domingo, 25 de agosto de 2024

Quien come a Cristo, quien comulga ya no puede ser el mismo, es como una encrucijada porque señales de algo nuevo tienen que comenzar a manifestarse en él

 


Quien come a Cristo, quien comulga ya no puede ser el mismo, es como una encrucijada porque señales de algo nuevo tienen que comenzar a manifestarse en él

Josué 24, 1-2a. 15-17. 18b; Sal. 33; Efesios 5, 21-32; Juan 6, 60-69

Hay momentos en la vida en que nos sentimos como en una encrucijada, que es algo más que escoger si vamos para el mar o para el momento, en que tenemos que decantarnos y escoger aunque muchas veces sea costoso o doloroso; pueden ser circunstancias de la vida que nos obligan a tomar estas decisiones, son situaciones en las que nos encontramos quizás revueltos interiormente sin saber lo que nos pasa, son momentos de tensión que nos pueden abocar poco menos que a una crisis existencial porque podríamos estar al borde del estrés que no sabemos a donde nos puede llevar, o son interrogantes profundos sobre la vida, sobre nuestra propia persona, sobre qué es lo que hacemos o pintamos en este estado. Y nos cuesta ver con claridad, todo se nos confunde en nuestro interior, no tenemos claro por donde hemos de decidir, necesitamos quizás una paz interior que no tenemos.

Entre los que seguían a Jesús muchas veces sentían esta incomodidad interior; había cosas en Jesús que les entusiasmaban, que despertaban esperanzas en sus corazones y les hacía soñar, pero también había cosas que no terminaban de entender. Jesús les habla con sencillez, les habla con parábolas, que incluso a los más cercanos se las explica con mayor detalle cuando llegan a casa, pero les habla también con claridad de las exigencias que significaba seguirle y emprender ese camino del Reino de Dios que les estaba anunciando.

Ya sabemos que algunos abiertamente lo rechazaban, algunos quizás porque veían en peligro sus privilegios y los posicionamientos que habían ido adquiriendo en aquella sociedad. Son fuertes las palabras de Jesús en ocasiones, como con aquel signo de purificar el templo de todos aquellos vendedores y negociantes que lo habían convertido en una plaza de mercado. Era todo un signo de la transformación que Jesús quería realizar en el corazón de los hombres para que en verdad naciese una nueva sociedad.

Ahora les ha venido hablando de cómo seguirle es tener una nueva vida, y les habla de comer un pan de vida que será el que les va a dar verdadera plenitud a su existencia, porque quien lo come tendrá vida eterna. Pero les ha costado entenderlo sobre todo cuando les ha dicho que es necesario comerle a El, porque su carne es verdadera comida y su sangre es verdadera bebida y que quien le come resucitará en el ultimo día. Y su afirmación es rotunda, ‘yo soy el pan de vida y el que me come vivirá por mí’.

Se les hace difícil entender aquellas palabras, porque hacen unas interpretaciones demasiado a lo literal, como literalmente hubieran querido que siempre estuviera alimentándolos con pan milagrosamente como allá en el desierto, sin querer ni saber entender el valor de signo que todo aquello tenía. ‘Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?’, se dicen unos a otros y a partir de entonces ya muchos no quisieron seguir con Jesús.

El Espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y con todo, hay algunos de vosotros que no creen’, les dice Jesús. Pero creer en Jesús y aceptar sus palabras, que es aceptarle y vivirle a El será algo que no podremos vivir solo por nosotros mismos, entramos en el misterio de algo nuevo, porque estamos entrando en el misterio de Dios. ‘Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí si el Padre no se lo concede’.

Por allá andan revolviéndose también en sus dudas los discípulos más cercanos a Jesús, aquellos que un día había llamado y escogido de modo especial porque iban a ser el cimiento de aquella Iglesia naciente. Y es a ellos a quienes ahora se dirige directamente: ‘También vosotros, ¿queréis marcharos?’ Una pregunta que quizás también les sobrecoge porque se han visto sorprendidos en sus dudas y también en sus miedos. ¿Hasta dónde llegará su valentía?

Será Pedro el que se adelante, como tantas veces. También él andaba revuelto en su interior en muchas ocasiones, recordamos que le había querido quitar de la cabeza a Jesús el que tuviera que subir a Jerusalén donde habían de prenderle y juzgarle. Pero ahora parece que siente una fuerza interior, como cuando fue capaz de hacer aquella confesión de fe en Cesarea de Filipo que Jesús le diría que no había sido por si mismo por lo que había pronunciado aquellas palabras sino porque el Padre se las había revelado en el corazón. Ahora se adelante también. ‘Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios’.

¿Seremos nosotros capaces de reconocer que Jesús lo es todo para nosotros, que queremos comer también de ese Pan de Vida porque en El queremos vivir? Quien come a Cristo, quien comulga ya no puede ser el mismo, unas señales de algo nuevo tienen que comenzar a manifestarse en él. ¿Nos encontraremos también en una encrucijada cada vez que comulgamos?

Pensemos, pues, lo que significa ir a comulgar, ir a comer a Cristo. Es comulgar a Cristo porque es hacer que en nosotros no haya otra vida que la de Cristo; es comulgar con su evangelio, con todo su evangelio, con su entrega, con su morir con Cristo para poder en verdad renacer en El. Es comenzar a ver la vida, el mundo que nos rodea, los hombres y mujeres que caminan a nuestro lado con una nueva mirada, con una nueva comprensión de las cosas y del camino que tenemos que realizar; es comenzar a subir a Jerusalén con El aunque sepamos que haya calvario, pero con la certeza de la vida nueva de la resurrección.

 

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