miércoles, 9 de septiembre de 2020

Aunque seamos pobres sabemos compartir el perejil de las cosas pequeñas dándole un sabor nuevo a la vida desde la esperanza y la solidaridad

 


Aunque seamos pobres sabemos compartir el perejil de las cosas pequeñas dándole un sabor nuevo a la vida desde la esperanza y la solidaridad

1Corintios 7, 25-31; Sal 44; Lucas 6, 20-26

Las circunstancias que estamos viviendo en estos momentos hace que se intensifiquen los problemas y aflore a la superficie el sufrimiento que viven tantos alrededor nuestro, y que quizá nosotros llevamos también en nuestro interior, en nuestra propia vida. Momentos de llanto, podríamos decir, para muchos cuando nos sentimos agobiados en las necesidades que van apareciendo y que pueden hacernos la vida difícil; momentos de llanto cuando parece que se ha perdido la esperanza, o al menos los horizontes parecen estar preñados de nubarrones negros que nos impiden ver la luz del sol; momentos de llanto de tantos que quizá ven pasar a su lado hermanos insensibles que no son capaces de ver ni de escuchar esas lagrimas y esos llantos lo que hace más dura la soledad.

No es que estos momentos sean únicos, porque siempre la humanidad ha estado marcada por el sufrimiento, por la pobreza, por el llanto de los que nada tienen o se ven solos, por las angustias de las soledades de los que se ven discriminados por la sociedad. Pero son momentos los actuales que vivimos para hacernos pensar, para tratar de encontrar esa sensibilidad que nos haga mirar con otros ojos en torno nuestro, para tratar de despertar alguna esperanza, para poner nuestra mano que ayude a levantarse a los caídos o a secar las lágrimas de los que lloran.

Y en este cuadro escuchamos hoy las palabras de Jesús, las bienaventuranzas. Unas palabras que algunas veces nos cuesta entender, porque podrían parecer sin sentido, pero son unas palabras que tratan de infundir esperanza, porque un día esos nubarrones negros se correrán y dejarán pasar la luz del sol. Parece una paradoja lo que nos dice Jesús. Pero llama dichosos a los pobres, y a los que lloran, y a los que sufren, y a los que son discriminados por cualquier causa por la sociedad. Y dice Jesús que encontrarán consuelo, que sus lágrimas se secarán y se transformarán en alegría, y que de ellos es el Reino de los cielos.

Es la transformación de la vida que se realiza cuando en verdad queremos y buscamos el Reino de Dios. ‘Buscad el Reino de Dios y su justicia y lo demás se os dará por añadidura’, nos dirá en otro momento del evangelio. Y es que cuando queremos vivir el Reino de Dios las actitudes y la vida de los hombres se transforma. No es que en nombre de ese Reino de Dios tengamos que aguantarnos en esa pobreza o en ese sufrimiento, sino que todo va a comenzar a ser nuevo porque los hombres cambiaremos y surgirá un mundo nuevo de solidaridad que llenará de una nueva alegría los corazones de los hombres.

Aprenderemos a descubrir valores nuevos incluso en nuestra pobreza y sufrimiento, porque la austeridad de nuestra vida nos hará buscar lo que verdaderamente es importante; ya sabemos cuanta generosidad hay en los que son pobres y cuantos gestos de solidaridad se tienen los unos con los otros. No veremos nunca a un rico poseído de si mismo ser capaz de compartir el perejil con el que está a su lado, pero entre los pobres hasta lo más pequeño que podamos tener nunca lo consideran como suyo propio sino que siempre están dispuestos a ponerlo a disposición de los demás; como los vecinos que comparten el perejil, por poner una imagen.

No es una paradoja de algo que no se puede realizar. Es la paradoja de lo nuevo que puede comenzar a vivirse cuando en verdad optamos por el evangelio del Reino que Jesús nos anuncia. Por eso podemos ser dichosos y felices, porque en nuestros corazones a pesar de las negruras siempre habrá esperanza, porque nuestra confianza de verdad la hemos puesto en el Señor.

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