miércoles, 7 de abril de 2021

Las palabras de Jesús les sabían a bálsamo que curaba sus heridas y más tarde dirán que el corazón les ardía por dentro mientras les explicaba las Escrituras

 


Las palabras de Jesús les sabían a bálsamo que curaba sus heridas y más tarde dirán que el corazón les ardía por dentro mientras les explicaba las Escrituras

Hechos de los apóstoles 3, 1-10; Sal 104;  Lucas 24, 13-35

Las decepciones producen fuertes heridas en el alma que son difíciles de curar; son heridas que se enconan, y que más y más van produciendo turbulencias en el alma con el peligro de que todo quede arrasado como tras un temporal. Por una parte hemos de tener cuidado de no herir a nadie de esa forma por el daño que le hacemos, pero también hemos de tener cuidado por nosotros mismos de donde ponemos nuestras esperanzas; todos soñamos y en nuestros sueño podemos imaginar cosas maravillosas pero que se quedan en sueños, por eso hemos de saber distinguir la realidad, aunque algunas veces se nos hace bien difícil por los deseos que podamos llevar en el corazón.

El anciano Simeón anunció que Jesús iba a ser un signo de contradicción y su presencia, su persona y su vida iba a servir para que muchos se decantaran, se aclararan y vieran cual partido tomar, qué dirección le dan a su vida y donde ponen sus esperanzas. En torno a los discípulos cercanos a Jesús también se produjeron esas crisis. Todos aquellos momentos de la pasión fueron amargos para quienes habían puesto en Jesús sus esperanzas y a pesar de los anuncios que El había hecho continuamente no terminaron de entender lo que estaba sucediendo.

El arranque de todo aquello con la traición de Judas fue un momento de decepción probablemente de aquel apóstol que en sus deseos y en su imaginación podía haber soñado con otro estilo y sentido de mesianismo, unido a su afán al dinero que hacía que se le pegaran los dedos en tremendas tentaciones concluyó con el abandono y la traición. Y así podríamos pensar en los demás discípulos. ‘Todos le abandonaron y huyeron’, quienes se atrevieron a acercarse a donde estaban sucediendo los hechos, la cobardía les pudo y vinieron las negaciones como las de Pedro, otros abandonaron lo que había sido su refugio en aquellos días, como Tomás que no estaba presente en la primera aparición en el Cenáculo.

Hoy nos habla el evangelio de otros dos decepcionados, los llamados discípulos de Emaús por aquello del pueblo al que se dirigían. Iban tristes en el camino y no hacían sino darle la vuelta a lo mismo una y otra vez, pero al final abandonaron Jerusalén para irse a lo que podría ser su lugar de origen, Emaús. Y así, en esa tristeza y decepción, los encuentra aquel caminante que parece que no sabe nada o no se quiere enterar.

‘¿Eres tú el único de Jerusalén que no sabe lo que allí ha pasado estos días?’ Y le cuentan dándole vueltas al tema una vez más las esperanzas que habían puesto en Jesús, porque pensaban que era el Mesías liberador, pero nada de lo que ellos esperaban se había cumplido, es más, había muerto en la cruz y aunque había prometido que al tercer día resucitaría hasta la fecha ellos no habían visto nada. Y El iba con ellos.

Pero Aquel que parecía que no sabía nada comenzó a explicar y, valiéndose de las Escrituras, la ley y los profetas, les hizo ver que cuanto había sucedido estaba así anunciado en las Escrituras. Y parecía que ellos comenzaban a comprender; al menos sus palabras les sabían a bálsamo que curara sus heridas y más tarde dirán que el corazón les ardía por dentro mientras les explicaba las Escrituras.

Tanta fue la esperanza que comenzó a despertarse en su corazón que le invitaron a quedarse con ellos, porque además los caminos eran peligrosos y se estaba haciendo tarde. No había confinamiento en aquellos momentos, pero por una parte los peligros acechaban, pero quizá lo que era más importante ellos no le querían dejar ir, se sentían a gusto con El. Por eso lo invitan a la mesa, en las bonitas leyes de la hospitalidad. Y es allí en la mesa donde se les abren los ojos para reconocerle. Era verdad, había resucitado el Señor. Estaba allí con ellos y les había acompañado por camino, aunque ahora ya no lo veían. ‘Le reconocieron al partir el pan’.

Por eso corrieron a Jerusalén de nuevo, ya decíamos que no había toque de queda,  porque había que anunciarle al resto de los discípulos lo que a ellos les había pasado y como lo habían reconocido al partir el pan, aunque ya les ardía el corazón mientras les hablaba. Momentos de dicha y de alegría donde todas las heridas se curaron porque reconocieron que las esperanzas que tenían no eran las verdaderas esperanzas.

Ahora sí se había despertado su corazón y se había abierto su espíritu para reconocer de verdad a Jesús y la salvación que El nos ofrece. El Señor también viene a nosotros y camina a nuestro lado, sentémonos con El a la mesa, pero también sepamos hacer un alto en el camino para escucharle, para bebernos sus palabras, para dejar que su Palabra vaya cayendo como rocío fecundo en nuestro corazón o para dejar que esa Palabra como espada de doble filo penetre hasta lo más hondo de nosotros. No nos hará daño sino todo lo contrario porque estará sembrando semillas de vida en nosotros que nos harán dar mucho fruto.

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