martes, 1 de noviembre de 2022

Con Jesús tenemos un nuevo sabor del que queremos contagiar cuánto nos rodea, tenemos esperanza y creemos posible el Reino de Dios en el hoy de nuestra vida

 


Con Jesús tenemos un nuevo sabor del que queremos contagiar cuánto nos rodea, tenemos esperanza y creemos posible el Reino de Dios en el hoy de nuestra vida

Apocalipsis 7, 2-4. 9-14; Sal 23; 1Juan 3, 1-3; Mateo 5, 1-12a

Tenemos hoy una celebración en la liturgia que nos invita a mirar hacia lo alto, a poner grandes metas en nuestra vida y a despertar nuestra esperanza en medio de un mundo demasiado ensombrecido, y mira cómo de alguna manera la hemos descafeinado desde convertirla por una parte en una fiesta solo del recuerdo de difuntos, o la hemos dejado envolver por nuevas costumbres que parecería más bien que nos llenarían de terror nuestros espíritus.

Litúrgicamente celebramos la fiesta de todos los Santos y el texto del Apocalipsis que se nos ofrece en la primera lectura de esta fiesta nos habla de una multitud inmensa que nadie podría contar que cantan bendicen la victoria de nuestro Dios, la victoria del Cordero. Ese texto ya sería suficiente para elevar nuestro espíritu y hacernos aspirar a esa gloria del cielo. Si un día le habían preguntado los discípulos a Jesús si serían muchos los que se salven, hoy tenemos la respuesta, en esa multitud innumerable. ‘Los que han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero, vienen de la gran tribulación y son los que buscan el rostro del Señor’.

Podemos formar parte de esa inmensa muchedumbre. ¿Qué es lo que necesitamos? Hacer una opción seria en la vida. Es cierto que Dios nos ofrece la salvación, pero ante nosotros se abren diversos caminos; caminos espaciosos y amplios, y caminos que a veces nos pueden parecer estrechos y llenos de dificultades. Es la opción por el camino de la vida, es la opción de vivir como los hijos de Dios, es la opción por vivir el Reino de Dios. Y eso tiene sus exigencias.

Pero es una invitación y una llamada de parte de Dios. ‘Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!’ El nos llamó, El nos invitó, El nos quiere como hijos. ‘Seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es’. No terminamos de considerar esa grandeza, esa dignidad. Con qué facilidad lo olvidamos. Y sin embargo tiene que ser el motor de nuestra existencia, lo que nos va a hacer buscar la dignidad y la grandeza de toda persona, lo que va a poner un sabor nuevo en nuestra vida, lo que tiene que convertirse en una luz para nuestra humanidad tan llena de sombras.

¿Qué es lo que nos propone Jesús hoy en el Evangelio? Ese camino nuevo que da nuevo sabor a nuestra vida y a nuestro mundo, las bienaventuranzas. No son utopías, no son palabras bonitas que traten de consolarnos en nuestras desesperanzas y en nuestros llantos. Es un camino cierto de vida y nos va a llevar a la mejor felicidad, a la mayor plenitud para nuestra vida.

‘Dichosos los pobres en el espíritu, comienza diciendo Jesús, porque de ellos es el Reino de los cielos’. Jesús había comenzado anunciando la llegada del Reino de Dios y nos invitaba a la conversión, a creer en la Buena Noticia que se nos anunciaba, la llegada del Reino de Dios. Este es el primer paso para ese gozo del Reino de Dios, elegidos esa pobreza de espíritu, ese vaciarnos de tantas cosas que nos saturan de tal manera que no llegamos a saborear la vida en su auténtico sabor.

Cuántos pedestales vamos poniendo tantas veces en la vida para hacernos los engreídos y poner distancias entre unos y otros, qué distancias nos crean nuestros orgullos; de cuántos apegos vamos llenando el corazón de manera que ya no daremos cabida a los que están a nuestro lado; cuántas cosas vamos acumulando, tristezas, resentimientos, envidias, violencias descontroladas, malicias y desconfianzas que nos llenan de tormento y nos quitan la paz; cuánta cerrazón para mirar solo por nosotros mismos y no saber tener un corazón compasivo para el que sufre a nuestro lado; con tantas cosas se nos va enturbiando la vida, la visión como si una catarata cubriera nuestros ojos y ya no seremos capaces de ver y contemplar la luz.

Por eso cuando llegamos a comprender el sentido de esta primera bienaventuranza, lo demás irá fluyendo casi como de forma espontánea. Será cuando llenemos de mansedumbre el corazón y que distinto será nuestro trato y nuestra convivencia con los que están a nuestro lado; será cuando aprenderemos a compartir porque nadie a nuestro lado podrá pasar necesidad; será cuando seremos en verdad comprensivos y misericordiosos con los demás, porque habremos disfrutado de esa misericordia y compasión que Dios ha tenido con nosotros para perdonarnos y hacernos cambiar de vida; nuestra mirada será limpia y podremos contemplar a Dios pero también veremos con mirada distinta a los hermanos que caminan a nuestro lado; gozaremos de auténtica paz en el corazón pero al mismo tiempo seremos siempre constructores e instrumentos de paz; no nos importa ser incomprendidos por lo que hacemos y que incluso podemos encontrar oposición en contra porque tenemos la certeza de que caminamos el camino de la vida y estamos realmente construyendo el Reino de Dios.

¿Puede haber una dicha más grande? ¿Cambiamos la felicidad que sentimos en el corazón por la felicidad falaz que nos ofrece el mundo? Nuestra vida tiene ya un nuevo sabor; queremos contagiar de ese sabor al mundo que nos rodea, porque tenemos esperanza y creemos que es posible realizar y hacer presente el Reino de Dios en el hoy de nuestra vida.

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