sábado, 13 de marzo de 2021

Seamos sinceros ante Dios siendo sinceros ante nosotros mismos y humildes para reconocer la obra del Señor seremos capaces de mostrarnos con sinceridad delante de los demás

 


Seamos sinceros ante Dios siendo sinceros ante nosotros mismos y humildes para reconocer la obra del Señor seremos capaces de mostrarnos con sinceridad delante de los demás

 Oseas 6, 1-6; Sal 50; Lucas 18, 9-14

Qué difícil se nos hace ser sinceros, pero quiero decirlo de una forma más concreta, ser sinceros con nosotros mismos. Siempre encontraremos una bonita cosa para nuestra justificación; siempre tenemos una explicación de aquello que hacemos para sacarle la mejor partida pero a favor nuestro; siempre encontraremos una razón o un por qué para quedarnos bien, para acallar la conciencia, para aparecer como buenos, porque encima, decimos, hacemos tantas cosas buenas.

Pero cuidado que esa lista de cosas buenas que hacemos son una tapadera; lo de menos que buscamos es la gloria del Señor, lo que estamos buscando es tener en mano una lista de todas esas cosas buenas que hacemos que las ponemos como rédito para buscar unos merecimientos, unos méritos que nos justifiquen o que, como decíamos, nos sirvan de tapadera.

Solo por un camino de sinceridad emprenderemos la senda que nos lleva a la autenticidad de nuestra vida y nos conducirá a la humildad del reconocimiento de lo que somos y de lo que son nuestras debilidades. Solo en ese camino de humildad terminaremos reconociendo de verdad la grandeza y la maravilla de lo que es el amor del Señor.

Pero como decíamos nos cuesta ser sinceros incluso con nosotros mismos. Y es que es por ahí por donde tenemos que empezar, reconocer la verdad de nuestra vida, que no es tan santa, que no es tan generosa y altruista como queremos aparentar, que tiene mucho de vanidad para buscar nuestra propia gloria, que en el fondo nos hará sentir un vacío de nosotros mismos que no sabremos cómo llenar, por la superficialidad en que siempre hemos vivido.

Y es que nos vamos creando una imagen de la que no queremos desprendernos; una imagen de nosotros mismos de bondad, de generosidad, de altruismo, cuando todo lo hacíamos superficialmente, cuando no estamos buscando sino nuestras glorias y reconocimientos; ahora nos cuesta bajarnos de esos pedestales, desprendernos de esos ropajes falsos con que nos hemos vestido, y no nos gusta que nos vean débiles, pecadores, porque eso sería un desprestigio para nosotros.

Vayamos mirando con sinceridad lo que hemos hecho de nuestra vida; esos oropeles de los que nos hemos rodeado pero que todo son falsedad, vanidad, mentira; seamos capaces de ir dando esos necesarios pasos de humildad que serán los que nos llevarán a la verdadera grandeza, porque de lo contrario siempre estaremos viviendo en esa falsedad. ¿Cómo se nos han pegado a la piel del alma esos afeites de vanidad y de mentira, que cuando los queremos arrancar se nos desgaja el alma?

Habremos visto en la realidad de la vida quizá a una persona que siempre iba muy bien maquillada y adornada con miles de afeites, pero que un día la sorprendimos al saltar de la cama cuado se habían borrado de su cara todos esos maquillajes, lo vieja que nos pareció esa persona, lo estropeada que estaba en su piel. Pues así estamos nosotros, pero nos ocultamos para que no nos vean y nos seguimos poniendo caretas una sobre otra para mantener esas apariencias.

Seamos sinceros ante Dios porque seamos sinceros ante nosotros mismos; seamos humildes para reconocer la obra del Señor en nuestra vida y ya no sentiremos miedo de mostrarnos con la sinceridad de nuestra vida delante de los demás. Como nos dice el final de la parábola de los que fueron al templo a orar, el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido.

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