sábado, 4 de noviembre de 2023

Aprendamos a acomodar nuestro paso al de los más débiles poniéndonos a la altura de los ojos de los demás y nuestra mirada nunca sea desde la altura del orgullo egoísta

 


Aprendamos a acomodar nuestro paso al de los más débiles poniéndonos a la altura de los ojos de los demás y nuestra mirada nunca sea desde la altura del orgullo egoísta

Romanos 11,1-2a.11-12.25-29; Sal 93;  Lucas 14,1.7-11

¿Estaremos haciendo de la vida una carrera no de relevos sino de zancadillas y trompicones? Fijémonos en la cara que ponemos en el coche cuando en la mañana nos encontramos largas colas donde no podemos avanzar a nuestras particulares velocidades.

Nos metemos por aquí, nos colamos por allá, vamos a ver como me puedo poner delante, cómo voy a dejar que aquel que se está incorporando se pueda poner por delante de mí, y así andamos con nuestras triquiñuelas para no dejar pasar a nadie y llegar yo el primero. Es la cola de caja del supermercado, es en cualquier sitio donde haya una aglomeración y hasta en la cita del médico, como si nuestro dolor fuera más importante que el de los otros que allí se encuentran buscando atención para sus dolencias. Hemos convertido la vida en una competición.

Cuánto nos cuesta ceder el paso incluso cuando nos encontramos en una esquina de la calle donde haya alguna aglomeración. Nos volvemos hasta inhumanos porque no queremos ni pensar en valorar la situación en que se pueda encontrar la otra persona.

Lo que estoy diciendo es como una manera de aterrizar en diversas situaciones en que nos podamos encontrar – muchas más cosas podrían comentar y la lista se haría interminable – del pasaje del evangelio que hoy se nos propone. Nos dice el evangelista que habían invitado a Jesús a comer en casa de alguien principal, y Jesús observaba cómo los invitados poco menos que se daban de codazos para ocupar los puestos que consideraban mejores o más importantes a la hora de sentarse a la mesa. Los codazos que nos damos en la mesa de la vida.

Jesús nos da unas recomendación que podríamos llamar de buenas maneras, pero que con una llamada y un toque de atención para la actitud de humildad y de mansedumbre que tendríamos que tomar en los avatares de la vida.

No es aquí que Jesús nos esté diciendo, como en otros momentos, que tenemos que hacernos los últimos y los servidores de todos y es ahí donde está la verdadera grandeza; pudieran parecer recomendaciones de cortesía, y la cortesía es la delicadeza con que nos tratamos los unos a los otros. Cuántas veces hablamos de esos gestos y detalles que tenemos que saber tener con los demás. Son los detalles que nos ganan el corazón. Son los detalles con los que expresamos la grandeza de nuestra vida. Son los gestos que manifiestan nuestra cercanía. Es la humildad de sabernos poner en sintonía con los demás para captar también esas ondas de amor que nos puedan llegar de los demás.

Y es que el corazón de los humildes se gana la simpatía, vamos a decirlo así, del amor de Dios. Sus preferidos son los humildes y los pobres, los que saben manifestarse por esos caminos de humildad y los que se saben hacer pobres en un desprendimiento que les hace ganar el reino de los cielos. ¿No nos dijo que serían dichosos los pobres porque de ellos es el reino de los cielos? Un corazón que se manifiesta sencillo y humilde va dejando tras de si las ondas de la simpatía del amor con las que todos pueden sintonizar. Serán los que en verdad van a ser valorados por los que los rodean.

Dejemos de hacer de la vida una competición a sangre y fuego. Aprendamos a caminar juntos acomodando nuestro paso al de los más débiles. Sepamos ponernos a la altura de los ojos de los demás para que nunca nuestra mirada sea desde la superioridad y la altura del orgullo que nos hace egoístas. Sepamos vivir según los parámetros de humildad y de ternura que nos enseña el evangelio.

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