal. 26;
Filp. 3, 17-4, 1;
Lc. 9, 28-36


La liturgia en este tiempo de Cuaresma nos lleva del desierto a la montaña, del ayuno a la oración, de las tentaciones a la transfiguración. Un camino, un proceso que nos lleva a descubrir y a encontrarnos con Jesús, a vivir su Pascua. Es el recorrido que iniciamos al comenzar la Cuaresma y que poco a poco, semana tras semana, domingo tras domingo nos hará culminar en la celebración de la Pascua, en la celebración de la gloria del Señor que ya se nos va manifestando.
Podría parecer un sueño o una ilusión lo sucedido en lo alto del Tabor. Estaban adormilados, porque ‘Pedro y sus compañeros se caían de sueño’, como nos dice el evangelista, pero espabilándose vieron la gloria del Señor. Era una realidad. Jesús había llevado ‘a Pedro, Santiago y Juan a lo alto de la montaña para orar; y mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos’.
Se manifestaba la gloria del Señor. Junto a Jesús estaban ‘Moisés y Elías que, apareciendo con gloria, conversaban con Jesús de su muerte que iba a consumar en Jerusalén’. Pedro está extasiado y dichoso con la visión de manera que quiere que aquello se perpetúe y no sabía lo que se decía. Es una experiencia admirable, grandiosa, gozosa la que están viviendo. ‘Maestro, ¡qué bien se está aquí! Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías’. Algo más iba a suceder porque ‘llegó una nube que los cubrió… y una voz desde la nube decía: Este es mi Hijo, el escogido, escuchadle’.
Fue necesario ponerse en camino y subir hasta la montaña para contemplar la gloria del Señor. Es bien significativo. Recordemos algunos detalles de lo que hoy hemos escuchado en la Palabra de Dios que se nos ha proclamado. La primera lectura nos ha hablado de Abrahán, el hombre con quien Dios hablaba como con un amigo y ‘que creyó al Señor y se le tuvo en su haber’. Dios lo había sacado de su casa y de su tierra; ‘Yo soy el Señor que te sacó de Ur de los Caldeos para darte en posesión esta tierra’; y Abrahán se había dejado conducir por el Señor. Ahora nos ha dicho que ‘Dios sacó afuera (fuera de la tienda en la que habitaba) a Abrahán’ para señalarle el cielo y contara la estrellas.
Tenemos que ponernos en marcha, salir de la tienda de nuestras cosas, subir a la montaña como los discípulos con Jesús para poder encontrarnos profundamente con el Señor. No es el camino ni la montaña en sí misma sino lo que eso puede significar para nosotros lo que nos va a llevar a ese encuentro con el Señor. Son apegos de nuestro corazón, son cosas que nos adormecen en la vida y nos dejan demasiado apegados a lo material, son tantas ataduras de nuestra vida cuando nos dejamos llevar por la rutina o la costumbre pero sin sentido. Tenemos que desprendernos, despertarnos y abrir bien los ojos de la fe. Sólo estando despiertos y vigilantes podemos captar la presencia de Dios en nuestro camino.
Hoy estamos contemplando en esta liturgia del segundo domingo de Cuaresma a Cristo transfigurado en el Tabor que es imagen y anticipo de la gloria de la resurrección. Ya nos decía el evangelista que Moisés y Elías conversaban con Jesús ‘de su muerte que iba a consumar en Jerusalén’. Por eso, contemplar esta gloria de Cristo transfigurado nos está hablando de la Pascua de Cristo, de su muerte y de su resurrección.
Como nos dice la liturgia de este día ‘después de anunciar su muerte a los discípulos les mostró en el monte santo el esplendor de su gloria para testimoniar de acuerdo con la ley y los profetas, que la pasión es el camino de la resurrección’. Las figuras de Moisés y Elías que aparecen con Jesús son precisamente signos de la ley y de los profetas. En versículos anteriores del evangelio había hecho ya Jesús un primer anuncio de su muerte. Y si nos seguimos fijando en el evangelio de Lucas, precisamente a continuación se nos dirá que Jesús comienza su subida a Jerusalén. ‘Cuando llegó el tiempo de su partida de este mundo, Jesús tomó la decisión de subir a Jerusalén…’ se nos dirá.
En nuestra subida a Jerusalén para celebrar también la Pascua, que eso viene a significar nuestro camino cuaresmal, la contemplación hoy de la transfiguración de Jesús en el Tabor viene a alentar y fortalecer nuestra fe; para que, aunque sea duro el camino penitencial que vamos haciendo y la transformación que hemos de ir realizando en nuestra vida, nos sintamos fortalecidos y alentados en la esperanza de la gloria que un día contemplaremos.
Pero es que además estamos vislumbrando también la gloria que nosotros alcanzaremos, la transfiguración que ha de realizarse en nuestra vida. Es imagen de lo que nosotros llegaremos a ser si nos dejamos transfigurar, transformar por la gracia del Señor. ‘Nosotros somos ciudadanos del cielo, nos decía san Pablo, de donde aguardamos un Salvador, el Señor Jesucristo. El transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo’.
Se alienta, pues, nuestra fe y nuestra esperanza. Una fe como la de Abrahán que dialogaba con Dios como con un amigo; una fe como la de María que se sintió desbordada por el Señor; una fe como la de los apóstoles en el Tabor que ya no querían que aquello se acabase nunca. Pero es para nosotros también una fe y una esperanza comprometida.
Comprometida porque nos impulsa a ser mas santos dejándonos transfigurar por el Señor, por su gracia. Quizá tendríamos que preguntarnos si ya que Jesús se transfiguró mientras oraba, nosotros nos sentimos también transfigurados cuando estamos en oración.
Pero comprometida también porque nos impulsa a esa transfiguración, a esa transformación que tenemos que hacer de nuestro mundo; cuánto es nuestro compromiso en nombre de nuestra fe por hacer que nuestro mundo sea mejor. Comprometida porque nos fuerza y coraje también para esa transformación que tenemos que ir realizando en el seno de nuestra Iglesia porque en la medida en que seamos más santos ayudaremos también a los hermanos que caminan a nuestro lado a que sean también más santos.
‘Este es mi Hijo, el escogido, escuchadle’, decía la voz de Dios desde el cielo. Escuchemos a Jesús, pongamos nuestra fe en El, emprendamos el camino a su paso porque El nos invita a seguirle, vivamos con El la Pascua dejándonos transformar por su gracia, y alcanzaremos a ver la gloria del Señor.