domingo, 20 de agosto de 2023

Desde el evangelio de Jesús algo nuevo tiene que comenzar a germinar en nuestro corazón y llenos de la osadía del Espíritu romper los moldes de nuestras rutinas

 


Desde el evangelio de Jesús algo nuevo tiene que comenzar a germinar en nuestro corazón y llenos de la osadía del Espíritu romper los moldes de nuestras rutinas

Isaías 56, 1. 6-7; Sal 66; Romanos 11, 13-15. 29-32; Mateo 15, 21-28

¡Qué atrevido! ¡Una osadía! pensamos cuando vemos a alguien a arriesgarse a hacer algo insólito, algo muy atrevido y quizás hasta peligroso por los riesgos que corre, porque se sale de lo normal, de lo que se hace siempre, emprende algo que parece que está llamado al fracaso pero insiste en seguir adelante a pesar de todas las cosas que pueda tener en contra, trata de cambiar cosas que se han encallecido en la vida con la rutina y el paso del tiempo. Al final terminaremos alabando su intrepidez, felicitándolo incluso por su perseverancia, y por los logros conseguidos.

Así, como de entrada, me atrevo a calificar este pasaje del evangelio que hoy se nos ofrece como el pasaje de los atrevidos que vienen a romper todos los moldes que nos encorsetan. Empecemos por la mujer que nos aparece con un cierto protagonismo en el relato, la mujer cananea. Jesús anda por la región de Tiro y Sidón, muy al norte y en las afueras de Palestina, que era una región pagana y gentil. No era una región muy transitada por los judíos, que habitualmente no querían mezclarse con los gentiles. No nos dice que Jesús fuera a predicar allí, formaba parte de alguna manera de aquellos momentos en los que Jesús quiere estás más a solas con sus discípulos más cercanos, en especial aquellos a los que escogería para apóstoles.

Esta mujer cananea tiene una hija enferma, poseída por un espíritu malo como era habitual considerarlo. Y cuando conoce la presencia de Jesús acude a Jesús gritando tras de él para pedirle que cure a su hija. Ahí, por así decirlo, comienzan los atrevimientos. Si ella era pagana, ¿cómo es que acude a un judío, de religión distinta, para implorar que su Dios sane y libere a su hija enferma? Pero ella insiste gritando tras Jesús aunque parezca que no es escuchada. ‘Ten compasión de mí, Señor Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo’.

Pero allí están como siempre aquellos discípulos muy fervorosos y celosos – cuanto se pueden parecer a algunos sectores muy enfervorizados y llenos de fanatismos que fácilmente encontramos siempre en la sociedad – que quieren quitar de en medio aquella mujer que sienten que les está molestando con sus gritos. ‘Atiéndela, que viene detrás gritando’, como quien dice, bueno, dile algo para que se calle y no vuelva a molestar, pero no porque consideraran que aquella mujer merecía ser atendida, en fin de cuentas era una pagana.

Y podíamos decir que Jesús recoger el guante de solución que le están ofreciendo sus discípulos. Pero Jesús quiere llegar a algo más, porque se pone a hablar, a dialogar con aquella mujer. Ya sabemos la poca consideración en que eran tenidas las mujeres en aquella sociedad, pero además había como unos abismos, unas diferencias muy grandes, como ya se hacía constar en la actuación de los discípulos en relación a aquella mujer. No era habitual el detenerse a hablar y menos con una mujer pagana.

Y surge ese diálogo maravilloso aunque algunas veces nos pudiera parecer duro porque parte de alguna manera de lo que era el actuar de los judíos en su relación con los paganos, pero se está poniendo a prueba el valor y la fe de aquella mujer. No importan las palabras duras porque ella en su atrevimiento de amor de madre reconoce también que no es digna, pero por encima de todo confía en la misericordia. ‘Aunque sean solo unos migajas yo quiero probar de ese pan de la misericordia’, parece decir la mujer. Es lo que va a merecer la alabanza de Jesús y el regalo no ya de unas migajas sino de todo el pan de la misericordia de Dios. ‘Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas’.

El atrevimiento de un amor de madre, el atrevimiento y la riqueza de la misericordia de Dios a la que no podemos poner límites ni moldes. Todos cavemos en el corazón de Dios, todos en El tenemos nuestro lugar. No puede haber distinciones, limites ni separaciones. ‘Porque mi salvación está por llegar y mi justicia se va a manifestar’, que decía el profeta, ‘a todos los traeré a mi monte santo, los llenaré de júbilo en mi casa de oración… así la llamarán todos los pueblos’.

El Papa Francisco nos ha estado repitiendo en las Jornada Mundiales de la Juventud hace unos días que todos tienen su cabida en la Iglesia. Y recordamos cómo en su discurso nos repetía una y otra vez, todos, todos. Tenemos que hacer que en verdad eso sea una realidad, porque seguimos teniendo la tentación en nuestro corazón de poner limitaciones, de aceptar a unos sí y a otros no. Jesús se mezcló con toda clase de personas y de pecadores, aunque hubiera muchos en su entorno y en su tiempo que no lo entendieran. Y algunas veces a pesar de las palabras bonitas que podamos pronunciar da la impresión que nosotros, que la Iglesia incluso, no terminamos de entenderlo, no terminamos de llevarlo al día a día de la práctica.

Se atreve Jesús a romper moldes, nos está ofreciendo Jesús el que nosotros también seamos atrevidos y vayamos más allá de lo que siempre hacemos, de esas barreras que en nuestros prejuicios y rutinas, en nuestros miedos y en nuestras cobardías seguimos teniendo en nuestra vida en nuestras relaciones con los demás, en lo que vivimos en el día a día. Desde el evangelio de Jesús algo nuevo tiene que comenzar a germinar en nuestro corazón.

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