viernes, 13 de agosto de 2021

Que sea un amor verdadero liberado de egoísmos y deseos de posesión el que esté en el cimiento y fundamento de esa nueva comunión que se crea entre dos personas que se aman

 


Que sea un amor verdadero liberado de egoísmos y deseos de posesión el que esté en el cimiento y fundamento de esa nueva comunión que se crea entre dos personas que se aman

Josué 24,1-13; Sal 135; Mateo 19,3-12

Por las redes sociales circulan muchos dichos y sentencias que quieren hacer reflexionar y que, aunque muchas veces no estemos de acuerdo en la totalidad de lo que nos dicen, sin embargo nos ayudan a pensar y en cierto modo a ser de alguna manera críticos incluso con esas sentencias que se nos ofrecen; ya sabemos que no todo tenemos que tragárnoslo porque lo veamos presentado de una forma bonita y llamativa, sino que tenemos que interiorizar y confrontar aquel pensamiento para sacarle la mejor lección. Son algunas de las cosas buenas que pueden tener para nosotros cuando nos ayudan a pensar y a reflexionar para tener nuestro propio criterio.

En uno de esos mensajes se nos presenta a alguien que hace unas preguntas a un sabio de la antigüedad y entre otras cosas le pregunta por qué en un momento determinado los amigos se separan y parece que se rompe la amistad; aquel sabio le responde que si así sucede es porque allí antes no hubo verdadera amistad.

Hay palabras, conceptos, sentimientos que no nos podemos tomar a la ligera, sino que hemos de saber reflexionarlos para encontrarle su verdadero sentido y no nos suceda que nos confundamos y algunas veces hagamos unas mezcolanzas que al final no sabemos por donde andamos. La gente desde que se conoce en un primer contacto ya dice que somos amigos y cuando hablamos de amistad fácilmente derivamos en la confianza que decimos que nos da la amistad hacia intimidades y confianzas que no tienen que ver con lo que realmente es una verdadera amistad. Una simple atracción porque alguien me caiga bien no tenemos que decir ya de entrada que somos amigos íntimos y nos queremos permitir confianzas y cosas que van más allá del respeto que nos supone una verdadera amistad.

Decimos la amistad o decimos el amor, que muchas veces quiere convertirse en posesión y en dominio, con el peligro de que incluso terminemos intentando anular a la otra persona. La cercanía que nos da la amistad y la unidad a la que nos lleva el amor nos puede hablar de comunión, pero no tiene que hablarnos de dominio; el yo de la persona es algo bien sagrado que compartimos para hacer un nosotros, pero que no anulamos. Nunca la persona que amamos tiene que ser como una cosa para mi sobre la que yo tengo dominio absoluto. Eso es amor.

El amor y llegar a vivirlo de verdad es un camino largo que tenemos que hacer donde tenemos además siempre muchas cosas que aprender; por eso el amor tiene que madurar y es entonces cuando nos da seguridad, es cuando podemos llegar a esa entrega total. Son tantos los pasos que se han de dar, los escalones que se han de subir, las cosas que tenemos que aprender para llegar a esa maduración que nos dé plenitud de verdad al amor. No siempre hacemos ese camino, no siempre llegamos a esa madurez, muchas veces nos quedamos en un amor infantil de posesión, como el niño pequeño que quiere una cosa y que sea exclusivamente para él y nadie más pueda tenerla incluso en sus manos. Un proceso humano de maduración que no siempre hemos sabido hacer en la vida y que nos lleva tantas veces al fracaso.

Hoy en el evangelio los fariseos le plantean a Jesús el tema del divorcio, planteamientos que seguimos haciéndonos en todos los tiempos. ‘¿Es lícito a un hombre repudiar a su mujer por cualquier motivo?... ¿Y por qué mandó Moisés darle acta de divorcio y repudiarla?’

Recuerda Jesús lo que fue la voluntad de Dios desde el principio, que además quería que la unión del hombre y la mujer fueran hacerse una misma carne. ¿Para qué nos ha creado Dios? Tendríamos que responder que para el amor. Es la capacidad más sublime que Dios ha puesto en el corazón del hombre, llegar a esa donación de sí mismo hacia el otro ser al que amamos. Es la base de todas las relaciones humanas, que ya sabemos que rompemos tan fácilmente cuando dejamos meter el egoísmo y el orgullo en nuestros corazones. Tiene que ser el motivo profundo por el que un hombre y una mujer llegan a compartir su vida de la forma más profunda, más absoluta y más sublime. Pero tiene que ser un amor verdadero el que esté en el cimiento de esa relación, en el fundamento de esa nueva comunión que se crea entre dos personas que se aman.

Es lo que tenemos que buscar para no dejarnos arrastrar por nuestras terquedades como decía Jesús para responder al por qué Moisés les permitió el repudio matrimonial. Es una tarea hermosa, es una hermosa y bella construcción de la persona, será el bello edificio del amor, del matrimonio y de la familia, pero que tenemos que saber cuidar. Que exista siempre ese cimiento del verdadero amor, despojado de orgullos y de egoísmos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario