domingo, 14 de abril de 2024

Si vivimos la presencia de Cristo resucitado con todas sus consecuencias, algo distinto tiene que producirse dentro de nosotros en la celebración y en la vida

 


Si vivimos la presencia de Cristo resucitado con todas sus consecuencias, algo distinto tiene que producirse dentro de nosotros en la celebración y en la vida

Hechos de los Apóstoles 3, 13-15. 17-19; Sal. 4; 1Juan 2, 1-5ª; Lucas 24, 35-48

Les estaba costando a los discípulos aceptar y comprender la resurrección de Jesús. Dudaban de quienes habían tenido ya la experiencia del encuentro con Cristo resucitado y ellos mismos ante su presencia aunque llenos de gozo al tiempo se sentían como intimidados al contemplar y sentir la presencia de Cristo resucitado entre ellos.

Nosotros también muchas veces tenemos nuestras dudas, no terminamos de entender como les sucedía a ellos. Fácilmente podemos quedarnos en un hecho racional, como si lo tuviéramos solo en la cabeza, y otras veces nuestro espíritu no está lo suficientemente abierto – seguimos con muchas puertas cerradas – como para saber experimentar, vivir la presencia del Señor en nuestra vida.

Podemos tener unas celebraciones gozosas de pascua en las que cantemos a pleno pulmón el aleluya de la resurrección, pero ¿dentro de nosotros que ha sucedido? ¿Llegaremos en verdad a dar el paso de fe de sentir que Jesús está ahí con nosotros de la misma manera que resucitado estaba con los discípulos, por ejemplo, en el cenáculo? 

Podemos seguir con la tentación de pensar en una resurrección corpórea, como quien vuelve a vivir la misma vida, y eso ya no lo podemos palpar nosotros aquí y ahora en nuestra vida y en nuestras celebraciones; y vienen las dudas, se nos debilita la fe, perdemos el entusiasmo de quien ha vivido de verdad la pascua, por eso caemos tan fácilmente una y otra vez en la misma tibieza espiritual.

Es un misterio, es cierto, donde tenemos que poner a tope nuestra fe. Es un misterio en el que tenemos que dejar conducir por el espíritu de Jesús, y comenzar a sentirlo allá en lo más hondo de nosotros mismos. No fueron suficientes los ojos de la carne a aquellos primeros discípulos para creer en Cristo resucitado, porque incluso cuando estaba con ellos, como hoy mismo hemos escuchado en el evangelio, ellos se habían llenado de temor y no terminaban de creer. Fue necesario que Jesús les abriera el entendimiento para que entendieran las Escrituras, como nos dice hoy mismo el evangelio, para que pudieran comenzar a creer que era el verdaderamente resucitado y luego comenzaran a anunciarlo por el mundo. ‘Vosotros sois testigos de esto’, les dice Jesús.

Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y les dijo: Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se proclamará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto’.

El pasaje del evangelio que hoy escuchamos nos habla de la vuelta de los discípulos que habían ido a Emaús y habían tenido el encuentro con Jesús. Habían vuelto y contaban cuanto les había sucedido, y cómo lo habían reconocido al partir el pan. Y es entonces cuando de nuevo Jesús se les manifiesta, allí reunidos en el cenáculo, y como hemos venido comentando porque ‘aterrorizados y llenos de miedo creían ver un espíritu’. Pero era Jesús, aunque seguían atónitos. Y les explicaba que ‘era necesario que se cumpliera todo lo escrito en la ley de Moisés y en los Profetas y Salmos acerca de mí’

Un misterio grande y doloroso había significado para ellos la pasión y la muerte de Jesús. Era necesario que comprendiera que era lo anunciado en las Escrituras. Era necesario que comenzaran a sentir esa presencia de Cristo resucitado con ellos, que ya no sería solo en los momentos de las apariciones, sino que sería que lo que siempre habría de vivir su Iglesia, lo que siempre hemos de vivir los que creemos en El.

Que en verdad siempre que nos reunamos en su nombre sepamos sentir su presencia. Que cuando vivimos nuestras celebraciones, no nos quedemos en un rito más o menos bellamente realizado, sino que allá en lo más hondo de nosotros mismos sintamos, vivamos esa presencia de Jesús. Qué lástima la frialdad de nuestras Eucaristías; Allí estamos fría y formalmente para realizar unos ritos, y de la misma manera fría saldremos de nuestra celebración sin llevar la alegría del encuentro con Cristo para anunciarlo a los demás. Frías nuestras celebraciones no solo por nuestra escasa participación, somos demasiado espectadores y oyentes en nuestras celebraciones, pero también porque nos falta expresar ese gozo y esa alegría del encuentro con el Señor que tendrían que ser siempre verdaderas fiestas llenas de alegría.

Qué bonita decimos tantas veces fue la celebración, porque se hicieron unos ritos perfectos y solemnes, escuchamos unos coros que decimos que nos sonaban a cielo, escuchamos unos lectores que a perfección proclamaron las lecturas, pero allí estábamos pasivamente en nuestro banco o en nuestro sitio sin ponerle calor a aquella celebración. Si vivimos la presencia de Cristo resucitado con todas sus consecuencias no solo vamos a contemplar esos ritos, que decimos nos saben a gloria, sino que algo distintos tiene que producirse dentro de nosotros. 

Mucho tenemos que revisarnos, nuevos planteamientos tenemos que hacernos, nueva y distinta forma hemos de tener para celebrar. Con Cristo resucitado todo tiene que ser distinto.

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