jueves, 10 de febrero de 2022

El amor de una madre es tan poderoso que hasta mueve el corazón de Dios y es signo y señal de que se rompen todas las barreras y todos puedan sentir el amor de Dios

 


El amor de una madre es tan poderoso que hasta mueve el corazón de Dios y es signo y señal de que se rompen todas las barreras y todos puedan sentir el amor de Dios

Reyes 11, 4-13; Sal 105; Marcos 7, 24-30

El amor de una madre es tan poderoso que hasta mueve el corazón de Dios. Quienes son madres lo experimentan en su vida, nada las puede detener. Harán lo imposible por conseguir lo que desean para sus hijos. Todos lo hemos palpado a nuestro alrededor o en experiencias también de nuestra misma vida. Moverán lo que sea necesario, acudirán a donde tengan que acudir sin miedos ni complejos, siempre sus hijos estarán por encima de todo. ¿Cómo pueden permitir el sufrimiento de un hijo? Capaces son de ponerse en su lugar. El amor la ciega y serán como una fiera salvaje para conseguir lo que sea para su hijo.

Lo contemplamos en diversas páginas del evangelio. ¿Qué es si no lo que hacía la madre de los Zebedeos cuando se acercó con sus peticiones para sus hijos a Jesús? El amor llenó de ambición su corazón haciendo incluso oídos sordos a lo que Jesús antes les había enseñado.

¿Qué es lo que le vemos hacer a esta mujer cananea que corre por las calles tras Jesús, que es capaz de soportar todas las humillaciones posibles, que se siente ninguneada por ser mujer y por ser gentil, pero que insiste e insiste con mil argumentos que se los inspirarán su amor para conseguir lo que está pidiendo? El amor de madre la hizo grande para mover el corazón de Dios.

Y es que el amor de una madre es humilde, no le importa hacerse o sentirse pequeña, pobre y necesitada; el amor de una madre es generoso porque no pide para ella; el amor de una madre la hace desgastarse sin importarle hacerse la última con tal de conseguir lo mejor para sus hijos; el amor de una madre la hace ser muchas veces invisible, pero será el corazón que siempre está atento y vigilante porque no se puede dormir.

Son los pobres y los humildes, los sencillos y los pequeños los que se ganan el corazón de Dios; ya Jesús nos dice – y da gracias al Padre por ello – que Dios solo se revela a los que son pequeños, sencillos, humildes, generosos de corazón. El que se hace pequeño de verdad no dejará meterse nunca la malicia en su corazón y serán los limpios de corazón los que verán a Dios; el humilde y el sencillo entenderá mejor que nadie los secretos del misterio de Dios; los pobres que saben vivir desprendidos de todo serán capaces de tener un corazón grande para que lo ocupe totalmente Dios.

Lo vemos hoy reflejado en esta página del evangelio. Una mujer que ni siquiera era judía que se ganó el corazón de Cristo para terminar reconociendo la grandeza de su fe. Y aquel día saltaron las barreras, porque le mujer finalmente comenzó a ser escuchada; saltaron las barreras porque se nos dio a conocer que el amor de Dios no era sólo para los que se consideraban hijos de siempre; saltaron las barreras porque la buena nueva del evangelio comenzaba a anunciarse más allá de las fronteras de Israel.

Era el principio de lo que sería luego el gran mandato de Jesús de ir por todo el mundo para anunciar el evangelio y a todo aquel que creyese se le derramaba la gracia de Dios también sobre sus vidas. Era un preanuncio de aquel mantel que un día vería Pedro bajar del cielo con toda clase de animales y de comidas de las que él también habría de comer; nada ni nadie se consideraba ya indigno de alcanzar la gracia del Señor lo transformaba todo.

¿Seguiremos nosotros aun poniendo barreras? Con nuestras actitudes y posturas ¿seremos acaso alguna vez nosotros barreras que quieran impedir el avance de lo que es la gracia de Dios?

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