domingo, 26 de mayo de 2024

Dichosos nosotros elegidos del Señor, porque envueltos en el amor de Dios seremos capaces de envolver también en el amor al mundo para crear más humanidad

 


Dichosos nosotros elegidos del Señor, porque envueltos en el amor de Dios seremos capaces de envolver también en el amor al mundo para crear más humanidad

Deuteronomio 4, 32-34. 39-40; Sal. 32; Romanos 8, 14-17; Mateo 28, 16-20

‘Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad’. Creo que este responsorio que repetimos con el salmo en este domingo puede ser clave muy importante para nuestra fe, sobre todo en este domingo que hoy celebramos de la Santísima Trinidad. Es tradición en la liturgia de la Iglesia, que cuando hemos terminado todas nuestras celebraciones pascuales, concluidas el pasado domingo con la Fiesta de Pentecostés en la venida del Espíritu Santo, hoy retomamos el llamado tiempo ordinario precisamente contemplando todo el misterio de Dios.

Digo bien, contemplando, porque realmente es lo que tenemos que hacer. Es fácil que en un día como este nos empeñemos en dar mil explicaciones teológicas a la celebración que hoy vivimos. Yo quiero simplemente quedarme sintiendo la dicha de formar parte de ese pueblo escogido por el Señor. ‘Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad’, hemos dicho y repetido; sí, tenemos que repetírnoslo para que se nos meta en la cabeza y en la hondura del corazón. Por eso digo, contemplando.

Nos sentimos amados y elegidos del Señor. Y así comenzamos, si no a comprender del todo, al menos a vivir todo lo que significa esa comunión de amor que es Dios mismo. ‘Dios es amor’, nos dirá san Juan en sus cartas. Pero no es un amor que se encierre en si mismo, un amor que se ame a si mismo, porque el amor siempre es relación. Y es esa relación misteriosa y maravillosa que hay en Dios mismo cuando hablamos de la Trinidad de Dios. Todo es amor en Dios, y es esa interrelación de amor entre las tres divinas personas, como lo que queremos expresar en lenguaje teológico. Es relación y es donación, es amor y es comunión, que además no se queda en Dios mismo sino que trasciende hasta nosotros; nos hace entrar a nosotros en esa misma interrelación y comunión de amor.

Cuando hoy contemplamos y celebramos el misterio de la Trinidad de Dios no nos quedamos solo mirando al cielo. Elevamos, sí, nuestra mirada porque contemplar a Dios nos tiene que elevar, nos tiene que engrandecer, nos tiene que hacernos sentir en Dios, unidos en Dios, en comunión con Dios, pero al mismo tiempo nuestra mirada tiene que mirar en dirección horizontal porque nos hace mirar a todos cuantos están a nuestro alrededor, a cuantos están en nuestro mundo, con quienes tenemos que entrar también en esa relación de amor, de unidad y de comunión. Porque eso que contemplamos en Dios tenemos que comenzar a contemplarlo y vivirlo con los que están a nuestro lado. No lo podemos separar.

Tenemos que ser, sí, místicos y contemplativos, que nos hace verdaderamente humanos porque desde esa altura de Dios a la que nos elevamos no podemos bajar sino empapados y envueltos de amor, para empapar con ese amor, para envolver con ese mismo amor a los hombres nuestros hermanos.  No se puede ser un contemplativo del misterio de Dios sin convertirse necesariamente en un creador de humanidad allí donde estamos repartiendo ese mismo amor que en Dios contemplamos y de Dios recibimos.

Por eso cuando comenzamos a creer en Jesús y queremos vivir su vida somos bautizados en el agua y en el Espíritu precisamente en el nombre de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. No son unas simples palabras de un rito que tenemos que repetir. Es una realidad que tenemos que vivir. Creer en Jesús no es solamente ni fundamentalmente una doctrina que tenemos que seguir, sino un sentido nuevo que tenemos que darle a la vida; un sentido que parte de esa comunión de amor de Dios para que entremos en esa comunión de amor con los hermanos que crea verdadera humanidad.

Es lo que hoy estamos celebrando. Pero no es una fiesta más que pasa una página del calendario. Es algo esencial a nuestra fe y a nuestra existencia, a nuestra condición de cristianos, en nuestro seguimiento de Jesús. Dichosos nosotros los elegidos del Señor, dichosos porque nos sentimos envueltos en su amor, dichoso porque seremos capaces de envolver también en el amor a ese mundo que nos rodea para hacer más humanidad.

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