miércoles, 15 de enero de 2025

Seamos esa iglesia pobre y humilde que tiene solo a Jesús como su centro y sabe irse al silencio del descampado para anunciar también a los otros el Reino

 


Seamos esa iglesia pobre y humilde que tiene solo a Jesús como su centro y sabe irse al silencio del descampado para  anunciar también a los otros el Reino

Hebreos 2,14-18; Salmo 104; Marcos 1,29-39

Cómo con facilidad se nos llena de humo la cabeza cuando las cosas nos salen bien, cuando tenemos éxito en nuestras empresas o tareas, cuando tenemos un triunfo muy sonado quizá en aquel deporte que practicábamos, o en aquellas obras que realizamos. Nos sentimos halagados por las alabanzas que recibimos, al tiempo que parece que todos quieren ser amigos nuestros; el brillo del triunfo deslumbra también a los que están a nuestro alrededor y quieren como apropiárselo con el orgullo de que son amigos nuestros.

Pero quizás nos aparece alguien que pareciera que nos echa un jarro de agua encima en medio de todos esos fervores, pues nos recuerda lo caducas que son todas esas alabanzas que un día se pueden volver contra nosotros, nos previenen de que con nuestro orgullo por lo realizado nos llenemos de un engreimiento que nos endiosa, y nos estará haciendo pensar de donde venimos o lo que somos para que no abandonemos los caminos de la humildad y de la sencillez y nos demos cuenta por demás que lo que logramos no es solo por nosotros y para nosotros sino que tendría alguna otra función. Cuánto tendríamos que agradecer que nos apareciera alguien así que nos haga pensar y reflexionar, aunque quizás a veces nos cueste aceptar esas palabras y esa reflexión. ¿No nos hará falta de vez en cuando hacer una parada para encontrarnos con la verdadera realidad de nuestra vida?

Hoy el evangelio nos está dando un resumen de lo que fueron aquellos primeros momentos de su predicación en Cafarnaún; la gente que le sigue y tan pronto pueden por aquello del descanso sabático, en la tarde de aquel mismo día tras la caída del sol se agolpan a la puerta de la Casa de Simón donde se ha hospedado Jesús. Vienen con sus dolencias, sus enfermedades, todo el mal que les aqueja porque igual que Jesús había liberado a aquel endemoniado en la sinagoga de su mal, a ellos también los podía sanar. Y nos dice el evangelista que sanó a muchos de sus dolencias y enfermedades, como ya anteriormente también había levantado de la cama a la suegra de Simón.

Tras todo aquel bullicio Jesús en lugar de permanecer en la casa donde le habían dado hospedaje nos dice el evangelista que marchó al descampado para orar. Un gesto bien significativo y que nos dice mucho. Había comenzado, por decirlo así, con éxito su obra, su predicación y anuncio del Reino de Dios y los signos y señales así lo estaban manifestando. Pero, ¿dónde tenía que esta el centro de todo aquel anuncio y de todo lo que Jesús había de realizar? Es lo que nos quiere enseñar.

Hay que detenerse para centrarse. Tantas veces en la vida nos dejamos llevar por el entusiasmo y terminamos en la superficialidad, en lo externo, en la vanidad. Y cuando comenzamos a hacer caminos así es fácil resbalarse por la pendiente. Es necesario mantener el equilibrio para saber donde estamos y lo que verdaderamente queremos, para descubrir los verdaderos medios que hemos de emplear. Porque no podemos pensar que todo vale, el fin no justifica los medios, sino que los medios tienen que ser buenos para poder conseguir el buen fin.

Aunque tengamos que renunciar a las vanidades que nos acechan, aunque tengamos que emprender el camino del esfuerzo y superación, que tiene que comenzar por nosotros mismos para no endiosarnos, para no creernos los mejores y los que lo sabemos hacer todo. Que muchas veces nos pasa y cuando nos dejamos arrastrar por esas vanidades, aunque nos creamos que estamos conquistando el mundo, estamos construyendo un castillo en el aire que pronto se nos va a derrumbar.

Esto tenemos que tener en cuenta en nuestra vida personal, en lo que hacemos cada día; esto tenemos que tenerlo en cuenta en las tareas que emprendamos buscando ese crecimiento y mejora de nuestra vida, nuestros trabajos, nuestras metas; eso hemos de tenerlo en cuenta en nuestras comunidades, en nuestros grupos cristianos, en nuestra Iglesia, porque a todos nos tienta la vanidad.

Despojemos de esos brillos de gloria fatua a nuestra Iglesia que tanto daño le estamos haciendo; una Iglesia pobre y humilde es la que se hará creíble ante el mundo que la rodea, una Iglesia que sepa poner en su centro a aquel Jesús que se marchó al descampado para pasar la noche en oración. Así podremos ir también como Jesús a otras partes para anunciar a los otros también el Reino de Dios.

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