miércoles, 3 de agosto de 2022

Sepamos descubrir los caminos de fe y humildad que hemos de recorrer para encontrarnos con el amor de Dios que seguirá contando con nosotros

 


Sepamos descubrir los caminos de fe y humildad que hemos de recorrer para encontrarnos con el amor de Dios que seguirá contando con nosotros

Jeremías 31, 1-7; Sal.: Jer 31, 10-13; Mateo 15, 21-28

Hay cosas que a veces nos desconciertan; nos parece que van contra todo sentido, por llamarlo de algún modo, natural; nos parece que eso no sería lo lógico;  pero la vida es desconcertante y es necesario tener mucho equilibrio y madurez para entender las cosas, para descubrir lo positivo, para deducir lo que la vida nos va enseñando, y eso nos hace madurar porque nos hace reflexionar; no podemos precipitarnos en juicios que muchas veces pueden ser prejuicios, porque quizás comenzamos a sentenciar sin razón, sin conocimiento auténtico de la situación de las personas, de los hechos que acaecen, de las circunstancias que lo rodean, de los por qué, como no podemos juzgar el pasado con los ojos o criterios de hoy como muchas veces precipitadamente sucede. Hay que saber frenar a tiempo, hay que descubrir cuál es la mirada nueva que se nos pide.

El evangelio en ocasiones también en cierto modo nos desconcierta. Hoy nos encontramos con uno de esos pasajes que en una primera lectura podría producirnos ese desconcierto, porque da la impresión que Jesús está actuando en contra de todo lo que nos ha venido enseñando cuando nos anuncia el Reino de Dios. Normalmente vemos a Jesús con una actitud acogedora para todo el que se acerca a El, sea quien sea. No importa que sea un fariseo el que lo invite a su casa o venga de noche a visitarlo; se irá con uno y al otro lo recibirá abriéndole las puertas de su casa y de su corazón; no importa que sea un pagano el que le pida por la curación de un criado, porque incluso está dispuesto a entrar en su casa; por supuesto, no importa que sean pecadores y publicanos los que se acerquen a El y se sentará incluso a su mesa; no importa que un leproso llegue hasta El en medio de la gente y extenderá su mano tocándolo incluso para curarlo sin temor a ninguna impureza legal, como no le importará que una mujer toque la orla de su manto aun siendo impura legalmente a causa de sus flujos de sangre.

Hoy está Jesús fuera del territorio de palestina o propiamente judío, pues está en la tierra de los cananeos y fenicios, fuera incluso de las fronteras de Israel. Una mujer le suplica gritando detrás de El, porque tiene su hija poseída por un espíritu muy malo. Jesús no la escucha, cuando los discípulos interceden aduce que solo ha venido a las ovejas descarriadas de Israel, y ante la insistencia de la mujer dice que no es bueno echar el pan de los hijos a los perros, haciendo así referencia a cómo los judíos llamaban a los gentiles. Todo parece rechazo, algo que parece en contra de lo que siempre ha hecho Jesús que finalmente mandará a sus discípulos a que vayan a todas partes para hacer el anuncio de la buena noticia.

Pero finalmente la humildad de aquella mujer junto a su fe nos dará la clave de todo el episodio. Los perritos comen también las migajas que caen de la mesa de sus amos, le replica la mujer, haciéndose pequeña, no mostrando exigencia, sino con humildad dejando que no la migaja, sino toda la riqueza de la misericordia de Dios venga sobre ella. Jesús alaba la humildad y la fe de aquella mujer.

No es el rechazo de Dios, sino la actitud con que nosotros nos acercamos a Dios lo que tenemos que descubrir. Es la humildad y la perseverancia de nuestra oración, para sentir que nada somos, que somos pecadores para llegar a decir incluso como Pedro ‘apártate de mi, Señor, que soy un pecador’ lo que en verdad va a alcanzarnos la misericordia de Dios. Es hermoso lo que tenemos que aprender. Esa humildad de reconocer nuestros pasos malos, la indignidad de nuestra condición de pecadores, el no tener miedo de expresar incluso nuestros temores o nuestras cobardía siendo capaces de subirnos a la higuera porque quizá no nos sentimos dignos de ni siquiera estar con los demás, es el saber llorar nuestros pecados, traiciones y cobardías porque sentimos que nos embarga el amor y solo en el amor es como podemos salvarnos.

Finalmente podremos escuchar también ‘qué grande es tu fe’, qué grande es tu amor y sentiremos que el Señor sigue confiando en nosotros, sigue contando con nosotros. También nosotros tendremos que decir qué grande es la misericordia del Señor, su amor no tiene fin.

 

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