martes, 8 de septiembre de 2009

El nacimiento de María es la aurora que anuncia el día




Miqueas, 8, 2-5
Sal. 12
Mt. 1, 1-16.18-23




Los textos bíblicos que nos ofrece hoy la liturgia hacen más bien referencia al nacimiento de Jesús aun cuando estemos celebrando el nacimiento de María. Creo que podemos comprenderlo fácilmente porque en primer lugar celebrar el misterio de María no podemos hacer sin referencia a Jesús su Hijo. Y por otra parte nada hay en la Biblia que directamente nos cuente el nacimiento de María. Y es que además nunca podemos quedarnos en María sino que siempre ella nos llevará a que nos centremos en Jesús.
Nos llenamos de gozo en esta fiesta del nacimiento de María que es como un anticipo o como un ensayo general para lo que será la alegría del Nacimiento de Jesús. Hay un Himno en la Liturgia de las Horas, tomado probablemente del tesoro inagotable y riquísimo de nuestros poetas místicos de la Edad de Oro del Misticismo, que así precisamente la canta como una invitación a los ángeles a la alegría y a la fiesta en el nacimiento de María como un ensayo para los cantos y las aclamaciones de los coros celestiales en el nacimiento de Jesús.



‘Canten hoy, pues nacéis vos,


los ángeles, gran Señora,


y ensáyense desde ahora,


para cuando nazca Dios.


Canten hoy, pues a ver vienen


nacida su Reina bella,


que el fruto que esperan de ella


es por quien la gracia tienen.


Digan, Señora, de voz,


que habéis de ser su Señora,


y ensáyense, desde ahora,


para cuando nazca Dios’.



El nacimiento de María es la aurora que anuncia el día. María es la Madre de la luz, con una de las hermosas advocaciones con las que el pueblo cristiano la celebra en muchos lugares en este día, porque es la Madre de Cristo, la verdadera luz del mundo. La luz que brilla y resplandece en la santidad de María es el reflejo de la santidad de Dios, de la que ella bien supo llenarse. Porque ella es la llena de gracia, la que está inundada de Dios, ‘el Señor está contigo’, le dice el ángel de la anunciación.
Pero es que Dios la había llamado y escogido de manera especial para ser su Madre. La había adornado de toda gracia. En el conocimiento de Dios, para quien no hay tiempo, El sabía del sí de María al proyecto de Dios, que no sólo era para su vida, sino para la salvación de la humanidad. Por eso la hizo toda pura, toda santa desde el primer instante de su concepción. Porque si hoy nos alegramos y hacemos fiesta en el nacimiento de María, hace nueves meses exactamente, el 8 de diciembre, la proclamábamos Inmaculada, sin pecado, purísima desde el primer instante de su concepción.
Nos alegramos y cantamos las alabanzas de María en su fiesta. La felicitamos en su cumpleaños, podemos decir con toda razón. ¿No nos felicitamos unos a otros en nuestros cumpleaños, en la coincidencia con el día de nuestro nacimiento? ¡Cómo no hacerlo y hacerlo de manera especial con la Madre, la Madre de Dios pero también nuestra Madre!
Pero ya sabemos cuál es la mejor alabanza y felicitación que podemos hacer a nuestra madre. No son regalos de flores o de joyas lo que ella quiere de nosotros. Esos regalos tendríamos que hacérselos a ella en nuestros hermanos, sus hijos, más pobres. El mejor regalo que podemos hacerle es copiar de ella en nuestra vida sus virtudes y su santidad.
Que aprendamos de María a decir Sí al proyecto de Dios para nuestra vida. Y el proyecto de Dios es un proyecto de salvación. Llenándonos y viviendo su salvación es como estaremos diciendo sí a ese proyecto divino para nosotros. Ese sí pasa por una vida santa, una vida sin pecado, una vida llena de gracia, como la de María. A su lado nos sentimos pequeños y pobres con nuestra vida tan llena de pecado.
Lo que agradaría a María es nuestro propósito y nuestro compromiso de mejorar y cambiar nuestra vida. Ser cada día más santos. si tan prontos somos desgraciadamente para caer en las redes de la tentación y del maligno que nos lleva al pecado, que prontos seamos para levantarnos de nuestro pecado. Sabemos que la Madre está siempre rogando por nosotros que somos pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte como le decimos en el Avemaría, y que con su ayuda seamos dignos de alcanzar las promesas de nuestro Señor Jesucristo.

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