viernes, 3 de marzo de 2023

No podemos ser signos de reconciliación, si no somos capaces de reconciliarnos con el hermano que tenemos ahí al lado al que regalamos toda la delicadeza del amor

 


No podemos ser signos de reconciliación, si no somos capaces de reconciliarnos con el hermano que tenemos ahí al lado al que regalamos toda la delicadeza del amor

Ezequiel 18, 21-28; Sal 129; Mateo 5, 20-26

¿Para qué mantener una herida abierta, que nos siga doliendo y molestando? Lo mejor es encontrar cómo sanar esa herida. Esa herida que mantenemos abierta tantas veces en el corazón cuando no sabemos sanarnos, cuando no sabemos o queremos sanar también a los demás.

Yo no lo puedo perdonar, decimos, y creemos que a quien dañamos solamente es al otro y no nos damos cuenta que nos estamos dañando a nosotros mismos, porque mientras no nos sanemos a nosotros mismos porque queremos guardar ese rencor a quien nos haya podido hacer algo, es a nosotros a quienes estamos dañando, porque cada vez que recordemos, cada vez que por los azares de la vida nos volvamos a encontrar con esa persona, estaremos abriendo esa herida en nuestro corazón. Nos cuesta darnos cuenta, nos cuesta buscar esa sanción dentro de nosotros, nos cuesta ser valientes para emprender ese camino del perdón. No nos estamos perdonando ni a nosotros mismos.

De esto nos está hablando Jesús hoy en el evangelio. El texto escogido por la liturgia para este día nos vuelve a referir al sermón del monte donde Jesús nos dejó claro lo que tiene que ser la sublimidad de nuestro amor. Un amor que tiene que estar lleno de delicadeza, una forma de tratarnos los unos a los otros donde debe prevalecer la ternura de quien ama de verdad. No son palabras, son gestos, son actitudes positivas las que tenemos que poner. Fácil es decir que amamos, pero no tan fácil es mantener ese amor de cada día cuando nos encontramos con quien nos cae mal, con aquel que sabemos que va con actitudes negativas, con aquel que nos contradice y no quiere estar de acuerdo con nosotros.

Por eso hoy Jesús le da tanta importancia a una palabra mal dicha, una palabra hiriente u ofensiva que podamos en contra de los demás. No es solo la violencia a lo grande lo que tenemos que evitar  sino esa violencia callada que llevamos en el corazón cuando nos podemos sentir incomodados y mal reaccionamos, - no podemos permitir que la cólera nos domine y nos haga perder el control - que no manifestaremos con grandes gestos violentos, pero que se puede traducir en ese desprecio, en esa no valoración de la persona que tengo delante de mi.

Nos recalca Jesús los buenos sentimientos que debemos tenernos los unos a los otros, como diría san Pablo tengamos entre nosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús, que tiene que hacernos buscar siempre el encuentro, la reconciliación cuando tengamos quejas los unos contra los otros. No nos deberíamos ir a presentar nuestra ofrenda ante el altar, nos dice Jesús hoy. Y volviendo a lo que nos llegará a decir en este sentido el Apóstol en sus cartas, tenemos que ser ministros de reconciliación en el mundo en que vivimos. No podemos ser signos de reconciliación, si no somos capaces de reconciliarnos con el hermano que tenemos ahí al lado.

‘Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos no podréis entrar en el reino de los cielos’, nos dice Jesús. Nos escudamos tantas veces en que es lo que todo el mundo hace; eso no nos puede justificar de ninguna manera. Cuando optamos por el camino de Jesús, sabemos que es un camino diferente, es una forma más sublime y más delicada de vivir el amor. No es simplemente hacer lo que todo el mundo hace. Es sintonizar con el amor de Dios para vivirlo de manera igual nosotros con los demás. ¿Nadamos contra corriente? Nuestra dirección, la meta hacia la que nosotros tenemos que nadar, nos la propone el evangelio.

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