domingo, 3 de enero de 2021

En Navidad contemplamos la gloria de Dios que se nos manifiesta en un niño recién nacido que ha venido para hacernos a nosotros también hijos de Dios

 


En Navidad contemplamos la gloria de Dios que se nos manifiesta en un niño recién nacido que ha venido para hacernos a nosotros también hijos de Dios

Eclesiástico 24, 1-2. 8-12; Sal 147; Efesios 1, 3-6. 15-18; Juan 1, 1-18

‘Y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad’. ¿No es lo que venimos contemplando y celebrando en esta Navidad? Los ángeles la noche de Belén cantaban la gloria de Dios en el nacimiento de Jesús. Ahí, en el humilde establo de Belén contemplamos la gloria de Dios. Podíamos haber imaginado o pensado en un hermoso lugar, un templo esplendoroso o un palacio resplandeciente por el brillo de las riquezas. Pero no, en un humilde establo, con un pobre pesebre por cuna, contemplamos la gloria de Dios.

¿Qué es lo que estamos contemplando? Un recién nacido, tan pobre que no ha tenido una cuna ni una casa donde nacer, porque hasta en la posada que acogía a los pobres que llegaban a Belén, no había sitio para El. ¿Y quién es ese recién nacido con quien se proclama la gloria del Señor? Es el Verbo de Dios que se hace carne y planta su tienda entre nosotros. ‘Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, plantó su tienda entre nosotros’.


No es como la Tienda del Encuentro que Moisés levantó en el desierto dotándola de todo el esplendor del oro y de las riquezas que pudieron recoger entre unos pobres peregrinos del desierto; no es el Santa Santorum que Salomón levantara en el templo de Jerusalén para significar la morada y la presencia de Dios entre nosotros. Esa tienda es el pequeño cuerpo de un niño recién nacido que viene a representar a toda nuestra humanidad y que no tiene mejor lugar para situarse en nuestro mundo que en un humilde establo entre un buey y una mula allá en las afueras de Belén. Y ese recién nacido es el Emmanuel, el Dios – para siempre – con nosotros.

Era la luz verdadera pero que las tinieblas rechazaban; vino para encontrarse con los suyos y hacerse Emmanuel y los suyos no lo recibieron; era la Palabra por la que todo había sido creado, y quisimos silenciar esa Palabra; ‘en el mundo estaba, el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció… En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, pero la tiniebla no la recibió’.

Pero ‘¡oh admirable intercambio!’ como diremos en la noche de Pascua cuando la luz pascual brille con todo su esplendor, ‘pues a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios’. Dios ha tomado nuestra carne para hacerse hombre y Dios con nosotros y a nosotros nos ha elevado para hacernos sus hijos. ‘Les dio poder de ser hijos de Dios… porque han nacido de Dios’.

Una doble navidad podemos decir que estamos celebrando y estamos viviendo. Es el nacimiento del Hijo de Dios hecho hombre, que contemplamos en Belén, donde estamos contemplando, como venimos diciendo, la gloria de Dios pero al mismo tiempo contemplamos la gloria de Dios que a nosotros nos hace nacer para Dios, nos da el poder ser hijos de Dios. Como nos enseñará más tarde san Juan en sus cartas, la maravilla está en que el amor de Dios nos llama sus hijos, y como reafirma el apóstol ‘¡pues lo somos!’.

Qué hermosa la oración de alabanza de san Pablo en la carta a los Efesios que hemos escuchado, que probablemente era ya un himno litúrgico cantado en aquellas primeras comunidades. Se nos recuerda toda la maravilla a la que hemos sido llamados, elegidos y amados con un amor preferente por parte de Dios. ‘Él nos eligió en Cristo, antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor. Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, a ser sus hijos, para alabanza de la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en el Amado’.

¿Podemos pedir más? No terminamos de comprender en toda su profundidad esta generosidad de Dios. Por eso dice el apóstol convirtiéndolo en oración por nosotros ‘no ceso de dar gracias por vosotros, recordándoos en mis oraciones, a fin de que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos’. Espíritu de sabiduría y revelación, luz en nuestro corazón para conocer y comprender esa esperanza que siembra en nuestros corazones, esa riqueza que nos da como herencia, participar de la gloria de Dios; es que somos sus hijos.

‘Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia… Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer’, terminaba diciéndonos el evangelio.

Contemplamos la gloria de Dios cuando contemplamos el misterio de la Navidad que estamos celebrando. Pero contemplamos la gloria de Dios cuando nos sentimos llenos de esa riqueza de gracia que a nosotros nos eleva como hijos también de Dios. Cuántas consecuencias se derivarían para la santidad con que hemos de vivir nuestra vida, pero cuántas consecuencias también para nuestra relación y nuestro trato con los demás cuando contemplamos la dignidad y la grandeza de todo ser humano que en Cristo hemos recibido.

 

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