Seamos
esa iglesia pobre y humilde que tiene solo a Jesús como su centro y sabe irse
al silencio del descampado para anunciar
también a los otros el Reino
Hebreos 2,14-18; Salmo 104; Marcos 1,29-39
Cómo con facilidad se nos llena de humo
la cabeza cuando las cosas nos salen bien, cuando tenemos éxito en nuestras
empresas o tareas, cuando tenemos un triunfo muy sonado quizá en aquel deporte
que practicábamos, o en aquellas obras que realizamos. Nos sentimos halagados
por las alabanzas que recibimos, al tiempo que parece que todos quieren ser
amigos nuestros; el brillo del triunfo deslumbra también a los que están a
nuestro alrededor y quieren como apropiárselo con el orgullo de que son amigos
nuestros.
Pero quizás nos aparece alguien que
pareciera que nos echa un jarro de agua encima en medio de todos esos fervores,
pues nos recuerda lo caducas que son todas esas alabanzas que un día se pueden
volver contra nosotros, nos previenen de que con nuestro orgullo por lo
realizado nos llenemos de un engreimiento que nos endiosa, y nos estará
haciendo pensar de donde venimos o lo que somos para que no abandonemos los
caminos de la humildad y de la sencillez y nos demos cuenta por demás que lo
que logramos no es solo por nosotros y para nosotros sino que tendría alguna
otra función. Cuánto tendríamos que agradecer que nos apareciera alguien así
que nos haga pensar y reflexionar, aunque quizás a veces nos cueste aceptar
esas palabras y esa reflexión. ¿No nos hará falta de vez en cuando hacer una
parada para encontrarnos con la verdadera realidad de nuestra vida?
Hoy el evangelio nos está dando un
resumen de lo que fueron aquellos primeros momentos de su predicación en
Cafarnaún; la gente que le sigue y tan pronto pueden por aquello del descanso
sabático, en la tarde de aquel mismo día tras la caída del sol se agolpan a la
puerta de la Casa de Simón donde se ha hospedado Jesús. Vienen con sus
dolencias, sus enfermedades, todo el mal que les aqueja porque igual que Jesús había
liberado a aquel endemoniado en la sinagoga de su mal, a ellos también los
podía sanar. Y nos dice el evangelista que sanó a muchos de sus dolencias y
enfermedades, como ya anteriormente también había levantado de la cama a la
suegra de Simón.
Tras todo aquel bullicio Jesús en lugar
de permanecer en la casa donde le habían dado hospedaje nos dice el evangelista
que marchó al descampado para orar. Un gesto bien significativo y que nos dice
mucho. Había comenzado, por decirlo así, con éxito su obra, su predicación y
anuncio del Reino de Dios y los signos y señales así lo estaban manifestando.
Pero, ¿dónde tenía que esta el centro de todo aquel anuncio y de todo lo que
Jesús había de realizar? Es lo que nos quiere enseñar.
Hay que detenerse para centrarse.
Tantas veces en la vida nos dejamos llevar por el entusiasmo y terminamos en la
superficialidad, en lo externo, en la vanidad. Y cuando comenzamos a hacer
caminos así es fácil resbalarse por la pendiente. Es necesario mantener el
equilibrio para saber donde estamos y lo que verdaderamente queremos, para
descubrir los verdaderos medios que hemos de emplear. Porque no podemos pensar
que todo vale, el fin no justifica los medios, sino que los medios tienen que
ser buenos para poder conseguir el buen fin.
Aunque tengamos que renunciar a las vanidades
que nos acechan, aunque tengamos que emprender el camino del esfuerzo y superación,
que tiene que comenzar por nosotros mismos para no endiosarnos, para no
creernos los mejores y los que lo sabemos hacer todo. Que muchas veces nos pasa
y cuando nos dejamos arrastrar por esas vanidades, aunque nos creamos que
estamos conquistando el mundo, estamos construyendo un castillo en el aire que
pronto se nos va a derrumbar.
Esto tenemos que tener en cuenta en
nuestra vida personal, en lo que hacemos cada día; esto tenemos que tenerlo en
cuenta en las tareas que emprendamos buscando ese crecimiento y mejora de
nuestra vida, nuestros trabajos, nuestras metas; eso hemos de tenerlo en cuenta
en nuestras comunidades, en nuestros grupos cristianos, en nuestra Iglesia,
porque a todos nos tienta la vanidad.
Despojemos de esos brillos de gloria
fatua a nuestra Iglesia que tanto daño le estamos haciendo; una Iglesia pobre y
humilde es la que se hará creíble ante el mundo que la rodea, una Iglesia que
sepa poner en su centro a aquel Jesús que se marchó al descampado para pasar la
noche en oración. Así podremos ir también como Jesús a otras partes para
anunciar a los otros también el Reino de Dios.
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