domingo, 1 de septiembre de 2024

Ahondemos cada vez más en esa buena noticia de Jesús que es en quien encontramos la salvación, en el evangelio que es la sabiduría de nuestra vida

 


Ahondemos cada vez más en esa buena noticia de Jesús que es en quien encontramos la salvación, en el evangelio que es la sabiduría de nuestra vida

Deuteronomio 4, 1-2. 6-8; Sal. 14; Santiago 1, 17-18. 21b-22. 27;  Marcos 7, 1-8a. 14-15. 21-23

En nuestra carrera humana por la vida todos tenemos la tentación de que aquello que ideamos con la mayor pureza y desde la más buena voluntad luego con el paso del tiempo lo vamos malogrando porque comenzamos a hacerle añadidos, correcciones por acá o por allá, y aquello que era simple y claro luego lo fuimos haciendo engorroso y pesado. Sin mala voluntad en principio porque queríamos aclararlo tanto fuimos dándole tantas explicaciones y comentarios, que al final terminamos haciéndole caso más a las explicaciones o comentarios que pretendían simplemente ser ayuda, que a lo que era lo verdaderamente fundamental que habíamos ideado. Así van naciendo protocolos y reglamentos que los convertimos en norma fundamental.

Nos pasa con lo que es la vida normal de la sociedad que la hemos llenado de tantos reglamentos y leyes que olvidamos lo que en verdad nos constituye como sociedad; nos pasa con todo aquello que se nos ha ofrecido para mejorar la vida de nuestra sociedad, donde al final le damos más importancia a los reglamentos que nos imponemos que a las propias personas que constituimos esa sociedad. ¿Y no nos pasará igualmente en el culto con que queremos expresar nuestro amor y nuestra adoración a Dios como centro y eje de nuestra vida que le hemos llenado de tantos aditamentos que olvidamos el culto y amor que tiene que surgir de nuestro corazón?

En eso nos quiere ayudar a pensar hoy el evangelio. La ocasión parte de aquella queja de los rigurosos fariseos y escribas que vienen a decirle a Jesús que sus discípulos no están cumpliendo con la tradición recibida de los mayores y entonces el culto que le dan a Dios está lleno de impurezas. Y todo porque no se lavan las manos antes de comer el pan.

Una norma higiénica, una ley sanitaria podríamos decir, en la que Moisés en el peregrinar por el desierto había insistido para evitar contagios y enfermedades que se podrían trasmitir por la falta de higiene – pensemos en lo difícil que sería mantener esa higiene en un camino por un desierto – la han convertido en ley de Dios que parece que está por encima de todo lo que son los verdaderos mandamientos del Señor.

Me vienen a la mente las interpretaciones tan literales y rigoristas que algunos se siguen haciendo de palabras de la Biblia que nacieron en su momento para preservar a aquel pueblo que camina por un desierto con tan pocos medios humanos para mantener la salud y la sanidad de sus vidas, o que pretendían ayudarles a que no confundieran el sentido del verdadero culto que habían de dar a su Dios dejándose cautivar por los dioses y los cultos de aquellos pueblos con que se iban a encontrar e incluso convivir al llegar a la tierra prometida.

Estoy haciendo referencia al cuidado de la sangre, por ejemplo, que era una señal de la vida y que no habían de comer por esas razones higiénicas mencionadas, y a la prohibición de hacerse dioses en figuras elaboradas con sus manos a la manera como los tenían los pueblos que los rodeaban. Hoy muchos siguen dándonos la tabarra con esas cosas, como si  nosotros adoramos una imagen, que solo es eso una imagen que nos está expresando como un signo de lo que es la misericordia y el amor de Dios.

Y Jesús les dice que el culto que ellos dan a Dios sí que está vacío, porque no lo hacen desde el corazón. La maldad de la vida no nos entra por un contagio que podamos tener por la forma de usar nuestra manos, limpias o no, nos viene a decir. Lo que en verdad hemos de tener limpio es el corazón arrancando de él toda malicia y toda impureza. Como nos dice Jesús es de dentro del corazón del hombre desde donde salen las maldades, la malquerencia y el odio, el orgullo y la envidia, los malos deseos y las malas intenciones, las ambiciones que nos hacen avariciosos o el egoísmo que nos encierra en la insolidaridad.

Busquemos, pues, esa rectitud del corazón; no dejemos que se endurezca con todas esas maldades sino que nos dejemos purificar por ese amor de Dios que nos sana y que nos salva. Vayamos siempre buscando lo que es lo fundamental para no quedarnos nunca en lo que es accidental o accesorio. Pongamos a Dios verdaderamente en el centro de nuestra vida y alcanzaremos la más sublime sabiduría porque en nosotros estará actuando el Espíritu de Dios.

Ahondemos cada vez más en esa buena noticia de Jesús que es en quien encontramos la salvación; que el evangelio sea la sabiduría de nuestra vida. ‘Ciertamente es un pueblo sabio e inteligente, esta gran nación’, nos decía el libro del Deuteronomio que se harían eco los que conocieran al pueblo de Dios fiel al mandamiento del Señor. ¿Quién tiene como nosotros tenemos un Dios que nos ame tanto y nos haya trasmitido esa sabiduría del amor que nos llena de la verdadera paz?

Cuidado llenemos de malicia nuestro corazón y olvidemos esa sabiduría de Dios y no salga ya a borbotones ese río del amor y de la gracia de Dios que fecunde nuestro mundo.

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