lunes, 23 de noviembre de 2009

En medio del mundo sin contaminarnos del mundo y generosidad de corazón

Dan. 1, 1-6.8-20
Sal.: Dan.3, 52-56
Lc. 21, 1-4


Dos breves comentarios a los textos hoy proclamados. Hoy hemos escuchado en la primera lectura al profeta Daniel, uno de los cuatro profetas mayores. Lo seguiremos escuchando durante toda esta última semana del año litúrgico. Aunque la acción de la profecía se sitúa, como hoy mismo se nos narra, en la época del destierro de Babilonia, la aparición de los textos proféticos son propiamente más tarde en los momentos difíciles de la época de los Macabeos que escuchamos la pasada semana.
Es un grito de esperanza para un pueblo que se ve oprimido o con muchas dificultades para vivir su fidelidad a la Alianza y al Señor al mismo tiempo que quiere ser iluminación, como lo es siempre el texto de las profecías, a la situación que viven para mantener esa fidelidad desde la confianza del Señor que está y actúa en medio de su pueblo, aunque sean muchas las dificultades y problemas. Bien nos viene a nosotros también.
Este capítulo primero nos presenta el marco histórico en que se desarrolló la acción del profeta Daniel. Nos presenta la elección de Daniel y los otros tres jóvenes, que veremos repetidas veces en la profecía, para servir al rey Nabucodonosor que los había llevado cautivos a Babilonia.
En el texto hoy escuchado podemos decir que hay un mensaje latente. En ese hecho de negarse a comer de los manjares del que les ofrecen y sin embargo van a servir en el mismo palacio, nos está enseñando cómo podemos y tenemos que vivir en medio del mundo sin contaminarnos con las cosas del mundo. Tenemos que ser sal que dé sabor a nuestro mundo y en medio de él tenemos que estar, pero sin perder nuestro sabor, sin perder nuestro sentido, porque es el sentido y la luz del Evangelio el que tenemos que llevar. Y es que nos fiamos del Señor, en El ponemos toda nuestra confianza y El estará siempre de nuestro lado.
Y una segunda palabra en torno al mensaje del evangelio. No hace muchos días hemos meditado sobre este mismo hecho en la narración que nos hace san Marcos. Ayer celebramos la fiesta de Cristo Rey. En nuestra reflexión hablábamos de un estilo nuevo del que tenemos que impregnar nuestra vida para ser pobres y desprendidos como señal de nuestra pertenencia al Reino de Dios. Aquí tenemos un hermoso ejemplo en esta pobre viuda que no da de lo que le sobre sino que ‘ella que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir’.
Nos recuerda la primera de las bienaventuranzas, ‘dichosos los pobres porque de ellos es el Reino de los cielos’. Nos recuerda el mandamiento del amor que Jesús nos dejó como distintivo. Porque amar es tener un corazón generoso; es la disponibilidad de nuestro corazón; es el vaciarse de uno mismo, de las reservas que siempre nosotros hacemos para nosotros mismos, para darnos totalmente a los demás. Esta viuda de la que nos habla el evangelio no se hizo reservas para si, sino que lo dio todo, sin pensar en sí misma, porque así era la generosidad de su corazón.
¿Cómo se puede tener una generosidad así? Cuando ponemos toda nuestra confianza en el Señor, en su providencia amorosa que siempre nos cuida. Que el Señor nos dé esa generosidad del corazón. Nuestro será el Reino de Dios. Es la señal de que vivimos en verdad el Reino de Dios. En El tenemos la eterna recompensa, porque Dios siempre nos ganará en generosidad.

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