jueves, 4 de marzo de 2010

¿Una vida infructuosa o llena de frutos?


Jer. 17, 5-10;
Sal. 1;
Lc. 16, 19-31

¡Qué infructuosa y estéril es la vida del avaro y egoísta, aunque aparentemente pudiera parecer lo contrario! Se engaña el que piensa sólo en sí mismo y en sus cosas, se encierra en su yo egoísta que lo convierte en dios de sí mismo. Aunque nos parezca que está rodeado de toda clase de bienes en su avaricia nunca se sentirá satisfecho y como sólo piensa en el gozo inmediato y efímero nunca alcanzará a vislumbrar lo que es una plenitud total que tampoco sabrá alcanzar.
Nos lo refleja la parábola del evangelio, la que llamamos del rico epulón y el pobre Lázaro; y nos lo enseña con gratificante sabiduría tanto Jeremías a quien hemos escuchado como el salmo que nos ha servido de oración y respuesta. ¿Quién será dichoso y lo será de verdad? Aquel que parecía dichoso porque ‘vivía rodeado de lujos y banqueteaba espléndidamente cada día’, pero que no tenía ojos para ver al pobre Lázaro que estaba a su puerta, lo veremos sumido en la angustia y la desesperación final.
‘Maldito quien confía en el hombre y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor; será como un cardo en la estepa… habitará la aridez del desierto, tierra salobre e inhóspita…’
‘Bendito, sin embargo, quien confía en el Señor, y pone en el Señor su confianza; será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces… en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto…’
Bien podían entender estas imágenes los judíos que vivían en tierra dura y difícil, pero que gracias al agua del Jordán podían hacer reverdecer.
Infructuosa y estéril, dijimos al principio, la vida del que sólo piensa en sí mismo y busca sólo su propia felicidad. Pensamos en el rico que se encierra en sus riqueza, que cierra los ojos para no ser capaz de ver la calamidad que puedan estar pasando los que viven a su lado. El rico de la parábola ni se enteraba de quien estaba a su puerta.
Pero no son sólo las riquezas o los bienes materiales los que nos ciegan o encierran en nosotros mismos. Muchas cosas pueden corroer nuestro corazón en los orgullos, envidias, desconfianzas, resentimientos que aíslan y que tan difícil nos pueden hacer la convivencia con los demás. Somos piedra de muchas aristas de manera que quienes se acerquen a nosotros se pueden sentir dañados o heridos por nuestras palabras, nuestros gestos, nuestras actitudes, nuestras violencias o nuestras desconfianzas.
Algunas veces, quizá, por los problemas que hayamos tenido en la vida, los malos momentos que hayamos pasado, los sufrimientos que hayamos tenido que soportar, han hecho que se haya llenado de amargura nuestro corazón; amarguras que crean barreras, nos encierran, nos hacen suspicaces y a la larga nos hacen daño a nosotros mismos además de hacerlo también a los demás. En lugar de aprender a madurar con esos sufrimientos o problemas, lo que han hecho es llenar de amargura el corazón.
Os digo que situaciones así las he palpado muchas veces en pueblos, comunidades y también en muchos individuos. Hace unos días una persona se desahogaba conmigo por las frustraciones que había tenido en su vida porque no había podido alcanzar las metas en que soñaba y no haber recibido la ayuda que necesitaba en determinados momentos. Yo notaba el dolor de su corazón que le seguía hiriendo por dentro. Le aconsejaba que no viviera la vida con amargura, que no se dejara arrastrar por esa amargura ni la dejara meterse en su corazón, sino que sacara a flote todo lo bueno que había en él para seguir luchando con esperanza, tratando de mirar la vida con optimismo a pesar de todo y poniendo su confianza por encima de todo en el Señor que no le abandonaría nunca.
Escuchemos nosotros la voz del Señor que nos quiere hablar en esta parábola que hemos escuchado. En muchas más cosas podríamos fijarnos porque el mensaje es muy rico. Pero tratemos de darle trascendencia a nuestra vida. Apoyados en el Señor no será nuestra vida infructuosa y estéril porque sepamos también abrir nuestro corazón a los demás. Seamos como árbol plantado junto a las aguas, porque hundamos nuestras raíces siempre en el Señor.

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