jueves, 17 de septiembre de 2009

Con nuestros pecados vayamos con fe y amor a lavarnos en la Sangre de Cristo

1Tim. 4, 12-16
Sal.110
Lc. 7, 36-50


En un platillo de la balanza, sus muchos pecados, y en el otro platillo su mucha fe y su mucho amor; como consecuencia, los frutos que podríamos decir, el perdón y la paz.
Así prácticamente podríamos resumir el mensaje del texto del evangelio hoy propuesto, aunque como contrapuesto a este luminoso mensaje está la negatividad del fariseo que en su interior despreciaba a aquella mujer por ser pecadora – ‘si este fuera profeta, sabría quién es esa mujer que lo está tocando y lo que es, una mujer pecadora’ -, y las dudas y reticencias de los otros comensales que ponían en duda la capacidad de Jesús para perdonar – ‘¿Quién es éste, que hasta perdona pecados?’ -.
Pero subrayemos algunos aspectos de este hermoso texto del evangelio. Aquella mujer era una mujer pecadora, y por eso mismo despreciada por todos; el pensamiento del fariseo expresa la idea que tenían de que con solo tocar a una persona pecadora, ya se volvían también impuros. Pero era una mujer de una fe grande y de un amor grande también.
Tenía la fe grande y la confianza total en que Jesús no la iba a rechazar ¿Habría escuchado ella en alguna ocasión a Jesús? Habría escuchado quizá aquellas palabras que hoy la liturgia nos ha ofrecido como antífona en el aleluya antes del evangelio: ‘Venid a mí los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré’. Habría quizá conocido el caso de aquella otra mujer pecadora, la adúltera, a la que Jesús perdonó. Las noticias corren en los pueblos y habría oído hablar de Zaqueo el que quería ver a Jesús escondido tras las ramas de la higuera, pero Jesús se había hospedado en su casa. Podría ser que ella también si no detrás de las ramas de una higuera, quizá medio oculta en ocasiones por el rechazo y desprecio que recibía, habría escuchado muchas veces a Jesús.
Una fe grande y una confianza total de aquella mujer que se atreve a introducirse en casa de Simón y llegar hasta la sala de comensales a los pies de Jesús. Y allí está aquella mujer realizando con Jesús todos aquellos gestos de hospitalidad que Simón había olvidado. Lo normal, como señal de hospitalidad, era ofrecer agua al huésped, saludarlo con el beso de la paz y ungirlo con perfume. Pero en este caso ‘Jesús, entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa’. Ahora Jesús le dirá a Simón: ‘¿Ves a esta mujer? Cuando yo entré en tu casa no me pusiste agua para los pies; ella en cambio me ha lavado los pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con su cabello. Tú no me besaste; ella en cambio, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. Tú no me ungiste la cabeza con ungüento; ella en cambio me ha ungido los pies con perfume…’
Son las señales del amor grande de aquella mujer que Jesús destaca de manera especial. Le propone la parábola de los dos deudores, y concluirá Jesús, que igual que amará más aquel al que perdonó mas, ‘sus pecados están perdonados porque tiene mucho amor’.
Finalmente Jesús dirá a la mujer: ‘Tus pecados están perdonados… tu fe te ha salvado, vete en paz’. ¿Cómo no iba a salir aquella mujer de la presencia de Jesús con paz? Iba rebosante de paz, de la paz más grande, de la paz que de los hombres no había podido recibir, de la paz que sólo en Jesús podemos encontrar.
Pero ¿y nosotros? Vayamos a Jesús con esa misma fe, con esa misma humildad, con ese mismo amor. Con confianza absoluta podemos acercarnos a Jesús porque en El vamos a encontrar ese perdón y esa paz que necesitamos. Vayamos con humildad, reconociéndonos pecadores, viendo primero que nada la viga que llevamos en nuestro ojo antes que las pequeñas motas de los ojos de los hermanos. Que se destierre para siempre de nuestro corazón las actitudes de desconfianza, de desprecio, de orgullo, de creernos mejores o superiores. Vayamos a Jesús poniendo todo el amor que seamos capaces, porque sabemos que El nos lo va a devolver multiplicado por el infinito, porque así infinito es el amor que el Señor nos tiene.
Ya tenemos en nuestro platillo de balanza nuestros pecados, pero pongamos en el otro nuestra fe, nuestra humildad, nuestro amor, que con la sangre derramada de Cristo vamos a encontrar el perdón y la paz.

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