domingo, 17 de septiembre de 2023

Quien saborea la misericordia en su corazón necesariamente se ve impulsado a obrar con la misma misericordia con los demás

 


Quien saborea la misericordia en su corazón necesariamente se ve impulsado a obrar con la misma misericordia con los demás

Eclesiástico 27, 30 – 28, 7; Sal 102; Romanos 14, 7-9;  Mateo 18, 21-35

Sería mezquino que a un amigo al que queremos y apreciamos mucho le estuviéramos llevando la cuenta de las veces que lo he visitado, de los favores que le he hecho, de las veces que lo he ayudado, de lo que le hemos tenido que aguantar en sus jaquecas, porque si somos amigos, esas cosas no se cuentan, se hacen y ya está, ayudamos cuando haga falta, le aguantamos la jaqueca como él nos aguanta a nosotros, le hacemos un favor las veces que sea necesario, como solemos decir, para eso están los amigos. lo otro sería mezquindad, sería pobreza de miras, sería raquitismo. 

Sin embargo en la vida vamos muchas veces con ese raquitismo de nuestro espíritu; porque vamos haciendo distinciones y discriminaciones; porque este me cae bien pero aquel otro no hay quien lo aguante. Claro que somos distintos, que tenemos nuestros defectos y limitaciones, como también todos tenemos nuestras virtudes, nuestras cosas buenas, pero parece que hay cosas en las que no queremos transigir. 

Y aquí llegamos a nuestros resentimientos y rencores, a nuestras desconfianzas, y a seguir teniendo en cuenta algo que alguien nos hizo un día, en un mal momento, en alguna situación en la que no nos entendimos, pero parece que eso tenemos que estarlo guardando siempre, no lo podemos olvidar, ya le ponemos peros a esa persona, y no digamos cuantas guerras nos vamos creando en consecuencia, porque nunca llegamos a liberarnos interiormente de esos tormentos, porque peor que aquello que un día nos hicieron está ese tormento del rencor del que no hemos sabido liberarnos.

¡Cuánto cuesta perdonar! ¡Cuánto cuesta encontrar esa paz en el corazón! Porque, aunque queremos decir lo contrario y nos pongamos orgullosos por encima de todo, en el fondo hemos perdido la paz del corazón y no la hemos sabido reencontrar. Y solo es una cosa tan sencilla como perdonar para sentirnos en verdad liberados de esos pesos muertos que seguimos manteniendo dentro de nosotros con esos resentimientos y rencores, con ese no saber tener la valentía de perdonar.

Y así andamos con nuestros raquitismos en la vida que a la larga nos hacen daño a nosotros mismos.  Prueba a perdonar y sentirás una liberación en tu interior que no sabrás agradecer lo suficiente. Es lo que se nos está planteando hoy en el evangelio. Pedro también andaba como todos nosotros echando cuentas. Había oído hablar a Jesus del amor a todos y del amor a los enemigos. Había escuchado incluso a Jesus decir que había que rezar por aquellos que nos habían hecho mal y que frente a una injuria en lugar de responder con la misma moneda habíamos de saber incluso poner la otra mejilla cuando nos pegaran en la cara. 

Pero costaba entenderlo. Porque eso de rezar por el que nos había ofendido significaba poner en el corazón a aquella persona que nos hizo daño, y eso no es fácil, pero bueno, se podría intentar al menos formalmente rezar 'un padrenuestro' por aquella persona a ver si cambiaba. Pero ese no era el sentido de lo que Jesús nos estaba planteando. era algo mucho más hondo lo que Jesus nos estaba pidiendo.

Por eso Pedro viene haciendo cuentas, podré perdonarle una, dos veces, bueno hasta siete. Y es lo que le pregunta a Jesus. '¿Cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano? hasta siete veces?' Ya le parecía una cuenta bastante generosa. No esperaba lo que le iba a decir Jesús. 'No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete'. Aquí ya podría perder la cuenta con esas multiplicaciones. Y entendemos lo que quería decir Jesús.

Y propone Jesús un ejemplo, una parábola. El rey que perdonó la deuda de su servidor al que le había pedido cuentas y era muy grande la cantidad que le debía; pero a sus súplicas tuvo generosidad en el corazón para perdonarle toda su deuda. Pero aquí viene el contraste. Quien ha sido perdonado por su amo, ahora no supo quedar como un rey con su compañero que le debía una minucia, al que le exigió que le pagara y como no tenía con qué lo metió en la cárcel. ¿Qué le pasaba a aquel hombre? ¿Había sabido valorar la generosidad y la misericordia que con él habían tenido para ser capaz él mismo de tener compasión de su hermano? A todos nos parece incomprensible una actitud así, y pensamos que algo le estaba fallando a aquel hombre en su interior. 

Pero cuidado no entremos nosotros en juicios fáciles, porque tenemos que analizarnos si nosotros no andamos también muchas veces con esa misma mezquindad en la vida. Somos muy fáciles para pedir perdón a Dios en nuestras oraciones - no sé si seremos tan fáciles para pedir perdón a los demás cuando por alguna cosa les hayamos molestado -, pero cuánto nos cuesta regalar también ese perdón a los demás. No sé si nos sucederá que entramos en una como rutina en eso de pedir perdón a Dios, que luego no terminamos de saborear esa misericordia que Dios tiene con nosotros. 

Quien saborea la misericordia en su corazón necesariamente se ve impulsado a obrar con la misma misericordia con los demás. Quien ha disfrutado al sentirse perdonado, ha sentido esa liberación en su corazón de esa culpa por lo que hayamos hecho mal, desde esa misma liberación del corazón ofrecerá generosamente su perdón a los demás. 

Si sentimos paz en el corazón cuando nos han perdonado, de la misma manera sentiremos paz en el corazón cuando nos portamos como reyes y somos generosos en el perdón para los demás. Leamos de nuevo ese texto tan hermoso del Eclesiástico que se nos ha ofrecido hoy. Es lo que nos está enseñando Jesús. Es lo que nos pide el Evangelio.


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