domingo, 9 de agosto de 2009

Yo le resucitaré en el último día


1Rey. 19, 4-8;

Sal. 33;

Ef. 4, 30-5, 2;

Jn. 6, 41-52



¿Queremos morir o queremos vivir? Una angustia permanente del hombre de todos los tiempos es la muerte. No nos queremos morir ni queremos que se nos mueran los seres queridos. ¿Cómo reaccionamos nosotros? ¿Cómo reacciona la gente de nuestro entorno ante el hecho de la muerte? Hay quien tiene una reacción fatalista y estoica, como hay quien se desespera, pero unos y otros pueden terminar viviendo en la práctica una negación de la trascendencia y de la posibilidad de una vida más allá de la muerte corporal, y hasta una negación de la vida eterna. Aunque nos parezca que lo tenemos claro, muchos a nuestro alrededor no lo tienen tan claro.
Y Jesús hoy nos habla de resurrección, de no morir o de vivir para siempre. Pero para ello nos habla de creer en El, nos exige creer en El, porque el que cree en El, nos dice, tiene vida eterna. ¿Cómo entender todo esto? ¿Qué tiene que ver esta vida que nos ofrece Jesús con esas ansias de vida que tenemos nosotros que no queremos morir?
Veámoslo. Hemos visto en el evangelio que los judíos le critican porque les dice que El ha bajado del cielo. Ellos le conocen, saben que es de Nazaret, conocen a su familia, saben que es el hijo del carpintero. ¿cómo es que les dice ahora que El ha bajado del cielo?
Jesús les responde hablándoles de ir a El, pero les dice ‘Nadie puede venir a mí, si no lo trae el Padre que le ha enviado. Y yo lo resucitaré el último día’. Hay que ir a Jesús para creer en El y ser por El resucitados y llenos de vida eterna. No es cuestión de nuestro voluntarismo, simplemente de que nosotros queramos o no.
Es cuestión de gracia Dios que nos atrae y a la que nosotros hemos de dar respuesta. Escuchar al Padre en nuestro corazón para llegar hasta Jesús; como en otra ocasión que nos dirá que es necesario escucharle y conocer a Jesús para conocer al Padre, e ir hasta el Padre. ‘Todo el que escucha lo que dice el Padre, viene a Mí. No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que viene de Dios. Ese ha visto al Padre’. Cuestión de gracia, de sentirlo en nuestro interior, de dejarnos conducir por El. Cuestión de fe. Porque ‘el que cree tiene vida eterna’.
Decíamos al principio que queremos vivir, no queremos morir, pero quizá no tenemos trascendencia en la vida y no creemos en la vida eterna. Prueba de ello es la manera cómo se vive la vida. Vivimos pensando sólo en el momento presente. Algunos dicen, y no sé si lo dirán con seriedad, que nadie ha venido para contarnos del más allá. Si lo que queremos es palpar con nuestras manos para poder estar convencidos, lo tenemos difícil, pero diríamos que no sólo en esta cuestión de la vida eterna, sino en todo lo que sea creer o aceptar lo que otro nos dice. Algunos pretenden ponerlo en duda todo. ¿Cómo no van a poner en duda también la vida eterna de la que nos habla Jesús? Es cuestión de fe y cuestión de creer en Jesús.
Fe que no es una quimera o un sueño. El que tiene fe de verdad tiene de hecho una experiencia interior tan profunda o más que todas las otras razones que puedan darnos en la vida para otro tipo de cosas. Si te abres a la fe de verdad y te dejas conducir por Dios vas a tener una experiencia de Dios muy profunda en la vida. Ahí encontraremos todas las razones, todas las motivaciones para esa fe. Encontraremos la fuerza para creer y para vivir.
La primera lectura nos ha hablado en parte de esa experiencia de Dios que tuvo el profeta Elías. ¿Dudas en su interior? ¿cansancio en sus luchas? ¿angustia interior por lo difícil que le resultaba el cumplimiento de su misión? Por todo eso y mucho más estaba pasando el profeta. Quería morirse. ‘Caminó por el desierto una jornada de camino y al final se sentó bajo una retama y se deseó la muerte diciendo: Basta ya, Señor, quítame la vida, pues yo no valgo más que mis padres…’
Allí estaba el primer paso de esa experiencia de Dios, porque realmente él no había dejado de creer. El ángel de Dios, el pan, la jarra de agua a su lado… escuchamos en el texto. ‘Levánte y come…’ le dice el ángel por dos veces, ‘que el camino es superior a tus fuerzas… Y con la fuerza de aquel alimento caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios’. Allí se completaría la experiencia de Dios que le hizo volver para terminar de cumplir su misión profética.
Un pan de Dios que le dio fuerza, que le dio vida. Como pan de Dios era el maná que Dios dio a los israelitas en el desierto para llegar a la tierra prometida. Pero con aquel maná murieron los israelitas. Ahora Cristo promete un pan que el que lo coma no morirá, vivirá para siempre. ‘Este es el pan que baja del cielo para que el hombre coma de él y no muera… yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá para siempre’.
Ya nos lo había dicho: ‘El que viene a mi… yo lo resucitaré el último día… el que come de este pan tiene vida eterna…’ Ya Jesús nos está diciendo nuevas cosas en esta progresión del discurso del Pan de vida. Creer en El – como escuchamos el domingo pasado -, comerle porque es el Pan de vida. Su carne es el pan de vida que El nos da para la vida del mundo. Pero ya sabemos cómo tenemos que alimentarnos de El. Es nuestro alimento. Comiéndole a El tendremos vida.
El camino es superior a nuestras fuerzas. Cuánto tenemos que hacer, o de cuánto tenemos que despojarnos. Recordemos brevemente lo que nos decía la carta a los Efesios. Nos señala cuál es el verdadero vivir, cuál es la verdadera vida. Marcados por el Espíritu del Señor lejos de nosotros las amarguras, la ira, los enfados e insultos, toda maldad. Eso es muerte. Tenemos que revestirnos de bondad, de comprensión, siendo capaces de perdonarnos siempre unos a otros. ‘Como Dios os perdonó en Cristo… vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave olor’.
Y todo eso lo podemos hacer si nos llenamos de Cristo, si nos alimentamos con ese Pan de Vida que Cristo nos da, que es El mismo. Así tendremos vida y vida para siempre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario