lunes, 7 de febrero de 2022

Necesitamos un mundo de humanidad, hecho de gestos sencillos, de cosas insignificantes pero que nos hacen valorar la dignidad de las personas

 


Necesitamos un mundo de humanidad, hecho de gestos sencillos, de cosas insignificantes pero que nos hacen valorar la dignidad de las personas

1Reyes 8, 1-7. 9-13; Sal 131; Marcos 6, 53-56

Muchas veces la cuestión no es solo que me hagan las cosas o me resuelvan los problemas, sino la forma en que me lo hacen. Tenemos que reconocer que muchas veces nos encontramos personas que lo que podríamos llamar técnicamente son buenos profesionales, saben lo que tienen entre manos, pero sin embargo son personas inaccesibles; personas que te miran a la distancia – como se suele decir algunas veces, por encima de las gafas -, no entran en ningún gesto de humanidad con los que están tratando y parece que todo fuera una máquina  que mecánicamente hace su trabajo, pero que por no tener no tienen ni siquiera una sonrisa con quien están hablando. Algunas veces nos deshumanizamos.

Todo lo contrario de lo que hoy vemos en el evangelio con Jesús. El sí será accesible a las personas que le rodeaban, porque El se acercaba a la gente, estaba donde la gente estaba, escuchaba, se dejaba incluso tocar la orla de su manto, si ese era el deseo de los que se acercaban a El.

Hoy hemos escuchado cómo cuando llegan después de su travesía, al desembarcar la gente acude corriendo en torno a El; pero recorres caminos, pueblos, aldeas, enseñando, curando; se detiene junto al ciego que pide limosna al borde del camino, o acude allá donde está aquel solitario que nadie atiende y nadie le presta ayuda, como un día veremos en el paralítico de la piscina; no teme tomar con su mano al leproso o meter sus dedos en los oídos del sordomudo y tocar su lengua, poner barro echo con su propia saliva en los ojos del ciego, o dejarse tocar la orla de su manto por cualquiera que anónimamente quisiera acercarse a El; acude a la casa de Jairo para tomar la niña de la mano y levantarla, como un día había tendido la mano a la suegra de Simón que estaba en cama con fiebre, igual que está dispuesto a ir también a la casa del centurión romano.

Es bueno detenerse con detalle en estos gestos de Jesús. El evangelio que hoy se nos propone hace como un breve resumen de sus andanzas y de las curaciones que va haciendo. Pero, como decíamos, es bueno detenerse en los detalles porque así podemos admirar más la humanidad de Jesús, su cercanía, su dejarse encontrar. Y es que en el mundo en el que vivimos necesitamos mucho de esto.

Habremos avanzado mucho en técnicas y ciencias, pero tenemos el peligro de convertirnos en máquinas; podemos hacer maravillas con los avances de las ciencias, pero el enfermo necesita que el médico se siente con él en su cama y converse de muchas cosas porque su enfermedad no son solo sus dolores; necesitamos esos encuentros personales, ese mirarnos a los ojos, ese estar con oído atento para escuchar no dando por sabidas las cosas antes de que nos las digan, saber dejar que el anciano quizá nos cuente una y otra vez sus batallitas de la historia de su vida aunque nos las sepamos de memoria.

La gente necesita ser escuchada, las personas necesitan que se detengan a su lado, no les importa las preguntas que les podamos hacer, porque ellos están deseando encontrar alguien con quien hablar. Vamos más atentos a nuestras redes sociales para hablar con quien está al otro lado del mundo, pero no nos detenemos a hablar con el abuelo, con el vecino, con el muchacho que está allá aburrido al lado de la calle.

El mensaje que hoy Jesús quiere trasmitirnos es ese mundo de humanidad que tenemos que construir día a día y que está hecho de gestos sencillos, de cosas que nos pueden parecer insignificantes pero que nos hacen valorar la dignidad de la persona. ¿Aprenderemos un día a detenernos un poco más con ese con quien nos entramos por la calle y aunque no lo conozcamos dedicarle una sonrisa?

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