sábado, 11 de septiembre de 2021

No dejemos que el edificio de nuestra fe y nuestra vida cristiana se levante de cualquier manera sino que sea sobre los cimientos sólidos del evangelio

 


No dejemos que el edificio de nuestra fe y nuestra vida cristiana se levante de cualquier manera sino que sea sobre los cimientos sólidos del evangelio

1Timoteo 1,15-17; Sal 112; Lucas 6, 43-49


En las cercanías de mi casa van a levantar un edificio; llevan ya unos cuantos meses preparando la cimentación; uno que no entiende demasiado de edificaciones al ver todo el tiempo que han invertido en preparar la cimentación se pregunta si era necesario todo lo que han hecho excavando el terreno, quitando la tierra que lo conformaba, comenzando con un nuevo relleno y así no sé cuantas cosas más; ahora parece que ya van a comenzar a levantar el edificio. Pero si preguntamos a un perito o técnico nos dará muchas explicaciones sobre la necesidad de que la cimentación estuviera bien firme para poder dar seguridad a la edificación.

Pienso en la vida, en mi vida y en todo lo que es la formación de la persona a la que se ha de dedicar el tiempo que sea necesario para encontrarnos al final con una persona debidamente formada y preparada en todos los aspectos, una persona madura que pueda afrontar todos los retos de la vida. Quizá cuando estamos en ese periodo de formación, nos preguntamos muchas veces como aquel que veía la preparación de la cimentación del edificio, si todo eso es necesario, que ya la vida misma nos enseñará y cada uno sabrá salir adelante como pueda. Grave error que podemos cometer.

Es el ejemplo y la comparación que nos propone hoy Jesús en el evangelio para lo que ha de ser la verdadera cimentación de nuestra vida cristiana. Muchas veces lo dejamos al azar, a lo que salga, a lo que buenamente podamos ir aprendiendo, pero no nos hemos fundamentado la mayor parte de las veces en lo que en verdad tiene que ser nuestro fundamento. Y así vamos los cristianos con nuestra mediocridades, así vamos con nuestra superficialidad, así vamos con nuestra tibieza y nuestras desganas, con nuestra falta de compromiso y con nuestro testimonio pobre, así vamos con una espiritualidad que no tiene fundamento, así vamos simplemente dejándonos arrastrar por tradiciones pero no convirtiendo nuestra fe en el eje fundamental de nuestra vida.

Nos habla Jesús de la casa cimentada sobre roca o la casa cimentada simplemente sobre arena. Y como nos dice Jesús vendrán los temporales, vendrán las tempestades, vendrán los vientos y las lluvias y la casa no resistirá. Nos está pasando en la dejadez con que vivimos nuestra vida cristiana. Todos quizás muy preocupados de que el niño se bautice lo más pronto posible – cuantas angustias de muchas abuelas que ven que sus nietos no han sido bautizados a los pocos días – pero qué poca preocupación luego por darle a ese niño según vaya creciendo una verdadera formación cristiana que le haga madurar en su fe. Claro que muchas veces en los mayores la fe es poco madura y poco fundamentada. Luego nos parecerá mucho los años de catequesis, y veremos como una carga el pensar que tenemos que seguirnos formando y madurando en nuestra fe.

Cuando llegan los problemas de la vida no sabemos cómo afrontarlos desde un sentido cristiana; cuando vemos los problemas de nuestro mundo pronto queremos encontrar el milagro fácil que nos lo resuelva todo, pero cuando nos preguntan por la razón de nuestra fe nos quedamos callados y no sabemos cómo responder. Han faltado esos cimientos y esas columnas que sostengan de verdad el edificio de nuestra vida cristiana.

Por sus frutos los conoceréis, nos está diciendo Jesús en el evangelio. Y el árbol bueno tiene que dar frutos buenos, pero ¿cuáles son nuestros frutos? De lo que hay en el corazón habla la boca, nos dirá también Jesús, pero ¿qué es lo que hay en nuestro corazón muchas veces sino superficialidad? ¿Qué es lo que en verdad podemos decir de nuestra fe?

Interrogantes y planteamientos que nos tenemos que hacer. Dejemos que en verdad cale en nosotros el evangelio de Jesús. Muchas veces se ha quedado como una llovizna superficial que solo en algunas cosas externas nos ha empapado, pero no ha llegado a calar esa lluvia de la Palabra de Dios hasta la raíz profunda de nuestra vida.

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